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Mientras se duchaba con ánimo de acostarse, dejó que estos problemas impregnasen su mente. Por unos instantes pensó en comer un bocado, pero luego decidió lo contrario. Sería mejor que permaneciese en ayunas hasta el día siguiente, en que desayunaría con sus compañeros de misión, en el supuesto de que estuviesen todos en el hotel.

Bond tenía la sensación de que sólo llevaba unos minutos durmiendo cuando le pareció oír unos leves golpecitos en la puerta. Recuperó el nivel de conciencia y abrió de golpe los ojos. Sí, alguien llamaba con golpes intermitentes; dos palmaditas cortas y secas contra la puerta.

Sin hacer el menor ruido, Bond sacó la automática que guardaba bajo la almohada y cruzó la habitación. Las llamadas eran continuadas; primero un doble golpe, luego una larga pausa, y vuelta a empezar. Se acercó a la puerta por el lado izquierdo, la espalda contra la pared, y susurró:

– ¿Quién es?

Soy Rivke Ingber, James. Tengo que hablar contigo. Por favor, abre la puerta.

A Bond se le aclaró la mente. Al meterse en cama quedaban pendientes de respuesta diversas incógnitas. Una de ellas era tan palmaria y evidente que se impuso en el acto por su propio peso. En el supuesto de que Rivke fuese la hija de Aarne Tudeer, era lógico que existiese un vínculo natural entre la chica y las Tropas de Acción. Rivke debía de tener tan sólo treinta años poco más o menos, treinta y uno a los sumo, cual significaba que sus años de juventud y de formación transcurrieron en algún recóndito escondrijo en compañía de su padre. Si eso era verdad, nada tendría de extraño que Anni Tudeer fuese un superagente de ideas pro nazis, infiltrado en el seno del Mossad.

A partir de dicha premisa, cabía en lo posible que acabase de recibir información en el sentido de que los británicos estaban al cabo de su verdadera identidad. También entraba en el terreno de lo especulativo que la chica sospechase que los colegas de Bond no tendrían reparos en ocultar la información recibida de la CIA y de la KGB. Ya se había dado el caso. Por lo demás, la Operación Rompehielos empezaba a resultar una alianza bastante incómoda.

Bond consultó la esfera luminosa de su Rolex Oyster Perpetual. Eran las cuatro de la madrugada. En el plano psicológico, Rivke no podía haber escogido mejor momento.

– Espera un segundo -susurró Bond, que volvió a cruzar la estancia para ponerse un albornoz y depositar nuevamente la pistola bajo la almohada.

Al abrir la puerta, Bond vio con claridad que la muchacha no ocultaba ninguna arma. Teniendo en cuenta cómo iba vestida, difícilmente quedaba lugar para camuflarla. En efecto, Rivke lucía una bata ligera, de tonos opalinos, que apenas escondía un camisón casi transparente, ceñido al cuerpo, que hacía juego con aquélla. La imagen de la muchacha habría bastado para que cualquier hombre bajara la guardia: el bronceado de la tez bajo la sutil gasa del camisón, el contraste de tonos, subrayado por el áureo brillo del cabello y unos ojos implorantes que traslucían una sombra de temor.

Bond la hizo entrar en la habitación, cerró la puerta y retrocedió unos pasos. Pensó que la mujer era una auténtica profesional o una rubia de lo más natural y espontáneo carente de inhibiciones.

– Ni siquiera sabía que estabas en el hotel; era obvio que sí estabas. Bien venida.

– Gracias -hablaba con voz apagada-. ¿Permites que me siente, James? Lo siento muchísimo, pero…

– No te preocupes; es un placer. Por favor -indicó una silla-. ¿Quieres que pida algo o prefieres tomar una bebida de las que hay en la nevera?

Rivke negó con la cabeza.

– Es todo tan tonto, tan absurdo -miró a uno y otro lado, como si estuviese desconcertada.

– ¿No quieres contármelo?

Asintió con rápido movimiento de cabeza.

– No vayas a pensar que soy una idiota sin remedio, James, te lo ruego. Soy de las que saben desenvolverse con los hombres, pero Tirpitz… Bueno…

– Me dijiste en una ocasión que podías entendértelas con él sin ayuda, cuando mi sustituto salió en tu defensa y le dio un puñetazo.

La joven guardó silencio unos instantes, y luego habló con voz entrecortada:

– Sí, ya lo sé, pero estaba en un error, ¿qué quieres que le haga? -una pausa-. Oh, James, perdona. Ya sé que se me tiene por una profesional perfectamente entrenada y segura de lo que hace, pero…

– Pero no puedes con Brad Tirpitz, ¿verdad?

Sonrió al advertir el tono irónico en las palabras de Bond, y respondió con la misma moneda:

– No sabe tratar a las mujeres -el rostro se tensó y desapareció la sonrisa que fulguraba en sus ojos-. Se ha portado de una manera indecente. Pretendió entrar por la fuerza en mi habitación, completamente ebrio. Daba la sensación de que no iba a renunciar a sus propósitos.

– O sea que ni siquiera le atizaste con el bolso.

– James, te aseguro que daba miedo verle.

Bond se dirigió a la mesilla de noche, tomó la pitillera y el encendedor y le ofreció un cigarrillo a Rivke, que lo desechó con un ademán de la cabeza. Bond encendió el suyo y lanzó una bocanada de humo hacia lo alto.

– Lo que me cuentas no casa contigo, Rivke.

Bond había tomado asiento en el extremo de la cama, enfrente de la chica, y escrutó aquel rostro busca de un destello de verdad.

– Si, ya sé, ya sé -hablaba de forma atropellada-; pero no quería estar sola en la habitación. No tienes idea de cómo estaba…

– Mira, Rivke, no eres una flor marchita. Tú no eres de las que se agarran al primer hombre que les sale al paso en busca de protección. Esos tipos que portan como trogloditas son un compendio de lo las personas de tus cualidades detestan y aborrecen.

– Perdona -hizo gesto de levantarse; por un instante pareció que la cólera se adueñaba de ella-. Voy a dejarte en paz. Sólo necesitaba compañía. Los sujetos que integran el resto de ese llamado equipo no sirven para eso.

Bond avanzó el brazo y depositó una mano en el hombro de la joven, obligándola con suavidad a sentarse en la silla.

– Por favor, Rivke, tranquilízate y no te vayas, pero no me tomes por un estúpido. Puedes despachar a Tirpitz, sobrio o borracho, sólo con pestañear…

– No es como tú lo dices.

La táctica se remontaba a los días de nuestros primeros padres, pensó Bond para sus adentros, pero ¿iba él a enmendarle la plana a lo que se cuenta en la Biblia? Cuando una hermosa mujer llama a la habitación de un hombre en plena noche en solicitud de protección -incluso cuando ella se basta y se sobra para salir del trance-, señal de que algo lleva entre manos. Por lo menos así sucede en la vida real, aunque no en ese contexto de secretos y doble juego en el que tanto Rivke como Bond vivían y trabajaban.

Después de dar otra fuerte chupada al cigarrillo adoptó la decisión crucial. Rivke Ingber se hallaba sola, en su habitación y él conocía la verdadera identidad de la muchacha. Quizá fuese conveniente poner ya las cartas boca arriba y anticiparse a una posible nueva maniobra de la joven.

– Oye, Rivke, hará cosa de un par de semanas (ni que hubiese perdido la noción del tiempo), ¿hiciste o dijiste algo cuando Paula Vacker te confió que yo estaba en Helsinki?

– ¿Paula? -la chica parecía realmente desconcertada-. James, no sé…

– Mira, Rivke -se inclinó un poco hacia delante y tomó la mano de su compañera entre las suyas-, en nuestro trabajo uno traba extrañas amistades y se granjea curiosos enemigos. Lo que necesitas en estos momentos son amigos. No quiero convertirme en tu adversario, e insisto en que te hace falta un amigo. Mira, Rivke, sé quien eres.

La muchacha enarcó una ceja y en sus ojos fulguró un destello de prevención.

– Pues claro. Soy Rivke Ingber, ciudadana israelí, y trabajo para el Mossad.

– ¿Conoces a Paula Vacker?

La respuesta surgió espontánea y rotunda.

– La conocía; pero de eso hace ya algunos años.