En dos ocasiones el Saab tuvo que lidiar con la ventisca que formaba blancos y cegadores torbellinos a impulsos del fuerte vendaval. Pero cada vez apuró Bond a1 limite las posibilidades del vehículo y salió indemne, aunque rogando al cielo que no fueran más que dos núcleos tormentosos aislados, como así resultó. Con todo, el tiempo era tan inestable que pasó por zonas donde la temperatura había subido de forma brusca y levantaba una especie de calina que dificultaba la conducción más que la propia nieve.
Otras veces el Saab rodaba por largos tramos de terreno llano y cubierto de hielo, y Bond encontró pequeñas poblaciones sumidas en el cotidiano quehacer: las tiendas iluminadas, figuras embozadas que caminaban presurosas por las aceras, mujeres que tiraban de unos pequeños trineos de plástico atestados de productos alimenticios adquiridos en pequeños supermercados. Pero una vez fuera de la población, parecía no existir otra cosa más que el paisaje interminable de nieve y árboles, el paso ocasional de un gran camión, de un automóvil que se dirigía al pueblo que Bond había dejado atrás o de los mastodónticos transportes cargados de troncos que circulaban en una y otra dirección.
La fatiga hacía mella en Bond de una manera intermitente. De vez en cuando detenía el coche a un lado de la carretera, dejaba que el aire gélido penetrase unos instantes en el interior y relajaba el cuerpo durante un breve lapso. También tomaba ocasionalmente una tableta de glucosa, a la par que bendecía la comodidad del asiento ajustable del Saab.
Cuando llevaba alrededor de diecisiete horas en la carretera Bond se halló a unos treinta kilómetros del cruce que formaban la carretera nacional cinco y el ramal que habría de conducirle hasta la ruta directa este-oeste que enlaza Rovaniemi con la zona fronteriza de Salla. Dicho ramal se encuentra ciento cincuenta kilómetros al este de Rovaniemi y a algo más de cuarenta kilómetros de Salla.
El paisaje que enfocaban los faros del coche permanecía inalterable: nieve y un horizonte sin fin de bosques casi petrificados por el hielo y, de repente, una masa arbórea que iba del tono castaño al verde oscuro, como una especie de camuflaje, una franja de territorio que no había recibido de lleno el impacto de las tormentas de nieve y a la que la fuerte helada no parecía afectar. De vez en cuando, en algún claro del bosque, divisaba una forma que daba el perfil de la kota, es decir, la tienda hecha con palos y pieles de reno típica de los lapones, parecida a la del indio norteamericano; otras veces era una cabaña de troncos que se había desplomado bajo el peso de la nieve.
Bond distendió los músculos, aferró con fuerza el volante sorteando obstáculos, atento a cualquier cambio súbito en la pantalla de control, mientras el Saab hendía el aire a toda la velocidad que permitían el hielo y la nieve acumulada en el firme. Casi presentía el éxito de su maniobra, es decir, llegar al hotel sin haber recurrido al avión. Incluso podía resultar que se hubiese anticipado a sus compañeros, lo que siempre suponía una ventaja.
En aquellos momentos pasaba por un paraje de lo más solitario, sin más particularidad que la bifurcación aludida, a unos diez kilómetros. Tampoco había gran cosa entre este punto y Salla, a excepción de alguno de los singulares campamentos lapones o chalets de verano, construidos en madera, desiertos durante los rigores de la estación.
Disminuyó la velocidad al entrar en una curva y mientras se ceñía al borde, atisbó de soslayo un recodo a su derecha unas luces en sentido contrario al suyo.
Bond hizo señales con los faros, primero con los de cruce y enseguida los largos, para ver qué tenía delante. El destello de las luces le permitió vislumbrar una enorme máquina quitanieves de color amarillo que se estaba aproximando; llevaba todas las luces encendidas, y la doble reja, dispuesta en forma de cuña, le daba la apariencia de un buque de guerra.
No se trataba de una moderna aventadora de nieve, sino que era una máquina cortahielos mastodóntica. El vistazo a las luces y la formidable silueta llevó a Bond a pensar lo peor. Las quitanieves que se usaban en aquella parte del planeta estaban constituidas por una estructura alta, enorme, rematada por una maciza cabina de cristal que facilitaba la visibilidad en todas direcciones. Estas moles avanzan montadas sobre orugas, como la artillería de campaña motorizada, en tanto que la cuchilla o arado se halla en la parte delantera y se manipula mediante una serie de pistones hidráulicos capaces de cambiar el ángulo o la altura en pocos segundos.
Las rejas propiamente dichas son de acero, en forma de cuña, de filo cortante y unos cuatro metros de altura; las enormes cuchillas tienen ambos bordes redondeados hacia adelante, con lo cual la nieve y el hielo se van depositando a uno y otro lado, expulsados por la pura fuerza del impacto.
Pese al mastodóntico aspecto que ofrecen, dichas máquinas pueden dar marcha atrás, moverse de través y dar un giro completo con la misma facilidad que un tanque pesado. Más aún: están especialmente proyectadas para conservar esa movilidad en las más adversas condiciones climatológicas.
Hacía ya bastante tiempo que los finlandeses habían solventado los problemas de la nieve y el hielo en sus vías de comunicación más importantes, y a esos gigantes solían seguir las formidables aventadoras de nieve, que limpiaban lo que quedaba en el firme después del ataque demoledor de las máquinas cortahielos.
Bond lanzó una imprecación por lo bajo, pues se dijo que allí donde hay quitanieves lo más probable es que queden los vestigios de una tormenta invernal. Maldijo de nuevo el silencio, pensando que sería el colmo haber sorteado dos ventiscas para toparse con las consecuencias de una tercera.
Bond bajó la vista y miró por el retrovisor, Detrás de él avanzaba otra quitanieves, oculta seguramente en el recodo que había dejado a su derecha hacía unos segundos. Dejó que el coche avanzara por la inercia, luego puso de nuevo una marcha y avanzó a poca velocidad acercándose lo más posible a la cuneta. En el supuesto de que tuviera que enfrentarse con una fuerte nevada y con lo que todavía le quedaba de camino, prefería arrimarse al borde de la carretera lo más posible para dejar paso libre a la monstruosa máquina.
Mientras se disponía a echarse a un lado, Bond observó que la quitanieves que tenía delante avanzaba por el centro de la carretera. Una rápida mirada por el retrovisor le confirmó que el segundo mastodonte había hecho otro tanto. El superagente sintió un cosquilleo en la nuca, presintiendo el peligro. Pasó un cruce y un vistazo a la derecha le bastó para darse cuenta de que la carretera se encontraba en relativo buen estado, lo cual significaba que las quitanieves no estaban allí cumpliendo su normal tarea, sino que perseguían un fin más siniestro.
Tres segundos después de haber dejado atrás el cruce, Bond pasó a la acción. Dio un golpe de volante a la derecha y a la vez pisó con fuerza el freno valiéndose del pie izquierdo, notando que el coche derrapaba por detrás, como cabía esperar, y en el acto aceleró el motor, con lo que el vehículo giró en redondo sobre las ruedas en un viraje perfectamente controlado. La maniobra situó a Bond en dirección contraria a la que seguía hasta el momento. Aumentó gradualmente las revoluciones, controlando los bandazos del coche, ya que de otro modo resbalaría sobre la capa de hielo y daría una nueva vuelta en redondo.
La máquina que antes tenía detrás estaba mucho más cerca de lo que había calculado, y conforme aumentaba la velocidad, atento a las ruedas del automóvil por si se veía obligado a rectificar un derrapaje, la mole metálica se agrandaba a ojos vistas, dispuesta a embestirle a medida que se reducían las distancias.