Tendría suerte si lograba enfilar el cruce antes de que la quitanieves se le echase encima, y aunque no tenía tiempo para comprobarlo estaba seguro de que también la otra mole había aumentado la velocidad. De no alcanzar a tiempo el cruce quedaría atrapado, sin posibilidad de escapatoria: o bien chocaría con el muro de nieve apilada al borde de la carretera -y la fuerza del impacto empotraría el Saab en la blanca masa, sin opción alguna-, o se vería atrapado entre las dos cuchillas de las quitanieves, capaces de machacar incluso a un coche de maciza carrocería como el Saab.
Con una mano sujetó el volante y con la otra pulsó dos botones del cuadro de instrumentos. Se oyó un sonido silbante en el instante en que el sistema hidráulico abría dos de los compartimentos ocultos. Bond tenía ahora a mano las granadas y la Ruger Super Redhawk. También la encrucijada quedaba cerca, recto delante de él.
La quitanieves que venía de cara, de color amarillo intenso y armazón de hierro, realzados por la luz de los faros del Saab, se hallaba a poco más de diez metros del cruce. Bond, fintando como podría hacerlo un boxeador, inició el giro hacia la derecha mientras el mastodonte de hierro se arrimaba con marcha trepidante a la izquierda en un intento de embestir al Saab en el momento de realizar el viraje en ángulo recto.
Fue entonces cuando Bond, casi en el último instante, cuando ya había iniciado el giro, forzó aún más el volante a la derecha, frenó con el pie izquierdo una vez más y aumentó de nuevo las revoluciones del motor pisando con fuerza el acelerador.
El Saab volteó como si de un avión se tratara y en el mismo instante Bond liberó ambos pedales interrumpiendo el impulso giratorio del vehículo, que se desplazó de costado, en paralelo con la carretera que acababa de abandonar.
Rectificó con el volante y disminuyó poco a poco las revoluciones. El superagente tuvo la sensación de que el Saab respondía como un animal domesticado, resbalando ligeramente las ruedas traseras. Rectificar. Resbalar. Rectificar. Pisar el acelerador. Pudo enderezar el vehículo, que rodó sin dificultad. A la derecha y a la izquierda se erguían amenazadores las dos gigantescas máquinas.
Al evitar la embestida de la quitanieves más peligrosa -ahora a su derecha-, Bond hizo lo único que tenía a su alcance. Echó mano de las granadas L2-A2, arrancó la cinta del seguro con los dientes y abriendo un poco la portezuela para maniobrar mejor, arrojó una de ellas tras de sí. Una ráfaga de aire gélido se coló por el espacio abierto mientras Bond forcejeaba para cerrar de golpe la portezuela. Luego notó la trepidación producida por el roce de la parte trasera del Saab con la cuchilla de la quitanieves que tenía a la derecha.
Por unos instantes creyó que la embestida le enviaría fuera de la carretera contra cualquiera de los claros bancales de nieve helada que jalonaban el firme, pero el coche se estabilizó y Bond pudo hacerse con el control al tiempo que se levantaba una nube de espuma por el lado del guardabarros que dio contra el níveo muro. El ancho de la carretera secundaria no era excesivo, pero sí suficiente para que Bond pudiera continuar la marcha. Enseguida oyó a sus espaldas el estallido de la granada.
Lanzó una mirada rápida por el retrovisor -pues la carretera era tan angosta que no se atrevía casi a desviar los ojos de la pantalla visual- y vio unas lenguas de fuego rojizo debajo mismo de uno de los gigantes de hierro. Con un poco de suerte la explosión atascaría por lo menos a la quitanieves durante unos diez minutos, el tiempo necesario para que la otra la apartase del camino.
En cualquier caso, se dijo Bond, aun hallándose en aquella peligrosa y angosta vía, flanqueada por una barrera de nieve, podía librarse de cualquier máquina quitanieves, siempre que viniera por detrás, claro está. El superagente no contaba con la presencia de una tercera, que apareció de repente ante sus ojos, avanzando recta hacia él, con los proyectores hendiendo la oscuridad y deslumbrándole con el chorro de luces. En esta ocasión no había medio de escapar, ningún lugar donde ocultarse.
A sus espaldas, contando con la suerte, quedaría un mastodonte inutilizado, pero la segunda quitanieves entraría en acción tan pronto hubiese apartado el obstáculo del camino. Enfrente tenía que vérselas con otro de los monstruos amarillos, que arrojaba un chorro de nieve por sus entrañas. Bond pensó para sus adentros que debía de haber un cuarto enemigo dispuesto a intervenir, oculto en algún lugar de la ruta principal.
Al igual que en una operación militar motorizada, alguien había preparado una emboscada exclusivamente para Bond y el Saab, y este anónimo personaje había sabido escoger el punto y la hora más convenientes.
Pero el superagente no se detuvo a pensar en la lógica y en los motivos que indujeron a ese alguien a prepararle aquella trampa. Las luces de la quitanieves que tenía delante se fundieron con los potentes faros del Saab, y a pesar del cegador destello Bond pudo ver cómo el monstruo bajaba el arado en cuña hasta morder el hielo del centro de la carretera, mientras sus vísceras deglutían la nieve a su paso con la facilidad de una lancha motora que surca las aguas a gran velocidad.
Bond pensó y actuó con la rapidez del rayo. Se acercó cuanto pudo al borde de la carretera y detuvo el coche. Permanecer dentro del Saab en las presentes circunstancias habría sido una auténtica locura. Había que plantearse la situación como si se tratara de una operación de combate. Le habían arrinconado en un callejón sin salida y no tenía más que una alternativa: frenar el avance de la quitanieves que venia de cara.
El arma que a la sazón necesitaba era la Magnum Redhawk calibre 44, con rápido gatillo de doble tiempo. Bond echó mano de ella y a la vez se metió dos granadas en los bolsillos del anorak acolchado. Abrió la portezuela con suavidad y salió acuclillado; luego extendió la mano y aferró una de las granadas de impacto, que los comandos del Arma Aérea denominan «chupinazos».
El terreno estaba duro y el frío era tan intenso que Bond tuvo la sensación de darse un remojón en agua helada. Sin pérdida de tiempo avanzó en cuclillas hasta la trasera del coche, para guarecerse, y luego saltó ágilmente a lo alto del bancal de nieve que tenía a su izquierda.
El blanco manto algodonoso, pulvurento y blando, englutió a Bond, que tuvo que avanzar con la nieve hasta la cintura, pugnando por no hundirse todavía más. El superagente pateó con fuerza hacia atrás hasta que tuvo suficiente libertad de movimiento para ponerse rodilla en tierra. La nieve seguía tragándolo y casi le llegaba ya a los hombros.
Pero aún así, su posición resultaba ventajosa. Ya no le cegaba el resplandor de los focos de la quitanieves ni le amenazaba la inexpugnable torrecilla que remataba la plataforma superior del monstruo mecánico. A través de las gafas protectoras pudo atisbar a dos hombres sentados en la cabina de mando y la implacable marcha de la máquina sobre el Saab.
No cabía duda. Aquellos sujetos iban a por todas, dispuestos a partir en dos a la «Fiera de Plata». Color plata contra amarillo, se dijo Bond, y elevó el brazo derecho mientras la mano izquierda, con la izquierda, con la granada en ella, servía de apoyatura, a la altura de la muñeca, para poder precisar mejor la puntería.
El primer tiro hizo añicos el proyector; el segundo astilló los cristales de la cabina de conducción. Apuntó alto; no quería matar a nadie si era posible evitarlo.
Se abrió una de las puertas y una figura hizo ademán de saltar al suelo, momento en el que Bond bajó el arma, la sujetó con la mano izquierda y tomó una de las granadas de impacto. Tiró del seguro y arrojó aquella especie de huevo verdusco hacia la cabina de cristales rotos, poniendo en el empeño toda la fuerza de que era capaz.
La bomba de mano debió de explotar en el interior mismo de la cabina. Bond oyó el clásico estampido, pero se protegió los ojos del fogonazo. Ni éste ni la explosión acabarían con la vida de los ocupantes; a lo sumo producirían roturas de tímpano y, con toda seguridad, ceguera temporal.