Kolya subrayó que se desplazarían con los escúters por terreno accidentado y que el trayecto duraría casi toda la noche.
– Tan pronto vi que Rivke iría a parar al hospital… -empezó a explicar de nuevo…
– Lugar en el que no se encuentra -interrumpió Bond.
– …dispuse lo necesario -prosiguió Kolya, haciendo caso omiso de la intromisión de Bond-, ya que para llevar a buen fin la operación se requiere el concurso de cuatro personas. Debemos cruzar la frontera soviética sin ayuda de mis paisanos, por una ruta que sospecho es la que utilizan los vehículos de las Tropas de Acción. La idea era que dos de nosotros se quedaran apostados como señalizadores a lo largo del camino, en tanto que Bond y yo recorreríamos todo el trecho hasta Alakurtii. Según la información de que dispongo el convoy del grupo neofascista llegará, por acuerdo con el oficial que manda Liebre Azul y sus subordinados, hacia las tres de la madrugada.
Cargar los vehículos utilizados por las Tropas de Acción no llevaría más de una hora. Kolya creía que serían anfibios sobre oruga del tipo APC, con toda probabilidad una de las muchas variantes de los carros soviéticos BTR.
– Al parecer lo tienen todo dispuesto. Eso es al menos lo que me han asegurado los míos. Bond y yo filmaremos con un vídeo y tomaremos fotografías, si es necesario mediante el uso de infrarrojos; de todos modos, imagino que habrá una buena iluminación. Liebre Azul está lejísimos, en las antípodas, y nadie va a prestar demasiada atención durante la operación de carga. Será durante el camino cuando irán alertados, mientras se dirijan a la base, y, sobre todo después, a la salida del convoy. Por lo que atañe a Liebre Azul, confío en que todos los reflectores estarán encendidos.
– ¿Y qué pinta Von Glöda en todo esto?
Bond había estado examinando el mapa y los jeroglíficos trazados a lápiz que lo cubrían, y la verdad era que la cosa no parecía tan sencilla. El paso por la zona fronteriza presentaba no pocas dificultades; densos bosques, lagos helados y largos trechos al descubierto, tapizados por la nieve; en fin, un que territorio que en pleno verano presentaba la típica vegetación de la tundra. Pero lo que más le inquietaba eran las zonas boscosas. Sabía por experiencia lo que suponía desplazarse y seguir una pista montado en un escúter por entre las vastas masas negruzcas de pinos y abetos.
Kolya sonrió con cierto aire de complicidad.
– Von Glöda estará allí -manifestó con excesiva lentitud.
El dedo índice de su mano se cernió sobre el mapa y fue a dar en una parte marcada con señales oblongas y cuadraditos. Aquel punto preciso caía dentro de la mismísima frontera finlandesa, un poco más al norte de donde tenían previsto emprender el camino de vuelta.
Bond y Tirpitz se inclinaron hacia delante. El superagente memorizó rápidamente las coordenadas del mapa, en tanto que Kolya seguía con sus explicaciones.
– Tengo la casi absoluta certeza de que el hombre que los tuyos, Brad, apodan «Luciérnaga» estará oculto y a salvo en este lugar, hoy por la noche, y pienso también que el convoy procedente de Liebre Azul tiene su meta en este mismo punto.
– ¿Certeza casi absoluta? -Bond enarcó una ceja con aire inquisitivo y con una mano se apartó un mechón de pelo que le caía sobre la frente-. ¿Por qué? ¿Cómo?
– Mi patria… -no había en su voz el menor asomo de chovinismo ni de xenofobia-. Mi patria presenta algunas ventajas desde un punto de vista geográfico -con un dedo siguió toda la zona circundante de las señales oblongas marcadas en rojo-. Durante las últimas semanas hemos podido establecer una fuerte vigilancia. También nos ha sido de gran utilidad las pesquisas llevadas a cabo por nuestros agentes sobre el terreno -prosiguió diciendo lo que todos los allí presentes debían saber ya: que en aquel sector fronterizo aún quedaban en pie gran número de casamatas y fortificaciones medio derruidas-. En muchos países europeos, en Francia por ejemplo, y también en Inglaterra todavía pueden verse defensas y construcciones del tiempo de la guerra. Muchas de ellas permanecer intactas pero no pueden aprovecharse, pues aunque las paredes exteriores se mantengan en pie, el interior está en ruinas o desmoronado. Por ello supongo que les será fácil imaginar cuántas fortificaciones y búnkers se construyeron en estos parajes durante la Guerra de Invierno y, más tarde, a raíz de la invasión alemana.
– Puedo dar testimonio de eso -Bond sonrió como si pretendiera dar a entender a Kolya que aquella parte del planeta no le era del todo desconocida.
– También los míos saben cómo es la cosa -Tirpitz no quería ser menos.
– Ah -la exclamación de Kolya podía hacer las veces de una sonrisa de condescendencia.
Se hizo un largo silencio.
Luego Kolya asintió con la cabeza, y aquella extraña facilidad para cambiar súbitamente la expresión del rostro le confirió una aire de solemnidad y cordura.
– Cuando fuimos alertados acerca de lo que estaba ocurriendo en Liebre Azul, nuestros departamentos de servicios especiales recibieron instrucciones concretas. Aviones capaces de volar a gran altura y satélites orbitales fueron adscritos a misiones de reconocimiento en distintos puntos hasta entonces exentos de vigilancia, y el resultado fue esto que tengo en las manos.
Pasó la mano por debajo del mapa y sacó una pequeña carpeta de plástico, de la que extrajo una serie de fotografías que entregó a sus dos interlocutores. Algunas de ellas respondían a la clásica foto tomada por un avión de reconocimiento, probablemente los aparatos soviéticos tipo Mandrake, Mongrove o Brewer-D, todos ellos idóneos para misiones de este género. A pesar de tratarse de documentos gráficos en blanco y negro se observaba con claridad la remoción de tierras que había tenido lugar en vastas superficies. Se habían tomado ya bien entrado el verano o, quizás, a principios de otoño, antes de las primeras nevadas, y en casi todas ellas se veía sin lugar a dudas lo que parecían ser entradas a fortificaciones de hormigón armado.
Las restantes fotografías eran de una especie con la que tanto Tirpitz como Bond estaban familiarizados: imágenes enviadas por satélites orbitales de reconocimiento, captadas a muchos kilómetros de altura de la tierra mediante diversidad de cámaras y objetivos. Las más interesantes eran las que mostraban, en vivos colores, los cambios de la estructura geológica.
– Echamos a volar uno de nuestros Cosmos del servicio de inteligencia del ejército. Buen trabajo, ¿verdad?
Los ojos de Bond se movían con rapidez de las fotos de los satélites a los pequeños dibujos en el mapa. La mayoría de ellas habían sido agrandadas con lentes de aumento y luego ampliadas a buen tamaño; se apreciaban con claridad el movimiento de tierras y las obras de excavación. La densidad y los colores dejaban traslucir sin asomo de duda que eran construcciones hechas a conciencia, con abundante uso de cemento y hierro. También se apreciaba la existencia de una simetría, señal inequívoca de que las obras subterráneas eran de gran envergadura y constituían un conjunto coherente.
– Pero aún tengo algo más que las fotografías -prosiguió diciendo Kolya. Sacó otra carpeta de plástico que contenía planos horizontales y planos alzados de lo que no podía ser otra cosa que un gigantesco búnker-. Las imágenes enviadas por los satélites nos pusieron sobre aviso y enviamos a nuestros agentes a inspeccionar sobre el terreno. Además, disponíamos de uno o dos mapas de la zona, muy reveladores, que se remontaban a la Guerra de Invierno y que también se utilizaron con posterioridad. A finales de los años treinta, los ingenieros militares finlandeses construyeron exactamente en este punto un enorme depósito subterráneo de armas, con capacidad para albergar por lo menos diez tanques, así como las municiones y piezas de recambio. La entrada principal era muy grande…, aquí -señaló a la vez las fotos y el esquema planigráfico-. Nuestros hombres y los archivos documentales vinieron a corroborar que en la práctica el búnker nunca llegó a utilizarse. Sin embargo, hará cosa de un par de años recibimos informes que hablaban de una gran actividad en toda la zona durante el verano: brigadas de obreros de la construcción, maquinaria pesada y todos los accesorios que conllevan las obras de gran envergadura. Se trata sin ningún género de dudas del cubil de Von Glöda -con el dedo empezó a señalar los trazos marcados en el mapa-. Como podréis observar, la primitiva entrada fue reconstruida y cerrada herméticamente; en fin, un escondrijo lo bastante espacioso para contener vehículos y, abajo, amplias instalaciones para almacenamiento.