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– Mira, Bond -Tirpitz acercó la silla a su interlocutor-. Me alegro de que Kolya no esté aquí. Deseaba hablarte a solas.

– Dime.

– Tengo un recado para ti. Felix Leiter te manda saludos y Cedar muchos besos.

Bond sintió un leve cosquilleo producido por la sorpresa, pero no dejó que trascendiera. Felix Leiter era su mejor amigo en Estados Unidos. En otro tiempo fue uno de los altos cargos de la CIA; y Cedar, hija de Felix, formaba también parte de la organización. No hacía mucho que aquella había colaborado muy eficazmente con Bond en una peligrosa misión [2].

– Ya sé que no confías en mí -prosiguió Tirpitz-, pero sería mejor que lo hicieras, hermano. Piénsalo bien, porque tal vez sea el único amigo que tengas por estos contornos.

Bond asintió con la cabeza.

– Puede que tengas razón.

– Tu jefe te informó a fondo de la misión. En Langley hicieron lo propio conmigo. Lo más probable es que estemos en posesión de la misma información, y, como sabes muy bien, Kolya se ha callado lo que le convenía. Lo que trato de decir es que nos conviene trabajar juntos, tanto como nos sea posible. Ese soviético de mierda no ha enseñado toda la mercancía y me imagino que nos tendrá reservadas algunas sorpresas.

– Creía que éramos un equipo que trabajaba de común acuerdo -Bond se expresó con aire imperturbable y cortés.

– No te fíes de nadie; sólo de mí -aunque había sacado un paquete de cigarrillos, Tirpitz no hizo ademán de encender un pitillo. Se hizo una pausa mientras el camarero servía el desayuno de Bond: huevos revueltos, tocino entreverado y café. Cuando se hubo alejado, Tirpitz volvió a la carga-. Recuerda lo que sucedió en Madeira. Si yo no lo hubiese mencionado ni siquiera habría salido a relucir lo que constituye la amenaza más grave. Me refiero a ese conde de mentirijillas. Sabes de él tanto como yo. Konrad Von Glöda. Kolya no tenía intención de facilitarnos el nombre, y ¿sabes por qué?

– Dímelo tú.

– Porque Kolya está haciendo doble juego. En este asunto del robo de armas andan mezclados algunos elementos de la KGB. Así nos lo comunicaron nuestros agentes en Moscú hace varias semanas. Se ha pasado la información a Londres en fecha reciente. Es probable que en su momento recibas un aviso en dicho sentido.

– ¿Cuál es la historia, entonces? -a la sazón era Bond el que se mostraba lacónico, ya que Brad Tirpitz parecía corroborar la teoría que había comentado con Rivke en su habitación.

– Parecida a un cuento de hadas -Tirpitz soltó una risotada-. Los informes de Moscú hablan de que en el seno de la KGB hay un grupo de jerarcas descontentos; forman un grupo muy reducido. Pues bien, ese grupito se ha confabulado con otra facción no menos descontenta del Ejército Rojo.

Según Tirpitz, ambos grupos disidentes entraron en contacto con el núcleo de lo que más tarde emergería como las Tropas de Acción Nacionalsocialista.

– Por supuesto, son unos idealistas -farfulló Tirpitz entre dientes-; unos fanáticos. Gente que conspira dentro de la Unión Soviética para subvertir el ideal comunista mediante un terrorismo de ultraderechas. Ellos fueron los que urdieron el primer robo de armas en Liebre Azul, y les pillaron con las manos en la masa, hasta cierto punto.

– ¿Cuál es ese punto?

– Les descubrieron, pero el hecho no se divulgó. Vienen a constituir una especie de mafia, o lo que somos nosotros, si tanto me apuras. Tu gente cuida por sí misma de sus intereses, ¿no es verdad?

– Siempre que tengan posibilidades de salir adelante.

Bond pinchó un poco de huevo con el tenedor, lo llevó a la boca y tomó una tostada.

– Bien, hasta el momento los pájaros de la plaza Dzerzhinsky han logrado que el oficial que les sorprendió llevándose material del arsenal se mantuviera callado como un muerto. Más aún, al frente de esta operación clandestina conjunta marcha uno de los suyos: Kolya Mosolov.

– ¿Quieres decir que Kolya va a dejarnos en la estacada? -Bond se volvió hacia Tirpitz y le miró cara a cara.

– No sólo eso, sino que su misión consiste en asegurarse de que la próxima remesa de armas salga sin novedad de Liebre Azul. Después se correrá la voz de que el camarada Mosolov encontró la muerte en esos nevados e inhóspitos parajes. Y, luego, ¿adivinas a quién le van a cargar el mochuelo?

– ¿A nosotros? -apuntó Bond.

– Oficialmente, sí, a nosotros, pero en la práctica está previsto que seas tú, amigo Bond. Por supuesto, el cuerpo de Kolya nunca será hallado, en cambio el tuyo sospecho que sí. Claro está que en su momento Kolya resucitará de la tumba. Ya sabes. Otro nombre, otra cara, otra zona de la selva.

Bond asintió vigorosamente con la cabeza.

– Es poco más o menos lo que me imaginaba. No pensaba que Kolya me condujera a la Unión Soviética para presenciar sin más un robo de armas.

Tirpitz sonrió sin ganas.

– Muchacho, al igual que tú, ya no me queda nada por ver. Berlín, la guerra fría, Vietnam, Laos, Camboya. Siempre la eterna canción. Hermano, creo que me necesitas…

– Y yo creo que tú también tienes necesidad de mí… ¿verdad, hermano?

– Eso es. Pero has de jugar a mi modo. Mientras te dedicas a esquiar al otro lado de la frontera, haz lo que te diga, o sea, lo que la Casa quiere que hagamos. Si estás conforme, te cubriré las espaldas y procuraré que todos salgamos enteritos y de una pieza.

– Antes de que te pregunte qué se pide de mí, queda una cuestión importante por aclarar.

Bond dejó de aparentar sorpresa y pasmo. Primero había sido Rivke quien había solicitado con insistencia su ayuda, y ahora Tirpitz. Esta circunstancia daba una dimensión insólita a la Operación Rompehielos. Nadie se fiaba de su vecino de mesa. Todo el mundo quería contar por lo menos con un aliado, el cual, según sospechaba Bond, sería arrojado a una zanja o apuñalado por la espalda a la menor señal de peligro.

– Adelante -incitó Tirpitz. Eso le hizo caer en la cuenta de que se había distraído a causa de unos huéspedes recién llegados que estaban siendo tratados por el personal del hotel como verdaderos príncipes.

– ¿Qué pasa con Rivke? Eso era lo que quería preguntar. ¿Vamos a marginarla como a Kolya?

Tirpitz le miró sorprendido.

– Bond -dijo con voz calmosa-, es posible que sea un agente del Mossad, pero supongo que sabes perfectamente quién es ella. Me refiero a que, sin duda, en Londres te habrán dicho que es…

– La hija insólita de un oficial finlandés que colaboró con los nazis y que todavía figura en la lista de los que tienen la cabeza puesta a precio, ¿no es eso?

– Sí y no -Brad Tirpitz elevó la voz-. Claro está que todos sabemos quién era el hijo de perra de su padre, pero nadie tiene idea de qué lado de la raya está la chica. Ni siquiera los del Mossad. A nosotros nadie nos ha mencionado esa cuestión, pero yo he podido ver su ficha en el Mossad. Te aseguro que ni siquiera ellos saben la verdad.

Bond dijo sin inmutarse:

– Yo diría que es sincera y al completamente leal al servicio secreto israelí.

Tirpitz soltó un leve gruñido de contrariedad.

– Está bien, Bond, sigue creyéndolo así. Pero ¿qué me dices de ese tipejo?

– ¿Qué tipejo?

– Del falso conde Konrad Von Glöda. El instigador del asunto de las armas y, probablemente, de todas las operaciones de las Tropas de Acción. Digo mal, el hombre que casi con toda seguridad maneja todo el cotarro: el Reichsfuhrer Von Glöda.

– ¿De veras?

– ¿Quieres decir que ninguno de los tuyos te puso al corriente?

Bond se encogió de hombros. M había sido bastante preciso y le había dado toda clase de datos, pero también había recalcado que en el caso del misterioso conde Von Glöda había algunos puntos un tanto confusos, aún no comprobados. Su jefe, siendo como era un rigorista, se negaba a dar como cierto lo que sólo tenía visos de probabilidad.