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– ¿De parte de quién?

– Me llamo Bond. James Bond.

– No se retire, señor Bond; veré si la señorita Vacker puede ponerse al aparato.

Una pausa y enseguida llegó a sus oídos el click del teléfono y el timbre de una voz que se le antojaba muy familiar.

– ¿James? ¿Desde dónde llamas, James?

El acento de la joven apenas si traslucía el tono cantarín del habla de los países escandinavos.

Bond dijo que estaba en el Intercontinental.

– ¿Estás aquí, en Helsinki? -la voz de la chica no ocultaba el placer que le producía la noticia.

– Sí, en Helsinki -remachó Bond-. A menos que las líneas aéreas de tu tierra se hayan equivocado de lugar.

– Finnair es como las palomas mensajeras -dijo Paula-; pocas veces pierden el rumbo. Menuda sorpresa me has dado. ¿Cómo no me avisaste venías?

– Ni yo mismo tenía la menor idea -dijo Bond-. Un repentino cambio de planes -eso por lo menos era verdad en parte-. Como mi ruta pasaba por Helsinki me dije que sería agradable detenerse aquí. Digamos que fue un antojo.

– ¿Antojo?

– Sí, un capricho, un impulso. ¿Cómo pasar de largo sin ver a esa preciosidad de Paula?

Ella se echó a reír; al fin había dado una buena razón. Bond se la imaginó con la cabeza un poco echada hacia atrás, los labios entreabiertos dejando al descubierto la hermosa dentadura y la lengua fina y rosácea. El apellido de la chica daba a entender que tenía antepasados suecos. Traducido directamente del sueco el nombre de la joven seria Paula Preciosa; un apelativo muy apropiado.

– ¿Tienes la noche libre? -Bond sabía que sin presencia de la joven el tiempo se le haría largo y tedioso.

Paula volvió a reír de aquel modo tan suyo, con un destello de humor en la voz y sin esa estridencia peculiar de que hacen gala algunas profesionales de postín.

– Tratándose de ti, James, siempre estoy libre, pero nunca rendida a tus pies.

Se trataba de una broma que databa ya de antiguo y que se le ocurrió al propio Bond. En su día tuvo una buena razón de ser.

Se habían conocido en Londres hacía unos cinco años. Todo aconteció en esa primavera londinense que confiere a las secretarias el aire de que van muy a gusto a su trabajo, una época del año en que el césped de los parques se adorna con la alfombra amarillenta de los parterres de narcisos.

Los días empezaban a prolongar su claridad y el Ministerio de Asuntos Exteriores bullía de actividad. El departamento se disponía a engrasar las ruedas del comercio internacional, y Bond se encontraba destacado en la capital en misión de vigilancia. Lo cierto es que se habían suscitado algunas discusiones, ya que la seguridad interna era competencia del MI5, no de la sección de Bond. El Foreign Office, que patrocinaba la velada, se salió por fin con la suya. A regañadientes, el Grupo «Cinco» se avino a las presiones de los diplomáticos, pero dejó bien sentado que mandaría también a un par de agentes.

Visto desde el lado profesional, la fiesta era de lo más anodina; pero con Paula de por medio las cosas tomaban otro cariz.

No es que Bond la descubriera por casualidad entre la nutrida concurrencia. Es que era imposible no fijarse en ella. Parecía que fuese la única mujer invitada a la fiesta, cosa que molestaba profundamente a las restantes féminas, sobre todo a las más veteranas y a ese espécimen de mujer fatal que siempre ronda en las veladas que auspicia el Foreign Office.

Llevaba puesto un traje de noche blanco. El bronceado de la piel era natural; su tez, fascinante, habría acabado con las casas de cosmética, pues no necesitaba de retoques. La rubia y abundante cabellera caía sobre sus hombros inmune al más furioso vendaval. Por si fuera poco, poseía una silueta esbelta, porte sensual, ojos veteados de gris y unos labios hechos para el amor.

Al principio Bond la escrutó con aire más bien profesional y se dijo qué magnífico «gancho» sería en cualquier lugar, sobre todo en Finlandia, donde al parecer no los había en abundancia. Permaneció un buen rato mirándola a distancia hasta cerciorarse de que no llevaba acompañante. Luego avanzó a su encuentro y se presentó a sí mismo diciéndole que el ministro le había encargado que cuidara de ella. Dos años más tarde, hallándose ambos en Roma, Paula le confesó que el ministro había intentado seduciría a primera hora de la noche, antes de que su esposa llegara a la recepción.

El caso era que había ido a pasar una semana en Londres. Aquella primera noche, ya tarde, Bond la llevó a cenar al Ritz. La joven comentó que el ambiente le parecía «peculiar». Una vez en su hotel, Paula le dio con toda amabilidad unas calabazas como catedrales.

Bond estrechó el cerco. Primero trató de impresionarla, pero la chica no quería ir al Connaught, ni tampoco al The Inn on the Park, Tiberio, el Dorchester, el Savoy o el Royal Garden Roof. Tomar el té en Brown's le pareció simplemente «divertido». Bond se disponía a recorrer con ella la ruta del Tramps y el Annabelle cuando Paula se decantó por Au Savarin, en Charlotte Street. Fue una elección a iniciativa de la chica. Cuando estaban terminando de cenar, el dueño se acercó y se sentó a la mesa y él y Paula y también Bond en menor grado, intercambiaron anécdotas subidas de tono. El superespía no estaba muy seguro de que fuera un tema a la medida de sus posibilidades.

Se hicieron grandes amigos y descubrieron que tenían aficiones comunes: la navegación a vela, la música de jazz y las obras de Eric Ambler. Hablaron también de otro deporte, y al cabo de cuatro noches lo saborearon con delectación. Bond, reputado por su experiencia en la materia, reconoció que la chica merecía una mención summa cum laude. También ella se mostró dispuesta a otorgarle las más altas calificaciones. De todos modos, Bond no estaba seguro de esto último.

Durante los años que siguieron se mantuvo la amistad y se convirtieron, por decirlo con un eufemismo, en dos «primos carnales» que se llevaban muy bien. A menudo coincidían en lugares tan dispares como Nueva York y el puerto de Dieppe, en Francia. Fue esta localidad, el pasado otoño, donde Bond y la muchacha se vieron por última vez. Ahora, en Helsinki, el superagente iba a tener por vez primera ocasión de verse con Paula en la patria de ella.

– ¿Cenamos juntos? -preguntó él.

– De acuerdo, si me dejas elegir el restaurante.

– ¿Acaso no lo haces siempre?

– ¿Pasarás a recogerme?

– A eso y a otras cosas.

– Conforme. Ven a mi apartamento a las seis y media, ¿te parece? ¿Conoces la dirección?

– Sí, preciosa mía, la llevo grabada en el corazón.

– Eso se lo dices a todas.

– Casi a todas, pero soy sincero. Además, ya sabes que tengo debilidad por las rubias.

– No está bien que te hospedes en el Intercontinental. ¿Por qué no tomaste habitación en el Hesperia? Es más finlandés.

– Porque si pulsas los botones del ascensor te sacuden una descarga eléctrica.

– También en el Intercontinental. Ya sabes, el frío y la calefacción central dan estas sorpresas…

– …y también las alfombras, lo sé. Pero las descargas que recibo aquí son más caras, y como yo no pago la cuenta prefiero que sean descargas de lujo.

– Ten cuidado con lo que tocas. En esta época del año cualquier objeto metálico es conductor de electricidad. Cuidado en el baño, James.

– Me pondré zapatillas con suela de goma.

– No pensaba en tus pies de forma especial. En fin, ¡me alegro tanto de que hayas tenido ese antojo, James! Te espero a las seis y media -la chica colgó el teléfono antes de que él tuviese tiempo de responder con algún mimo.

La temperatura en la calle era de unos veinticinco grados bajo cero. Bond contrajo los músculos y luego se distendió. Tomó la pitillera metálica que tenía sobre la mesita de noche y encendió un cigarrillo, uno de los que preparaba especialmente para él la casa H. Simmons de Burlington Arcade.