– ¿Tampoco has estado en contacto con ella últimamente? -Bond oyó el eco de su voz, que resonaba con cierto dejo de arrogancia-. ¿No trabajas con ella en la misma empresa, en Helsinki? ¿No tenías concertada una cena, que Paula canceló, pocas horas antes de salir para Madeira?
– No -era una negación categórica y franca.
– ¿Ni siquiera bajo tu nombre real, Anni Tudeer?
La joven aspiró con fuerza y luego expulsó el aire con un resoplido, como si tratara de vaciar por entero los pulmones.
– Es un nombre del que prefiero no acordarme.
– No lo dudo.
Retiró con presteza la mano.
– Está bien, James, te acepto el cigarrillo que me ofrecías.
Bond tomó un cigarrillo, lo encendió y se lo pasó a la chica. Rivke aspiró con delectación y luego expulsó el humo con lentitud.
– Creo que estás muy bien documentado, pero, por favor, deja que sea yo quien te cuente la historia -ahora la voz de Rivke era cortante, desprovista de aquel matiz meloso, casi seductor, de hacía unos instantes.
Bond se encogió ligeramente de hombros.
– Lo único que sé es tu nombre. También puedo decirte que soy amigo de Paula Vacker. Ella me dijo que te había confiado que íbamos a salir juntos, en Helsinki. Cuando llegué al apartamento de Paula me esperaban un par de facinerosos que esgrimían navajas y que la vigilaban a ella. Querían hacerme picadillo.
– Ya te he dicho que hace años que no veo a Paula. Pero, dime, aparte de conocer mi nombre de antes y de saber, probablemente, que soy hija de un antiguo oficial de la Gestapo, ¿qué otras cosas sabes de mí?
Bond esbozó una sonrisa.
– Tan sólo que eres muy hermosa. Únicamente tu nombre de antes, como tú dices.
La joven asintió con la cabeza. Su rostro aparecía desprovisto de expresión, como una máscara.
– Lo suponía. Muy bien, señor James Bond, permíteme que te ponga en antecedentes para que puedas ordenar el expediente como es debido. Cuando lo haya hecho, creo que sería conveniente que tratásemos de averiguar qué está sucediendo. Me refiero a lo ocurrido en casa de Paula… Siento curiosidad por ver qué pinta ella en todo este asunto.
– El piso de Paula había sido objeto de un registro; estaba patas arriba. Pude comprobarlo ayer antes de salir de Helsinki. Además, por el camino tuve que deshacerme de tres o cuatro máquinas quitanieves que pretendían «remodelar» mi Saab conmigo dentro. Mira, Anni Tudeer, o Rivke Ingber, o como quiera te llames, hay alguien que está empeñado en quitarme de en medio.
La chica arrugó el ceño.
– Mi padre era, sigue siendo, Aarne Tudeer, es cierto. ¿Conoces su historial?
– Sólo que formaba parte del Estado Mayor de Mannerheim y que aceptó la propuesta que le hicieron los nazis de ocupar un alto cargo en la Gestapo. Me consta que es un hombre valeroso, implacable, un criminal de guerra que aún está en la lista negra.
Rivke asintió con un movimiento afirmativo de la cabeza.
– Esa parte de su vida no descubrí hasta que la cumplí los doce poco más o menos -hablaba con voz sorda, pero con una resolución que a Bond se le antojó auténtica-. Cuando mi padre abandonó Finlandia lo hizo acompañado de otros oficiales y de un grupo de soldados bajo su mando. Como sabrás, por aquellos días había un numeroso contingente de mujeres que seguían a las tropas. El mismo día que salió de Laponia, mi padre se declaró a una joven viuda, hija de buena familia, gente que poseía extensas propiedades en la región, bosques en su mayoría. Mi madre era medio lapona. Aceptó su proposición de matrimonio y se avino a seguirle en sus desplazamientos, con lo que se convirtió en cierto modo en una de las mujeres que marchaban a la zaga del ejército. Vivió atrocidades difíciles de creer.
La joven meneó la cabeza, como si no acabara de dar crédito a las peripecias por las que había atravesado su madre. Tudeer se casó con la madre de Rivke al día siguiente de abandonar Finlandia y ella permaneció a su lado hasta la caída del Tercer Reich. Luego ambos escaparon.
– Mi primer hogar fue Paraguay -continuó Rivke-. Claro que en aquel entonces nada sabía del asunto. Más tarde reparé en que casi desde mi infancia hablaba cuatro idiomas: finlandés, español, alemán e inglés. Vivíamos en una hacienda, en la selva, bastante cómodamente por cierto; pero guardo un mal recuerdo de mi padre.
– Cuéntame -poco a poco Bond iba sacándole a la chica la historia de su vida. En realidad no constituía ninguna novedad. Tudeer se comportaba como un autócrata; era un borracho cruel y sádico.
– Cuando mi madre y yo escapamos de su lado, tenía diez años. Entonces aquella huida me pareció una especie de juego. Iba vestida como las niñas indias. Salimos en una canoa y luego, con la ayuda de unos guaraníes según creo, llegamos hasta Asunción. Mi madre había sido una mujer muy desgraciada. No sé cómo lo consiguió, pero obtuvo pasaportes para las dos, y también una especie de subvención. Los pasaportes eran suecos. Volamos en avión a Estocolmo, donde permanecimos seis meses. Mi madre acudía todos los días a la embajada de Finlandia, hasta que un buen día nos concedieron pasaportes finlandeses. Mi madre pasó el primer año en Helsinki tramitando el divorcio y los papeles para obtener una compensación por las tierras que había perdido, situadas en donde estamos ahora, en la zona ártica. Vivíamos en la capital y allí supe por vez primera lo que era una escuela. En el colegió conocí a Paula y nos hicimos amigas. Eso es todo.
– ¿Todo? -repitió Bond, enarcando las cejas.
– Bueno, el resto es fácil de adivinar.
Durante la etapa de estudiante Rivke empezó a conocer detalles sobre la vida de su padre.
– A los catorce ya lo sabía todo. Me pareció espantoso. Me asqueaba pensar que mi padre había abandonado su patria para unirse a los nazis. Imagino que eso me creó un complejo, una fijación. Al cumplir los quince ya sabía el rumbo que iba a tomar mi vida.
Bond había tenido ocasión de asistir a muchas confesiones en el curso de incontables interrogatorios y la experiencia adquirida 1e había dotado de una gran intuición a la hora de dilucidar si una persona contaba la verdad. Éste era el caso de Rivke, aunque sólo fuera por la precipitación con que narraba los hechos y por los pocos detalles que proporcionaba. Con frecuencia, los agentes tienen algo que ocultar se muestran demasiado prolijos en sus explicaciones.
– ¿Querías tomarte el desquite? -le preguntó Bond.
– Una especie de venganza, aunque no me parece la palabra justa. Mi padre no participó en lo que Himmler denominaba la «solución final», el problema de los judíos, ya sabes, pero de todos modos colaboró con los nazis, y desde entonces se le busca como criminal de guerra. En lo que a mi concierne empecé a identificarme con un pueblo que había perdido seis millones de almas en las cámaras de gas y en los campos de concentración. Muchos amigos me han dicho que mi reacción fue desproporcionada. Sentía el impulso de hacer algo positivo.
– ¿Te hiciste judía?
– Al cumplir los veinte me fui a Israel. Mi madre murió al cabo de dos años. La vi por última vez el día que partí de Helsinki. Seis meses después di los primeros pasos hacia mi conversión. Hoy soy tan judía como pueda serlo una persona de ascendencia no semita. En Israel lo intentaron todo para disuadirme, pero pasé por cuantas pruebas me salieron al paso, incluso el servicio militar, gracias al cual precisamente se consolidaron mis aspiraciones -la joven no podía disimular el orgullo que aquella gesta le producía-. El mismo Zamir en persona me mandó llamar y mantuvo una entrevista conmigo. Me costó creerlo cuando me descubrió su identidad: coronel Zwicka Zamir, jefe del Mossad. Él lo arregló todo y me concedieron la ciudadanía israelí. Luego ingresé en el Servicio, donde recibí entrenamiento especial. Tenía otro nombre.
– ¿Y qué me dices de la venganza, Rivke? Habías expiado, pero quedaba el desquite.