Un grupo armado perteneciente a las Tropas de Acción Nacionalsocialista se lanzó en paracaídas dentro de la zona, sin que fuera descubierto.
Por la mañana, el comando en cuestión anotó una baza a favor del fascismo internacional al dar muerte a un nutrido grupo de delegados comprometidos en la tarea de impulsar el maléfico proceder que anida en la ideología comunista y que constituye una amenaza para la paz y la estabilidad mundial.
Con el más digno orgullo honramos la memoria de los miembros integrantes de este grupo armado que supo morir en aras de una noble causa. El comando pertenecía a nuestra Primera División, una unidad de élite.
Daremos pronto castigo a todos aquellos países o súbditos de países no comunistas que confraternicen o mantengan relaciones comerciales con naciones del bloque comunista. Queremos desgajar este bloque del resto del mundo libre.
Este es el comunicado número uno evacuado por el Alto Mando de las Tropas de Acción Nacionalsocialista (NSAA) [1].
En el momento de producirse el suceso a nadie causó sorpresa que las armas utilizadas por el comando fueran de fabricación soviética: seis metralletas ligeras Kalashnikov modelo RPK y cuatro subfusiles AKM, variantes del anterior, de calibre más pequeño pero de mortífera eficacia. Ni que decir tiene que el episodio armado, en un mundo habituado a los atentados terroristas, no alcanzó resonancia especial en los medios de difusión, que restaron importancia a este movimiento armado, tildándolo de «grupito de fascistas fanáticos».
Cuando aún no había transcurrido un mes desde el llamado caso o incidente de Trípoli, cinco miembros del Partido Comunista británico celebraron una cena para agasajar a unos colegas soviéticos que se hallaban en Londres en una misión de buena voluntad.
El ágape tenía lugar en una casa no muy lejos de Trafalgar Square. Se acababa de servir el café cuando sonó el timbre de la puerta. El anfitrión se levantó de la mesa con objeto de atender la llamada. Todos los presentes habían trasegado gran cantidad de vodka que los soviéticos habían traído consigo.
Los cuatro hombres que aguardaban en el exterior vestían uniformes paramilitares muy parecidos a los que llevaban los componentes del comando que protagonizó los sucesos de Trípoli.
El dueño de la casa, que era uno de los elementos más prominentes y beligerantes del Partido comunista británico, recibió varios impactos de bala en el mismo umbral y el grupo acabó en cuestión de segundos con los cuatro oriundos y los tres soviéticos que estaban sentados a la mesa.
Los asesinos huyeron sin dejar rastro y no fue posible atraparlos.
A raíz de la autopsia realizada tras el suceso relatado se puso de manifiesto que las ocho víctimas murieron a causa de los disparos efectuados con armas de fabricación soviética, lo más probable pistolas automáticas Makarov o Stetchkin. Los cartuchos también eran del mismo origen.
A las nueve de la mañana siguiente, hora de Greenwich, el Alto Mando de las Tropas de Acción Nacionalsocialista difundió su segundo comunicado. En esta ocasión se imputaba el hecho a una facción del denominado «Comando Adolfo Hitler».
Durante los doce meses siguientes, no menos de treinta «casos» de asesinatos múltiples perpetrados por miembros del grupo nazi llenaron las páginas de los periódicos.
Destacadas personalidades de ideología comunista residentes en Berlín Occidental, Bonn, Washington, Roma, Nueva York, Londres -una vez más-, Madrid, Milán y varias capitales de la de zona de Oriente Medio murieron acribilladas a balazos, junto con otras personas que mantenían relaciones oficiales o de simple amistad con aquéllas. Entre las víctimas figuraban tres sindicalistas británicos y norteamericanos harto conocidos por su espíritu batallador y por no tener pelos en la lengua.
Aunque también encontraron la muerte algunos integrantes de los comandos asesinos, no se consiguió detener a ninguno de los atacantes. En cuatro ocasiones, miembros de las Tropas de Acción optaron por suicidarse antes que dejarse prender.
Todos los atentados acreditaban una planificación rigurosa y fueron perpetrados con un alto nivel de adiestramiento militar. Después de cada matanza o crimen aislado, la organización armada de ideología nazi difundía el correspondiente comunicado, escrito en el tono exaltado y programático característico de todos los idearios dogmáticos. Cada uno de ellos mencionaba al supuesto grupo militar que había tomado parte en la acción.
Empezaron a emerger nombres evocadores de la época, de pesadilla, que fue el Tercer Reich: División de las SS Heinrich Himmler; el Primer Comando Eichmann, y otros por el estilo. La policía y los servicios de seguridad de todo el mundo no tenían otra pista más que ésa. Nada se había podido deducir de los cadáveres de las víctimas pertenecientes a las Tropas de Acción, fueran hombres o mujeres. Era como si de repente se hubieran materializado, ya adultos y enrolados en el grupo nazi. Fue imposible identificar ni tan siquiera uno sólo de los cuerpos. Los forenses se afanaban trabajosamente en busca de los menores detalles que pudieran suponer un indicio; los servicios de espionaje trataron de rastrear las huellas de los militantes; las oficinas dedicadas a la búsqueda de personas desaparecidas realizaron pesquisas tendentes al mismo fin, pero todo en vano. Siempre el mismo callejón sin salida.
Hubo un periódico que publicó un editorial melodramático con ribetes de anuncio publicitario de película de los años cuarenta. Empezaba así:
Parecen como surgidos de la nada; matan, mueren o se desvanecen para esconderse en sus cubiles. ¿Acaso estos adláteres de la siniestra era nazi se han levantado de sus tumbas para vengarse de sus vencedores de antaño? Hasta el momento, casi todos los actos de terrorismo urbano se inspiraban en ideales propugnados por grupos de la extrema izquierda. Con estos asesinatos, las autodesignadas y mortalmente eficaces Tropas de Acción Nacionalsocialista confieren al panorama una dimensión insólita y sobrecogedora.
Pero lo cierto era que en los recovecos del inframundo constituido por los servicios secretos y de información, empezaba a percibirse una cierta desazón, como quien despierta de una pesadilla y se da cuenta de que sus sueños son realidad. Primero se sucedieron los intercambios de opiniones; luego, discretamente, los trueques de información y, por último, los representantes de este entramado empezaron a cimentar los planes de la más extraña y heterogénea alianza que imaginarse pueda.
2. Afición a las rubias
Mucho antes de ingresar en el servicio secreto, James Bond utilizaba un curioso sistema de memorización para recordar los números de teléfono. A la sazón tenía grabados in mente los números de un millar de personas poco más o menos, de los que podía echar mano en cualquier momento, extrayéndolos de su cerebro como si de una computadora se tratase.
Buena parte de ellos estaban relacionados con el trabajo, razón de más para no registrarlos en una agenda. Pero Paula Vacker no tenía nada que ver con sus actividades profesionales; figuraba en su archivo mental sólo y exclusivamente para ocio y distracción.
Desde la habitación que ocupaba en el Hotel Intercontinental sito en el extremo norte de Mannerheimintie, la anchurosa arteria de Helsinki, Bond marcó un número de teléfono. Tras dos señales del timbre sonó la voz de una muchacha que se expresó en el idioma local.
Bond, muy circunspecto, dijo en inglés:
– Por favor, ¿quiere ponerme con Paula Vacker?
Sin esfuerzo aparente, la operadora preguntó en la misma lengua que su interlocutor al otro extremo del hilo: