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– Se mueve. Ha recuperado el conocimiento y trata de levantarse. No, ha vuelto a caer. Creo que no puede mover las piernas.

Bond preguntó con premura a Kolya si el coche patrulla disponía de un megáfono. De nuevo otro chorro de incomprensible jerga, y Kolya que anunciaba a Bond:

– Si, tienen uno.

Bond echó a correr tan deprisa como se lo permitía el suelo helado, mientras con su mano enguantada abría la cremallera de un bolsillo del anorak y sacaba las llaves del coche.

– Prepáralo -gritó, volviendo la cabeza-. Yo me encargaré de ella. Prepara el megáfono.

Las cerraduras del Saab estaban bien aceitadas y tratadas con anticongelante, de modo que Bond no tuvo dificultad en abrirlo. Desconectó los sensores de la alarma, pasó a la parte de atrás y abriendo el espacioso maletero sacó un par de cazonetes o tensores y el voluminoso tambor del lanzacabos Pains-Wessex. Volvió a conectar la alarma, cerró el coche y regresó a toda prisa al pie de la pista de esquí, donde uno de los policías, que parecía bastante inhibido, sostenía entre las manos un megáfono del tipo Graviner.

– Se ha incorporado a medias, ha agitado el brazo una vez y ha dado a entender que no podía moverse de esa posición -Tirpitz transmitió con voz premiosa esta información, mientras Bond se acercaba a ellos.

– De acuerdo.

Bond tendió la mano, tomó el megáfono del policía, conectó el amplificador con un chasquido y elevó el artefacto hacia la mancha rojiza que constituía el cuerpo de Rivke Ingber. Tuvo la precaución de no tocar con los labios el metal del aparato amplificador.

– Atención, Rivke, si me oyes bien levanta el brazo. Soy James.

La voz, amplificada a diez veces el volumen normal, resonó alrededor del grupo. Bond advirtió el movimiento, y Tirpitz, que vigilaba con los prismáticos, dio cuenta de ello:

– Ha levantado un brazo.

Bond se aseguró de que el megáfono estaba orientado en línea recta hacia donde se encontraba Rivke.

– Rivke, voy a lanzarte una cuerda. No te asustes. Va propulsada por un cohete que pasará bastante cerca de ti. Indícame que has comprendido.

La chica volvió a elevar el brazo.

– ¿Te ves con fuerza para atarte la cuerda al cuerpo, bajo los brazos, cuando tengas el cabo a tu alcance?

Otra señal afirmativa.

– En tal caso, ¿crees que podemos tirar de ti con cuidado?

Gesto afirmativo.

– Si no resulta viable o si te duele mucho mientras te arrastramos, indícalo levantado los dos brazos. ¿Comprendes lo que digo?

Una vez más la muchacha asintió con el brazo.

– Conforme.

Bond se volvió hacia el grupo y les indicó lo que tenían que hacer.

El lanzacabos en cuestión es un artefacto que constituye un todo autónomo, mecanismo de propulsión incluido; su apariencia es la de un voluminoso tambor cilíndrico provisto de un asa portadora y un dispositivo de disparo en la parte superior. Sin lugar a dudas es el lanzacabos más eficaz construido hasta la fecha.

Bond quitó la tapa protectora de plástico, encajada en la delantera del cilindro, y dejó al descubierto el cohete, bien afianzado en el centro del tambor, así como los doscientos setenta y cinco metros de cuerda enrollada, fácilmente deslizable, que ocupaba casi todo el espacio útil. Desenganchó el extremo de la cuerda y dio instrucciones para que lo sujetaran con fuerza en el parachoques trasero del Finlandia, a la vez que se situaba casi en línea recta frente a la figura con traje de esquiar color carmesí tendida en lo alto de la pendiente.

Una vez afianzada la cuerda, Bond quitó el pasador detrás del asa portadora y luego colocó la mano en el sujetador anatómico detrás del mecanismo de disparo. Hundió los talones de las botas Mukluk en la nieve y dio cuatro pasos cuesta arriaba. La capa de nieve amontonada en el borde derecho de la amplia pista era blanda y muy profunda, mientras que por el centro formaba una dura costra por la que sólo se podía trepar con ayuda de un equipo especial para adherir el calzado al hielo.

Tras el corto avance la nieve le llegaba a Bond hasta la cintura, pero la posición no era bastante buena para disparar el cabo, cuyo extremo libre corría detrás de él hasta el parachoques del Finlandia.

Preparándose para resistir la sacudida, Bond se desprendió del cilindro y dejó que encontrara su punto de equilibrio. Después de haber adquirido la certeza de que el cohete pasaría por encima del cuerpo de Rivke, apretó el gatillo.

Se oyó el sordo ruido del percutor contra el mecanismo de ignición y, enseguida, el cohete salió impulsado a gran velocidad, dejando tras sí una estela de humo. La cuerda, atada a su extremo, parecía impulsar la aceleración del cohete, al tiempo que describía un gran bucle en lo alto, sobre el paisaje nevado.

El artefacto fue a caer a bastante distancia del cuerpo de la muchacha, pero justo en la trayectoria, hundiéndose en la nieve con un ruido apagado y brusco. Por unos instantes dio la sensación de que la cuerda permanecía, temblorosa, suspendida en el aire, pero enseguida comenzó a caer semejante a una serpiente pardusca, prendida de un punto situado bastante más arriba de donde yacía Rivke.

Bond retrocedió con dificultad a través de la nieve hasta llegar junto al grupo que asistía a la escena y arrancó el megáfono de las manos de uno de los agentes.

– Levanta la mano si puedes acercar la cuerda que tienes encima -una vez más la voz de Bond llenó de ecos las laderas.

Pese a la gélida temperatura del exterior, varios huéspedes se habían acercado al lugar, en tanto podía verse a otros que escrutaban a través de las ventanas del hotel. A lo lejos se oyó el ulular de la sirena de una ambulancia que se aproximaba por momentos.

– Pásame los prismáticos, por favor -Bond hablaba con voz que no admitía réplica. Tirpitz le entregó los binoculares y el superagente ajustó el visor y concentró el foco en la figura de Rivke.

La chica estaba caída en una postura extraña, con la nieve hasta la cintura, si bien a su alrededor el terreno aparecía cubierto por fragmentos de hielo y nieve endurecida. A juzgar por lo poco que pudo ver de su cara, Bond tuvo la sensación de que padecía fuertes dolores. Con gran esfuerzo fue tirando de la cuerda y del extremo de la misma, más arriba de donde yacía tumbada.

La operación de recoger la cuerda se demoró una eternidad. Rivke, con evidente dificultad, herida y aterida de frío, se detenía de vez en cuando a descansar. El simple esfuerzo de tirar de la cuerda hacia ella le resultaba una tarea casi insoportable. A juzgar por lo que veía a través de los prismáticos, Bond hubiera dicho que la cuerda llevaba atado un peso muerto al extremo, tal era la lentitud con que progresaba la muchacha en su empeño para poder salir de su difícil situación.

En ocasiones, Bond la apremiaba, al darse cuenta de que flaqueaba, y su voz, amplificada por el megáfono, llenaba el aire de resonancias.

Finalmente, Rivke alcanzó a recoger toda la cuerda y empezó entonces la pugna por sujetarla al cuerpo.

– Bajo los brazos, Rivke -encareció Bond-. Anúdala y pasa el nudo por la espalda. Avisa cuando estés lista.

Después de un buen rato, la chica levantó las manos.

– Muy bien. Ahora vamos a tirar de ti lo más suavemente que podamos. Te arrastraremos por la nieve blanda, pero si te resulta demasiado penoso no olvides levantar ambos brazos. Preparada, Rivke.

Bond se volvió hacia el grupo, que había procedido ya a desanudar el cabo sujeto al parachoques del Finlandia y a tirar del trozo de cuerda floja hasta que el cabo se tensó al contacto con el cuerpo de Rivke. El cuerpo de la chica empezó a moverse por la pendiente.

Bond había oído llegar la ambulancia, pero ahora, por primera vez, constató su presencia. La unidad de socorro llevaba consigo una dotación médica completa, al frente de la cual estaba un médico joven con barba. El agente británico preguntó a qué lugar pensaban trasladarla, y el médico, que dijo llamarse Simonen, respondió que al pequeño hospital de Salla.