– Chico, no tienes ni idea de lo que pasa -los ojos de Brad Tirpitz adquirieron un matiz vidrioso-. El loco y estrambótico papaíto de Rivke Ingber, Oberführer de las SS, Aarne Tudeer, es también el Papá Noel de este cuento. En fin, que Aarne Tudeer y el conde Von Glöda son la misma persona. Un nombre muy apropiado, por cierto.
Bond sorbió un sorbo de café mientras su cerebro trabajaba a velocidad de vértigo. Si Tirpitz le había facilitado una información correcta, Londres ni siquiera había insinuado dicha posibilidad. Todo cuanto M le había comunicado era el nombre, la posibilidad de que fuese el elemento instigador que coordinó e1 robo de material militar y el hecho, casi seguro, de que el conde había dispuesto los puntos de ocultación de las armas desde la frontera soviética a su punto final de destino. Pero no se habló de que el conde Von Glöda fuese Tudeer.
– ¿Estás seguro de lo que dices? -Bond simulaba la misma actitud imperturbable.
– Tan seguro como que la noche sigue al día, cosa que por lo demás sucede con rapidez en estos pagos.
Tirpitz se interrumpió repentinamente y sus ojos se pasearon por el comedor hasta detenerse en la pareja que tantas atenciones mereció a su llegada.
– Bueno, ¿qué sabes en definitiva? -el surco de las comisuras de la boca de Tirpitz pareció acentuarse-. Echa una ojeada, Bond. Ahí tienes a nuestro hombre en persona. El conde Von Glöda, acompañado de su esposa, conocida simplemente como «la condesa» -bebió un trago de café-. Dije antes que el nombre me parecía muy apropiado. En sueco, Glöda significa «resplandor». En Langley le bautizamos con el nombre clave de Luciérnaga. Brilla con el fulgor de la plata que salvaron los nazis y con la que ahora debe embolsarse al frente de las Tropas de Acción. Es, también, un gusano en el peor sentido del término y yo mismo en persona me encargaré de capturar a ese bichejo.
Era innegable que la pareja formada por ambos personajes translucía un aire de distinción. Cuando hicieron su entrada Bond reparó en los costosos abrigos de pieles que llevaban, y a la sazón permanecían sentados como si fuesen los dueños de Laponia, con la actitud y la pose de unos príncipes renacentistas.
Konrad Von Glöda era de elevada estatura, musculoso, y se mantenía erguido como una vara. Por otra parte, su aspecto resultaba engañoso por lo que respecta a la edad. Lo mismo se le podían atribuir cincuenta y pico que tenerle por un hombre de setenta años espléndidamente conservado. Y es que aquella piel tersa y bronceada, el rostro y la estructura ósea, no facilitaban la tarea. Lucía una abundante cabellera de tonos argénteos y al dirigirse a la condesa se recostaba en el sillón mientras su mano subrayaba con gestos sus palabras y la otra permanecía apoyada con regia soltura en el brazo del sillón. El rostro atezado, rebosante de salud traslucía una vitalidad que en nada desmerecía de la que pudiera tener un joven ejecutivo. En cuanto a su porte, poco más había que añadir, desde los fulgurantes ojos grises hasta el mentón prominente y la arrogante inclinación de la cabeza. Sí, era un hombre con el que había que contar. «Resplandor» era el término que mejor cuadraba a la idiosincrasia del falso conde.
– Toda una estrella, ¿eh? -interpeló Tirpitz.
Bond afirmó con un seco movimiento de cabeza. Bastaba con echar un vistazo al personaje para reconocer que poseía esa cualidad excepcional que le llaman carisma.
También la condesa se comportaba con el aire de una persona que se sabe en posesión de los medios y la capacidad para conseguir o tomar lo que se propone. Pese a la imposibilidad de dilucidar la edad del conde, resultaba evidente que era mucho más joven, y todo en ella denotaba que se sabía consciente de sus atributos físicos, estéticos y corporales. Ahora mismo, sentada a la mesa mientras tomaba el desayuno, producía la impresión de ser una mujer para quien el deporte y el ejercicio físico fuesen algo consustancial a su persona. Bond se dijo que en el marco de sus actividades «deportivas», se contaba sin duda el más antiguo de los ejercicios corporales, pues la suave tez, los cabellos negros recogidos hacia atrás en ondulados pliegues y las facciones de reminiscencias clásicas desgranaban poemas de efervescente sexualidad.
Mientras Bond atisbaba a la pareja, un camarero se acercó con paso precipitado e inclinándose hacia él preguntó:
– ¿El señor Bond?
El superagente hizo un gesto afirmativo.
Le llaman por teléfono, señor. La cabina está junto al mostrador de recepción. Es de parte de una tal señorita Paula Vacker.
Bond se puso en pie con presteza y pudo observar que Brad Tirpitz le miraba con un dejo de ironía.
– ¿Problemas a la vista, Bond? -la voz de Tirpitz parecía menos áspera, pero Bond no quiso proyectar al exterior sus emociones. Brad el Malo, pensó, merecía ser tratado con la misma cautela que una serpiente de cascabel.
– Nada especial. Una llamada de Helsinki.
Se encaminó hacia el teléfono, extrañado de que Paula hubiera logrado dar con su paradero.
Al pasar junto a la mesa de Von Glöda, Bond se permitió mirarlos sin recato, aunque aparentando indiferencia. El conde hizo lo propio, y las miradas de los dos hombres se entrecruzaron, si bien en los ojos del falso aristócrata palpitaba una maldad casi tangible y un odio que Bond pudo percibir incluso cuando ya había dejado atrás a la pareja, como si los penetrantes ojos grises le perforasen la espalda.
La recepcionista le indicó con la cabeza una pequeña cabina telefónica con la puerta entreabierta. Bond se plantó en ella en dos zancadas y levantando el auricular habló sin demora.
– ¿Paula?
– Un momento -era la voz de la telefonista. Oyó un clic y tuvo la clásica sensación de alguien que se hallaba, lejano, al otro extremo del hilo.
– ¿Paula? -repitió.
Si le hubieran conminado a responder en aquel momento, Bond seguramente no se habría atrevido a jurar que aquélla era la voz de Paula, aunque sí existía un noventa por ciento de posibilidades de que fuera su amiga. La comunicación, cosa rara en las líneas telefónicas finesas, era deficiente. La voz parecía hueca, como procedente de una cámara de resonancias.
– James -dijo la voz-. Calculo que puede suceder de un momento a otro. Despídete de Anni.
Siguió una larga carcajada medio fantasmal, que disminuyó lentamente su intensidad, como si Paula retirara el auricular muy despacio, de forma intencionada, para luego colgarlo en la horquilla.
Bond enarcó la ceja y en su interior sintió una desazón que crecía por momentos.
– ¿Paula? ¿Eres tú…? -guardó silencio, sabedor de que no valía la pena hablarle a un aparato desconectado. «Despídete de Anni…» ¿Pero que demonios sucedía? De repente cayó en la cuenta. Rivke se hallaba en la pista de esquí. ¿O ni siquiera había tenido tiempo de alcanzarla? El superagente se precipitó hacia la puerta principal del hotel.
En el momento en que alargaba el brazo para asir la manija sonó a sus espaldas una voz incisiva.
– Ni lo suenes, Bond. No puedes salir vestido así -era Brad Tirpitz-. Te helarías en menos de cinco minutos. La temperatura está muy por debajo de cero.
– Brad, consígueme rápido algo de ropa.
– Ve por la tuya. ¿Qué diablos ocurre? -Tirpitz hizo ademán de dirigirse al guardarropa contiguo a la recepción.
– Más tarde te lo contaré. Rivke está fuera, en la pista de esquí, y tengo la corazonada de que corre peligro.
Bond pensó que tal vez Rivke no había llegado a la pendiente. Paula había dicho: «Calculo que puede suceder de un momento a otro.» Fuera cual fuera el plan, quizá se había consumado ya.
Tirpitz regresó con su equipo en los brazos: botas, gafas protectoras, guantes y chaquetón acolchado.