– Dime lo que sucede y veré lo que puedo hacer -su voz adquirió un tono imperioso-. Ve a buscar tu ropa. A mí me gusta estar prevenido y guardar el equipo de invierno al alcance de la mano -mientras pronunciaba estas palabras se quitó los zapatos de un tirón y se calzó las botas. Estaba claro que no había forma de convencer a Tirpitz.
Bond se volvió hacia la hilera de ascensores a la par que gritaba:
– Si Rivke está en lo alto, hazla bajar y tráela enterita -luego pulsó con fuerza el botón y desapareció en el ascensor.
Una vez en su habitación, Bond tardó menos de tres minutos en ponerse la ropa de invierno. Mientras se cambiaba no cesaba de escudriñar por la ventana hacia el telesilla y la zona de esquí. Todo parecía estar dentro de la más absoluta normalidad, y así seguían las cosas cuando llegó a las instalaciones del telesilla. Habían transcurrido poco más de seis minutos desde que iniciara aquella maratón.
La mayoría de la gente empezaba a regresar al hotel, pues había pasado el tiempo ideal para practicar el esquí. Descubrió a Brad Tirpitz junto a la ventanilla de la estación de telesquí, acompañado de otras dos personas.
– ¿Qué hay de nuevo? -preguntó Bond.
– He dicho que telefonearan a los de arriba. La chica figura en la lista. Ahora mismo está en la pista de descenso. Viste un traje color carmesí. Vamos, Bond, cuéntame de una vez lo que ocurre. ¿Guarda relación con la misión?
– Luego -Bond estiró el cuello y entrecerró los ojos protegidos por las gafas, la mirada dirigida hacia la parte alta de la montaña para tratar de localizar a la muchacha.
La pendiente principal descendía por el saliente, poco profundo, de la montaña formando una serie de escalones que se prolongaban a lo largo de un kilómetro y medio. La parte superior quedaba oculta a la vista, pero la pendiente era bastante pronunciada, ancha y sinuosa; en ocasiones la pista discurría por entre los abetos y el terreno se equilibraba hasta parecer casi llano, mientras en otros puntos del trazado, después de los tramos fáciles, la pista se quebraba en curvas de inclinada pendiente.
El último medio kilómetro era una pista den entrenamiento que discurría larga, recta y suave hasta el final. Dos muchachos con atuendo negro y gorros de lana de franjas blancas estaban culminando con pericia lo que sin duda había sido una vertiginosa carrera desde la cima. Ambos ponían una nota llamativa con sus exclamaciones, risas y contorsiones, alborotando a placer.
– Ahí la tienes -Brad le pasó los prismáticos con los que había estado escudriñando la última recta de descenso-. Traje carmesí.
Bond enfocó a su vez. Sin duda Rivke era una magnífica esquiadora. Se deslizó ladeándose y atravesó un tramo de mucha pendiente y luego enfiló en línea recta, reduciendo velocidad conforme la pendiente se iba suavizando. Después aceleró un poco para remontar un montículo y se situó en la línea de descenso directo que formaba el largo tramo final.
Apenas entró en línea -a menos de quinientos metros de donde ellos se encontraban-, pareció que la nieve rompía a hervir a uno y otro lado y una gran polvareda blanca se levantó a sus espaldas. De repente, en el centro de aquella florescencia nívea se produjo un estampido, y una llamarada, roja primero y blanca después, relampagueó hacia lo alto.
El sordo retumbar de la explosión llegó a los oídos de los dos hombres una fracción de segundo después de que Bond viera voltear en el aire el cuerpo de Rivke, proyectado por la fuerza del impacto que arrancó la polvareda de nieve.
9. El lanzacabos
Bond sintió que se le retorcían las tripas de horror e impotencia cuando, a través de las gafas protectoras, presenció el espectáculo de la masa de nieve lanzada hacia lo alto. La figura de color carmesí, lanzada al aire como una muñeca de trapo, desapareció entre la nubecilla de blanco algodón, al tiempo que los contados testigos que se hallaban junto a Tirpitz y Bond se arrojaban al suelo como si intentaran protegerse de un fuego de mortero.
Brad Tirpitz, al igual que Bond, permaneció de pie. Lo único que hizo el norteamericano fue recobrar los prismáticos y llevarse los protectores de goma a los ojos.
– Allí está, me parece que inconsciente -Tirpitz hablaba como pudiera hacerlo un observador de tiro en campaña, presto a reclamar la intervención de la aviación o a marcar el objetivo a la artillería-. Sí, boca arriba, medio sepultada en la nieve, a unos noventa metros de donde ocurrió la explosión.
Bond le arrebató los gemelos para comprobar lo que había dicho su compañero. La nieve empezaba a asentarse y pudo avizorar con claridad a la muchacha, que estaba tumbada con las piernas y los brazos extendidos.
Una voz informó a sus espaldas:
– La dirección del hotel ha llamado a la policía. Acudirán enseguida, pero cualquier equipo de rescate tendrá dificultades para llegar con rapidez hasta allí. La nieve está demasiado blanda. Tendrán que avisar a un helicóptero.
Bond se dio la vuelta. Ante él, también provisto de unos prismáticos, se hallaba Kolya Mosolov.
En los pocos segundos que siguieron a la explosión, la mente de Bond trabajó con febril actividad. La llamada telefónica de Paula, en el supuesto de que fuese ella, venía a corroborar buena parte de lo que Rivke le había confiado, fortaleciendo a la vez las primeras deducciones de Bond. Era innegable que Paula Vacker desbordaba el papel que el superagente le había asignado hasta el momento. Primero le había tendido una trampa en su piso a raíz de la primera estancia de Bond en Helsinki. De algún modo estaba enterada de la aventura nocturna con Rivke y también había dispuesto para ella una celada mortífera. Más aún, Paula había perpetrado el suceso en la pista de esquí con una precisión increíble. Sabía dónde estaba Bond, donde estaba Rivke y el acuerdo al que habían llegado. Eso sólo podía significar una cosa, y era que Paula disponía de algún acceso a los cuatro miembros de la Operación Rompehielos.
Bond salió de su ensimismamiento.
– ¿Qué te parece?
Se volvió rápidamente hacia Kolya y enseguida concentró de nuevo la vista en la ladera.
– Lo he dicho. Hace falta un helicóptero. La parte central de la pista está dura, pero Rivke está hundida en un sector de nieve blanda. Si queremos proceder con rapidez ha de ser con la ayuda de un helicóptero.
– No me refería a eso -replicó Bond con brusquedad-. ¿Qué ha ocurrido en tu opinión?
Kolya se encogió de hombros, enfundados en gruesas prendas de invierno.
Yo diría que se trata de una mina terrestre. Por estos parajes todavía las hay. Tal vez de los días de la guerra de invierno ruso-finlandesa, o de la segunda guerra mundial, y hasta es posible que de fecha posterior. También hay que contar con que, a veces, al inicio del invierno, las ventiscas y tormentas las mueven de sitio. Sí, creo que ha sido una mina.
– ¿Qué pensarías si te dijese que me avisaron?
– En efecto -corroboró Brad, con los binoculares todavía fijos en los destellos rojizos que la luz arrancaba del cuerpo de Rivke-. Bond recibió una llamada telefónica o algo parecido.
Kolya se mostró indiferente.
– Ah, tendremos que hablar de eso. ¿Pero dónde diablos están la policía y el helicóptero?
Como si hubiera oído sus palabras, un Saab Finlandia llegó a la zona de aparcamiento resbalando sobre las ruedas, a sólo unos pasos de donde se hallaban Kolya, Tirpitz y Bond.
Se abrieron las portezuelas y salieron un par de agentes uniformados. Kolya se les acercó de inmediato y les habló en finlandés, con la naturalidad de un nativo. Hubo algunas gesticulaciones un tanto fuera de lo corriente y Kolya regresó junto a Bond profiriendo un juramento obsceno en ruso.
– El helicóptero tardará por lo menos media hora en llegar -parecía muy irritado-. Y lo mismo el grupo de rescate.
– En tal caso tendremos que…
Brad Tirpitz le interrumpió con vehemencia.