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Rivke se despidió al poco rato.

– Debo poner en claro mis ideas, James. ¿Quieres venir a la pista de esquí conmigo?

Bond negó con la cabeza.

– Tengo que charlar con Brad y Kolya. Además creía que nos protegíamos mutuamente…

– Necesito salir y estar sola un rato. No te preocupes, James -añadió-; no voy a correr ningún riesgo. Estaré de vuelta para el desayuno. Si me retraso, discúlpame con los demás.

– Por lo que más quieras, ten cuidado.

Rivke asintió con un breve movimiento de cabeza. Luego dijo con cierto aire de timidez:

– Lo he pasado estupendamente, señor Bond. A lo mejor se convierte en una costumbre.

– Por mí no hay inconveniente -Bond la atrajo hacia sí, ya en la puerta, y se despidieron con un beso.

Cuando la chica hubo salido de la habitación, él se dirigió a la cama y recogió las dos condecoraciones de Aarne Tudeer. El ambiente estaba impregnado del aroma de la muchacha. Parecía como si Rivke estuviera aún muy cerca de él.

8. Tirpitz

James Bond estaba francamente preocupado. Salvo un leve asomo de duda, todo parecía indicar que Rivke Ingber era completamente de fiar y que había dicho la verdad al identificarse como una muchacha convertida a la fe judía y que se decía agente del Mossad, extremo que también Londres había certificado.

Sin embargo, el misterio que envolvía a Paula Vacker le tenía desconcertado. Ella y Bond eran grandes amigos desde hacía varios años, y en ningún momento le había dado ella pie para pensar que fuese otra cosa que una chica inteligente, que gustaba de divertirse, y muy competente en su profesión. Pero, de pronto, después de las confidencias de Rivke y a la luz de los últimos acontecimientos, su figura se presentaba a los ojos de Bond como un ídolo con pies de barro.

El superagente se duchó y afeitó con más parsimonia de lo que en él era habitual. Luego se puso unos pantalones de montar de gruesa tela, jersey negro de lana trenzada y cuello alto y una chaqueta de ante, suficiente para ocultar la automática que portaba debidamente afianzada, después de comprobar el mecanismo de carga y disparo. Al mismo tiempo tomó un par de cargadores y los deslizó en el bolsillo secreto cosido en la trasera de los pantalones.

El atuendo que vestía, con el complemento de unos zapatos de piel tipo mocasín, bastaba para resguardarle del frío en el interior del hotel. Al salir de la habitación, Bond se hizo el propósito de llevar siempre el arma encima.

Ya en el pasillo, se detuvo un momento y consultó su Rolex. El tiempo había corrido deprisa desde que Rivke salió de su habitación. Eran casi las nueve y media. Sin duda, la agencia de publicidad donde trabajaba Paula atendería ya las llamadas. Volvió a la habitación y marcó el prefijo de Helsinki, seguido en esta ocasión del número de la oficina de su amiga. Se puso al aparato la misma telefonista que contestó a Bond aquel fatídico día que tan lejos le parecía ahora.

Bond cambió al inglés y la voz al otro extremo del hilo hizo lo propio, al igual que sucediera en la ocasión anterior. Pidió hablar con Paula Vacker. La respuesta, concisa y categórica, no sorprendió a Bond.

– Lo siento, pero la señorita Vacker está de vacaciones.

– ¡Oh! -exclamó Bond, fingiendo decepción-. Prometí que la llamaría. Supongo que no sabrá dónde puedo localizarla, ¿verdad?

La telefonista le rogó que aguardara unos instantes.

– No puedo indicárselo con exactitud -contestó al poco rato-, pero dijo algo de irse a esquiar al norte. Demasiado frío para mi gusto. Ya tenemos suficiente con el tiempecito que hace aquí.

– Sí, claro. Bien, muchas gracias. ¿Cuándo salió de vacaciones?

– El jueves, señor. ¿Quiere dejar algún recado?

– No, no, la llamaré cuando vuelva a Finlandia.

Bond habló con el tono de quien da por concluida la conversación, pero de repente preguntó con tono casuaclass="underline"

– Por cierto, señorita, ¿trabaja aún aquí Anni Tudeer?

– ¿Anni qué, señor?

– Anni Tudeer. Creo que es una amiga de la señorita Vacker.

– Lo siento, señor, pero en la empresa no figura nadie con ese nombre.

– Gracias -dijo Bond, y colgó el auricular.

De modo que la buena de Paula se había dirigido al norte, como todos ellos, pensó Bond para sí. Miró a través de la ventana. El frío era tan intenso que parecía palpable; diríase que se podía cortar con un cuchillo, pese al resplandor del sol y al nítido azul del cielo. Era un azul intenso, pero no cabía esperar que aquel firmamento extraordinario deparase también un poco de calor. El astro rey irradiaba una luz semejante al reflejo de un iceberg. Como Bond sabía muy bien, en esta región del planeta uno no podía fiarse de la temperatura agradable y el cobijo que ofrecía el hotel, pues las condiciones climáticas son de lo más engañosas. Nada tendría de extraño que en el plazo aproximado de una hora se ocultase el sol y empezara a nevar con inusitada violencia, o que una neblina helada empañase la visibilidad y oscureciera la luz del sol.

La habitación que ocupaba se encontraba en la parte trasera del edificio, lo cual le permitía avizorar con claridad las instalaciones del telesilla, la pista de esquí y la curva silueta del trampolín de saltos. Diminutas figuras aprovechaban el corto lapso de luz diurna y la limpia atmósfera para colgarse de las sillas del telesquí, que funcionaba sin parar, mientras en lo alto de la colina los esquiadores, semejantes a insectos movedizos en contraste con la blancura de la nieve, descendían por la larga pendiente, unos describiendo un curso sinuoso, que obligaba a controlar la velocidad, y otros enfilando la línea de descenso directo, con el cuerpo inclinado hacia adelante y las líneas flexionadas.

Bond pensó que Rivke muy bien podría ser uno de aquellos puntitos que se deslizaban por el inmaculado y destellante paisaje. Casi percibía dentro de sí la vigorizante sensación de una veloz carrera pendiente abajo y, por un momento lamentó no haber acompañado a la chica. A continuación, después de lanzar una última ojeada al nevado paraje, punteado tan sólo por los esquiadores, el movimiento del telesilla y las densas masas de abetos de tono verde castaño que jalonaban la pista, adornados como árboles de Navidad por colgantes agujas de hielo, James Bond se puso en pie, salió de la habitación y se encaminó hacia el comedor principal.

Allí estaba Brad Tirpitz, solo, sentado ante una de las mesas del rincón junto al gran ventanal, más o menos en el mismo ángulo en que estaba Bond en su habitación, en la segunda planta del edificio.

El norteamericano le vio acercarse y levantó la mano con un gesto cansino, mezcla de saludo y de reclamo.

– Hola, Bond -el rostro pétreo de Tirpitz pareció resquebrajarse ligeramente-. Kolya se ha disculpado. Anda por ahí organizando no sé qué con los escúters -se inclinó un poco hacia él-. Será esta noche, o, para ser exactos, a primera hora de la mañana.

– ¿Qué pasa esta noche? -Bond habló con un tono de frialdad, en una perfecta parodia del inglés flemático y reservado.

– ¿Preguntas qué pasa esta noche? -Tirpitz alzó los ojos al cielo-. Amigo Bond, según Kolya esta noche saldrá una remesa de armas de Liebre Azul. ¿Recuerdas? El arsenal próximo a Alakurtii.

– ¿Conque se trata de eso? -Bond dio la impresión de que el polvorín y el robo de armas le tenían sin cuidado. Tomó el menú y se enfrascó en la lectura de los múltiples platos que figuraban en la lista. Cuando el camarero hizo su aparición, pidió de corrido su desayuno habitual, aunque subrayó que deseaba un gran tazón de café.

– ¿Te molesta que fume? -el laconismo de Tirpitz se asemejaba al lenguaje gestual de un piel roja.

– No, si a ti no te importa que yo desayune entre tanto -el superagente se mantuvo serio. Tal vez se debiese al hecho de haber prestado servicio en la Royal Navy y de haber permanecido varios años junto a M, pero fumar mientras alguien ingería alimentos se le antojaba poco menos que encender un pitillo antes del brindis de lealtad a la Reina.