Rivke acercó la silla un poco más al extremo de la cama, donde Bond estaba sentado.
– ¿Te refieres a que, además de armas, ha surgido un feo asunto que presenta mal cariz? ¿Algo que se ven en dificultades para refrenar?
– Es una teoría, pero bastante probable -la chica estaba tan cerca que Bond podía aspirar la fragancia de su perfume y el olor natural de una mujer atractiva-. Sólo una teoría -repitió- pero perfectamente posible. La forma de actuar de la KGB se aparta de lo corriente. Por lo general trabajan en solitario y no dejan trascender ninguna información, y ahora, de repente, van y requieren nuestra ayuda. ¿No querrán tendernos una trampa? Quizá nos han tomado por unos incautos bobalicones, y cuando salga a relucir el asunto, sea lo que fuere, estaremos ya demasiado comprometidos. Israel, Estados Unidos y Gran Bretaña cargarían entonces con las culpas. La idea es lo bastante ruin para pensar que los rusos hayan decidido ponerla en práctica.
– Son muy mala gente -la voz de Rivke adquirió de nuevo un matiz apagado.
– Sí, mala gente -Bond se preguntó que reacción habría tenido el viejo y ultraconservador M al oír esa definición.
Rivke manifestó que, ante la expectativa de tener que hacer frente a una mala pasada de la KGB destinada a poner en entredicho a sus respectivos gobiernos, lo más prudente era concertar un pacto de ayuda mutua.
– Creo que, aun en el caso de que nuestras suposiciones no se confirmen, es mejor que nos guardemos mutuamente las espaldas.
Bond la obsequió con la más encantadora de sus sonrisas y se inclinó hacia ella, de forma que sus labios casi rozaban los de la muchacha.
– Tienes toda l razón, Rivke, aunque más que la espalda me gustaría vigilarte de frente.
A su vez, los labios de ella parecían estar examinando los de Bond. Tras una breve pausa, susurró:
– Mira, James, no me asusto con facilidad, pero todo esto me ha puesto un poco nerviosa…
Rivke tendió los brazos y rodeó el cuello de su interlocutor. Los labios de uno y otro se rozaron, primero en una suave caricia. En lo más intimo de su voz recomendaba a Bond con insistencia que anduviera con cautela, pero la advertencia se consumió en el ardor de aquel roce, y luego, cuando se abrieron sus bocas y las lenguas se entrelazaron en el juego amoroso, los rescoldos de prudencia se esfumaron en el aire.
Cuando al fin sus labios se despegaron parecía que hubiese transcurrido una eternidad. Rivke, jadeante, permanecía abrazada a Bond; el cálido aliento de su boca acariciaba la oreja del hombre y de sus labios fluían sonidos y palabras excitantes.
Con ademanes pausados Bond la levantó de la silla y la condujo hasta la cama, donde se tendieron, los dos cuerpos muy pegados. Volvieron a darse la lengua hasta que, obedeciendo a una señal inaudible, las manos empezaron a tantear los cuerpos.
Lo que empezó siendo apetencia sexual, una necesidad dictada por la soledad de dos personas que anhelaban compartir consuelo y confianza, acabó convirtiéndose en una manifestación de amor tierno y afectuoso.
Bond, aún vagamente consciente de la sombra de duda que anidaba en su mente, no tardó en consumirse con el calor de aquella preciosa criatura, cuyos miembros y el cuerpo todo respondían a las caricias de una forma casi telepática. Actuaban como dos danzarines perfectamente acoplados, capaces de predecir y adivinar los movimientos respectivos.
Sólo más tarde, mientras Rivke, sepultada bajo las mantas, permanecía acurrucada como una niña entre los brazos de Bond, volvieron a comentar las vicisitudes de la misión que les había traído allí. Para ellos dos, las pocas horas que habían pasado juntos fueron un fugaz escape de las ásperas realidades de su profesión. A la sazón eran las ocho y pico de la mañana. Otra jornada, otra dura briega con los riesgos que conlleva la actividad de los agentes del servicio secreto.
– Lo dicho. Para el buen fin de esta operación trabajaremos los dos en equipo -Bond tenía la boca más seca de lo normal-. Eso nos protegerá mejor…
– Sí, y…
– Y yo te ayudaré a mandar al infierno al dichoso Oberführer de la Gestapo Aarne Tudeer.
– Oh, James, querido, te lo agradezco. De verdad que sí -ella alzó la vista y le dirigió una mirada al rostro iluminado por una sonrisa hecha de puro placer, sin la menor sombra de malicia u horror, como si implorase la muerte súbita de aquel padre al que tanto aborrecía. Luego, su talante cambió de nuevo, la faz sosegada y una risa que apuntaba en el fulgor de los ojos y en las comisuras de los labios-. ¿Sabes? Nunca pensé que esto pudiera ocurrir, James.
– Vamos, Rivke, no querrás hacernos creer que una mujer que se presenta en la habitación de un hombre a las cuatro de la madrugada, apenas vestida, no lleva oculta la idea de seducirle.
Ella se echó a reír con ganas.
– Oh, claro que lo había pensado; lo que pasa es que no acababa de creerme que pudiera suceder. Imaginaba que sólo estabas pendiente de tu trabajo y, por otra parte, yo me consideraba suficientemente fuerte y bien entrenada para resistir la tentación -bajó un poco la voz-. Me gustaste desde el primer día, pero que no se te suba a la cabeza, ¿eh?
– Pierde cuidado -Bond rompió a reír.
El eco de la risa apenas se había extinguido cuando el brazo de Bond alcanzó el receptor telefónico.
– Ya es hora de averiguar qué novedades nos depara nuestra buena amiga Paula.
Mientras marcaba el número del apartamento de su amiga en Helsinki contempló admirativamente a Rivke, que se estaba cubriendo con la bata de transparente seda.
Lejos, al otro extremo del hilo, sonó el timbre del teléfono. Nadie se puso al habla.
– ¿Qué piensas de esto, Rivke? -Bond colgó el auricular-. No está en casa.
Rivke meneó la cabeza.
– Creo que debes probar en la oficina, pero no sé que decirte, la verdad. Antes éramos muy amigas; no veo motivo para que mienta en lo concerniente a mí. Es una tontería. Además, dices que era muy buena amiga tuya…
– Durante mucho tiempo, y te aseguro que jamás me dio pie para sospechar de ella. No hay quien entienda este galimatías -Bond se puso en pie y se dirigió hacia el armario de puertas correderas. Estiró el brazo hacia el anorak acolchado, suspendido en el colgador, extrajo del bolsillo dos insignias metálicas y las arrojó sobre la cama. Se oyó el chasquido discordante producido al caer la una sobre la otra. Era la ultima prueba en cuanto a la joven-. ¿Qué me dices de este par de recuerdos, querida?
Rivke alargó la mano, sostuvo los dos emblemas unos segundos y luego los dejó caer repentinamente en el lecho, como si estuvieran al rojo vivo.
– ¿Dónde? -bastó con una palabra, que fluyó restallante, como un tiro.
– Las encontré en el piso de Paula; estaban en el tocador.
El color había huido del rostro de la chica.
– No veía estas insignias desde que era niña -tendió el brazo hacia la Cruz de la Orden Teutónica y volvió a tomarla en la mano, pero en esta ocasión le dio la vuelta-. ¿Te das cuenta? Lleva su nombre grabado en el reverso. Es la Cruz con hojas de roble y espadas de mi padre. ¿En el piso de Paula has dicho? -sus últimas denotaban un sincero asombro y la más absoluta confusión.
– Como lo oyes. En el tocador, a la vista de cualquiera.
Rivke arrojó de nuevo las insignias sobre la cama, se acercó a Bond y le echó los brazos al cuello.
– Creía que lo sabía todo, James, pero hay cosas que no me caben en la cabeza. ¿Por qué Paula? ¿A qué vienen esas mentiras? ¿Cómo han aparecido la Cruz Teutónica y el emblema de la Campaña del Norte? Por cierto, que él tenía en mucho aprecio esta insignia… ¿Cuál es la razón de todo esto?
Bond la estrechó contra su pecho.
– No te preocupes, Rivke, lo averiguaremos. Yo tengo tanto interés como puedas tenerlo tú. Paula me pareció siempre tan…, no sé como decirte…, tan juiciosa, tan franca.