Esgrimiendo el revólver en alto, Bond se dejó rodar por e1 bancal, casi como si nadara por un denso y pulverulento mar de nieve, hasta que le fue posible enderezarse y caminar, con gran cautela, en dirección a la mole de hierro.
Uno de los hombres yacía, inconsciente, al pie de la máquina; era el individuo que se aprestaba a saltar cuando Bond lanzó la granada. El otro, que ocupaba el asiento del conductor, se movía de acá para allá, medio enloquecido, cubriéndose el rostro con las manos y lanzando gemidos en siniestra armonía con el viento que aullaba por el embudo que formaba la carretera secundaria.
Bond buscó un agarradero, se izó hasta la cabina y abrió de golpe la puerta. Una especie de instinto advirtió al conductor del peligro que se avecinaba, ya que encogió el cuerpo. Bond no tardó en liberarle del miedo y le asestó un golpe seco en la nuca con el cañón de la Ruger. El sujeto se desplomó como para descabezar un sueñecito.
Olvidándose del frío, Bond cargó con el conductor, se descolgó del mastodonte y arrojó el fardo junto al hombre que yacía tumbado en el suelo. Luego subió de nuevo a la cabina. La quitanieves tenía el motor en marcha. Desde lo alto, Bond creía hallarse a un kilómetro del complicado sistema hidráulico y del arado en forma de cuña. El número de palancas era para aturdir a cualquiera, pero el motor aún resoplaba. Lo único que pretendía era sacar al monstruo de la carretera o bien desplazarlo más allá del Saab para obstaculizar el paso de la máquina que estaba en la bifurcación.
A la postre la cosa no resultó muy complicada. El trasto aquel funcionaba mediante un volante, embrague y acelerador, como cualquier vehículo de motor. Bond necesitó tres minutos poco más o menos para rebasar el Saab y dejar la máquina en una posición que obstruyera el paso de la otra. Paró el motor, quitó la llave de contacto y la arrojó más allá de los suaves montículos de nieve. Los dos individuos que manejaban la máquina permanecían inconscientes y probablemente sufrirían congelación de algún miembro y lesiones auditivas. Bien poca a cambio de lo que pretendían hacer con él, se dijo Bond, trincharle en pedazos y dejar que se pudriera hasta el verano.
Se introdujo en el coche, puso la calefacción a tope con objeto de secarse las ropas empapadas, recargó la Redhawk y volvió a colocarla, junto con las granadas, en los respectivos compartimentos, ajusto de nuevo los botones de mando y echó un vistazo al mapa.
Suponiendo que la quitanieves hubiese recorrido todo el trayecto, la carretera estaría limpia hasta el empalme con la general que conducía a Salla. Otras dos horas de volante y se habría salido con la suya. Luego resultó que fueron tres horas y pico, por la gran cantidad de vueltas y revueltas que presentaba el trazado.
A las doce y diez de la noche el superagente columbró el gran rótulo iluminado que anunciaba el hotel Revontuli. A los pocos minutos llegó al desvío y al gran edificio semicircular, detrás del cual se hallaban el trampolín de saltos, las instalaciones del telesquí y la pista, profusamente iluminada.
Bond aparcó el coche y no pudo ocultar su sorpresa al ver que a los pocos momentos de haber parado el motor, el parabrisas y el capó empezaban a cubrirse de hielo. A pesar del detalle, resultaba difícil hacerse cargo del frío que hacía en el exterior. Bond se caló las gafas protectoras, se cercioró de que la bufanda le cubría el rostro y a continuación, después de sacar la cartera de mano y la bolsa con la ropa, conectó los sensores y el sistema de alarma y finalmente, manipuló el mecanismo de cierre general.
El hotel era un edificio moderno de mármol y madera tallados. Junto al vestíbulo había un bar muy espacioso lleno de gente que reía y bebía acodada en la barra, sin pensar en el frío exterior. Mientras se dirigía al mostrador de recepción, una voz conocida saludó su presencia.
– Hola, James -era Brad Tirpitz-. ¿Cómo te has retrasado tanto? ¿Has venido esquiando todo el camino?
Bond asintió, quitándose las gafas y desenrollando la bufanda.
– Me pareció que hacía una buena noche para dar un paseo -respondió con rostro inexpresivo.
En recepción tenían la reserva, de forma que los trámites le llevaron sólo un par de minutos. Tirpitz había vuelto al bar, donde, según observó Bond, bebía sin compañía. En cuanto a los demás, ni rastro de ellos. El superagente necesitaba dormir. Según lo acordado, se reunirían todas las mañanas a la hora del desayuno hasta que el grupo estuviese completo.
Un conserje se hizo cargo del equipaje y cuando se disponía a subir al ascensor, la chica que estaba en recepción le comunicó que había un envío postal urgente a su nombre. Era un sobre de liviano papel manila con soporte de cartón.
Una vez el mozo hubo salido de la habitación, Bond cerró la puerta y rasgó el sobre. En el interior encontró una nota escrita en una cuartilla y una fotografía. M había escrito de su puño y letra: «Ésta es la única foto que se ha podido conseguir. Ruego destruyas el contenido del sobre.» Bueno, se dijo Bond, al fin sabría qué aspecto tenía Anni Tudeer. Se dejó caer en la cama y alzó la foto entre las manos.
El estómago le dio un vuelco y 1uego sus músculos se tensaron. El rostro que parecía mirarle desde la copia mate era el de Rivke Ingber, su colega del Mossad. Así pues, Anni Tudeer, la amiga de Paula e hija del oficial finlandés de las SS alemanas todavía buscado por crímenes de guerra, era Rivke Ingber.
Con dolorida lentitud, James Bond tomó del cenicero que estaba junto a la cabecera de la cama un librillo de cerillas, encendió una y quemó la fotografía y la nota que la acompañaba.
7. Rivke
Por espacio de años Bond había cultivado el hábito de descabezar cortos sueñecitos y en la actualidad era capaz de regular sus necesidades en lo que al sueño se refería, incluso cuando se encontraba sometido a grandes tensiones. También había adquirido la costumbre de «introducir» los problemas en la computadora de su mente y, mientras dormía, el subconsciente «procesaba» la información. Por regla general se levantaba con la cabeza despejada, y a veces con una nueva visión de las dificultades que le acechaban, las cuales, como era lógico, emergían otra vez después del sueño.
A consecuencia de la dura y larga peripecia que supuso el viaje en coche desde Helsinki, Bond sentía un cansancio natural muy explicable, pero su cabeza bullía con un amasijo de pensamientos e incógnitas contradictorios.
Por el momento nada podía hacer respecto al allanamiento del piso de Paula y el caótico estado en que los asaltantes lo habían dejado. Lo que interesaba era saber si la propia Paula se encontraba sana y salva. Por la mañana, cuando se despertara, bastaría con un par de llamadas para cerciorarse de ese extremo.
Mucho más preocupante era el obvio ataque de que había sido objeto horas antes por parte de las quitanieves que le salieron al paso. Después de salir a toda prisa de Madeira y de torcer hacia Helsinki a través de Amsterdam, el intento de quitarle de medio sólo podía significar que le habían detectado en el aeropuerto y, con posterioridad, averiguado sus intenciones de partir con el Saab en dirección a Salla.
Era evidente que alguien, no sabía quien, deseaba apartarle del juego, de la misma forma que lo intentaron antes de recibir instrucciones de Londres, con la agresión que sufriera en el apartamento de Paula, cuando todavía ignoraba y estaba al margen de toda operación secreta dirigida contra las Tropas de Acción Nacionalsocialista.
Dudley, el agente que había ocupado su puesto mientras M aguardaba el regreso de Bond, le manifestó sin ambages el recelo que sentía hacia Kolya Mosolov. El propio Bond tenía sus teorías, y lo que acababa de descubrir -el hecho de que Rivke Ingber, agente del Mossad, resultara ser la hija de un oficial de las SS buscado por doquier- se le antojaba un detalle de lo más alarmante.