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– Lo que pase después depende ya de la gravedad de las heridas -subrayó, levantando ambas manos en un ademán de incertidumbre.

Transcurrieron casi tres cuartos de hora hasta que Rivke pudo llegar a escasa distancia del grupo. Cuando Bond se acercó a ella pateando furiosamente la nieve, la chica se hallaba medio desvanecida. Con toda suavidad, guió el esfuerzo de los que tiraban del cuerpo y les ayudó a depositarla junto al borde mismo de la pista.

Rivke lanzó un gemido y al acercarse el médico abrió los ojos. Enseguida reconoció a Bond.

– James, ¿qué ha ocurrido? -habló con un hilillo de voz.

– No lo sé, cariño. Creo que sufriste una caída.

Bond sintió que la angustia se le marcaba en el rostro cubierto por las gafas y la bufanda al ver en el semblante de Rivke unas reveladoras manchas blancuzcas, síntoma de congelación.

Al cabo de unos momentos el médico tocó a Bond en el hombro y se lo llevó aparte. Tirpitz y Kolya Mosolov se arrodillaron a su vez junto a la muchacha. El médico habló por lo bajo.

– Fractura de ambas piernas, en un examen superficial -se expresaba en un inglés muy bueno, detalle que Bond ya había captado con ocasión de la primera y breve conversación que sostuvieron-. Congelación parcial, como puede observar usted, e hipotermia en fase avanzada. Tenemos que darnos prisa.

– Procedan con la mayor rapidez posible -Bond sujetó al médico por la manga-. ¿Puedo acudir más tarde al hospital.

– Por supuesto que sí.

Rivke había vuelto a perder el conocimiento. Bond no podía hacer otra cosa que permanecer allí, aturdido, viendo cómo los enfermeros sujetaban con cuidado a la chica en la camilla y la introducían en la ambulancia.

Las imágenes parecieron sobreponerse en su mente: el frío ambiente, el hielo y la nieve, la ambulancia avanzando entre los crujidos de las ruedas hacia la puerta principal de acceso al recinto del hotel, se entremezclaban con la visión de otra escena que fluía de la memoria contra su voluntad. Otra ambulancia; distinta carretera; calor; el coche manchado de sangre, y un policía austríaco que formulaba incesantes preguntas sobre el mortal accidente que había sufrido Tracy. Aquella atroz pesadilla de siempre…, la muerte de la única mujer que había sido su esposa, latente en los más profundos recovecos de su ser.

Como si las dos escenas se hubieran fundido en una sola, oyó a Kolya que decía:

– Tenemos que hablar, James Bond. He de hacerte algunas preguntas. También debemos prepararnos para esta noche. Todo está a punto, pero ahora somos uno menos. Tendremos que modificar un poco los planes.

Bond asintió con la cabeza y se encaminó con paso lento y cansino hacia el hotel. Ya en el vestíbulo acordaron verse a las tres en la habitación de Kolya.

Una vez en la suya, Bond abrió la cartera de mano y manipuló los dispositivos de seguridad que dejaban a la vista el doble fondo y los falsos laterales, todo ello ingeniosamente camuflado en el artilugio de su buena amiga Q, compañera del servicio.

Sacó de uno de los compartimentos laterales una pieza oblonga de color rojo, no mayor que un paquete de cigarrillos. Era el VL-34, conocido como el «protector de la intimidad», a buen seguro uno de los más pequeños y avanzados detectores electrónicos de aparatos de escucha conocidos hasta el momento. Ya la noche de su 1legada Bond había rastreado la estancia sin hallar ningún objeto sospechoso. Pero, dadas las circunstancias, no quería correr riesgos.

Sacó la antena retráctil, conectó el aparatito y empezó a recorrer la habitación. A los pocos segundos, el cuadro de señales se iluminó con una serie de luces y, enseguida, con la antena en dirección al teléfono, destelló una luz amarilla, que señaló sin lugar a dudas la existencia de un transmisor y de micrófono instalados en las proximidades del aparato telefónico.

Después de haber localizado uno de los detectores, Bond prosiguió su minuciosa búsqueda por toda la habitación. Cerca de la radio y del aparato de televisión había un par de pequeñas alarmas, pero la luz de encendido automático no llegó a inmovilizarse. Transcurrido un breve lapso de tiempo, adquirió la certeza de que el único artefacto de escucha que había en la estancia era el ya mencionado del teléfono. Al examinarlo, no tardó en darse cuenta de que constituía una versión modernizada de la vieja y conocida «bobina sin fin», que convierte el teléfono en un transmisor que funciona las veinticuatro horas del día, dondequiera que el operador esté ubicado. Incluso si la persona que escucha está en el otro rincón del planeta, es posible captar no sólo las llamadas telefónicas, sino todo lo que se dice en la habitación donde está el teléfono.

Bond quitó el aparato de escucha, lo llevó al lavabo y lo aplastó con la suela del zapato. Luego lo arrojó al retrete. «Así perecen todos los enemigos del Estado», murmuró con una sonrisa burlona.

Era de suponer que también sus compañeros de misión tenían similares artefactos en sus respectivas habitaciones. Quedaban dos interrogantes por contestar: cómo y cuándo fueron instaladas las escuchas y cómo pudieron actuar con semejante precisión en el atentado contra la vida de Rivke. Paula o quien fuese tuvo que proceder con suma rapidez para disponerlo todo. La otra posibilidad era que el hotel Revontuli estuviese copado por los asesinos, que forma que éstos hubiesen tenido tiempo de preparar las trampas y celadas bastante antes de su llegada.

Sin embargo, para llevar a efecto sus planes, Paula o ese alguien que había organizado los contragolpes tuvo que estar presente en la reunión de Madeira. Puesto que Rivke había quedado malherida, quedaba libre de sospecha. Pero ¿qué pensar de Brad Tirpitz y de Kolya? No tardaría en descubrir qué se traían esos dos entre manos. Si en verdad la misión relacionada con el arsenal soviético de Liebre Azul se llevaba a cabo aquella noche, quizá toda la baraja quedara al descubierto.

Tras desvestirse, se duchó y se puso una ropa más cómoda. Luego se tumbó en la cama y encendió un Simmons. Dio dos o tres chupadas y aplastó el cigarrillo contra el cenicero. Entornó los ojos y cayó en un sueño ligero.

Se despertó con un sobresalto y consultó la hora. Eran casi las tres. Se acercó a la ventana y miró a través de los cristales. Mientras permanecía allí el paisaje nevado pareció cambiar de tonalidad. A medida que el sol descendía, el blanco puro se transformaba en otros tonos. Enseguida se produjo el espléndido fenómeno que las gentes del país denominan «el instante azul», en el que el blanco fulgente de la nieve y el hielo reflejado en el suelo, las rocas, las casas y los árboles adquieren por espacio de uno o dos minutos una coloración verdiazul antes de que caiga la noche.

Llegaría tarde a la entrevista con Kolya y Tirpitz, pero nada podía hacer para evitarlo. Bond se dirigió con presteza al teléfono, libre ya de los aparatos de escucha, y solicitó a la telefonista el número del hospital de Salla. La chica se lo proporcionó rápidamente. El superagente esperó que le dieran comunicación y marcó el número. Al despertar, su primer pensamiento había sido para Rivke.

La recepcionista del hospital hablaba el inglés con fluidez. Bond preguntó por Rivke y le dijeron que esperase un momento. Por fin, la mujer se puso de nuevo al aparato.

– Lo siento, pero aquí no figura ninguna paciente con ese nombre.

– Ha ingresado hace poco -insistió Bond-. Sufrió un accidente en el hotel Reventuli, en la pista de esquí. Hipotermia, congelación en el rostro y fractura de las dos piernas. Ustedes mandaron un médico y una ambulancia… -se interrumpió tratando de recordar el nombre-. Sí, el doctor Simonen.

– Lo lamento, señor. Éste es un centro pequeño y conozco a todos los médicos. Sólo hay cinco y ninguno se llama como usted dice.

– Lleva barba y es un hombre joven. Dijo que podía llamar.

– Perdone, señor, pero debe haber alguna equivocación. Hoy no se ha recibido ninguna llamada de Revontuli pidiendo una ambulancia. Acabo de comprobarlo. Y tampoco ha ingresado ninguna paciente, ni tenemos a un doctor Simonen por aquí. A decir verdad no hay ningún médico joven y con barba. Ojalá lo hubiese.