El cúmulo de pruebas era obvio y convincente. El conjunto parecía realmente grande, dividido en dos secciones, una destinada a parque móvil y almacenes y otra a vivienda, constituida por un laberinto de cubículos, con capacidad suficiente para que trescientas personas por lo menos pudieran habitar allí durante el año.
El acceso principal se encontraba situado en línea parale1a a otra entrada más pequeña, ambas provistas de una rampa independiente que se adentraba hasta unos trescientos metros en las entrañas de la tierra, a una profundidad suficiente, como dijo Tirpitz «para sepultar un montón de cadáveres».
– Nosotros pensamos que aquí están «sepultados» todos, del primero al último -Kolya no mostró el menor asomo de ironía-. Mi opinión personal es que nos hallamos ante el cuartel general y puesto de mando de las Tropas de Acción. El lugar se construyó también como punto vital de estacionamiento de los convoyes de armas y municiones robadas de los arsenales y depósitos del Ejército Rojo. En una palabra, estoy convencido de que el búnker remozado es el núcleo del grupo neonazi.
Tirpitz miró a Kolya con un cinismo que casi podía palparse.
– Así que todo lo que tenemos que hacer es sacar unas bonitas fotos de tus soldaditos en trance de traicionar a la patria, seguir luego al convoy hasta aquí -señaló un mapa- y meternos en el búnker, su precioso y acogedor Palacio de Hielo.
– Ni más ni menos.
– Y eso a cargo de tres personas. Supongo que yo plantado como una valía en la frontera, donde cualquier loco pueda cazarme como a una liebre.
– No, si eres tan bueno como me han dicho -Kolya le devolvió la ironía-. En lo que a mí concierne me he tomado la libertad de reclamar los servicios de un camarada, y ello por la sencilla razón de que existen dos pasos fronterizos -indicó otra línea que discurría más al norte de la ruta que en principio debían seguir él y Bond, y argumentó sobre la conveniencia de tener vigilados ambos puntos-. Esta misión hubiera correspondido a Rivke, para prevenir riesgos. Ahora necesitábamos una reserva, y ya lo tengo.
Bond permaneció pensativo durante un rato, luego dijo:
– Kolya, quisiera hacerte una pregunta.
– Adelante -el soviético alzó la cabeza hacia él y le miró de manera abierta y franca.
– Si las cosas salen según lo previsto, es decir, si obtenemos las pruebas y le seguimos la pista al convoy hasta el búnker que dices está situado aquí -Bond puso el dedo en el mapa-, cuando hayamos cubierto el objetivo, ¿cuál es el siguiente paso?
Kolya ni siquiera se detuvo a pensar la respuesta.
– Una vez tengamos la certeza de que contamos con las pruebas precisas, caben dos alternativas. Informar a nuestros respectivos departamentos o, si la situación es propicia, terminamos la tarea nosotros mismos.
Bond se abstuvo de formular más preguntas. Las palabras de Kolya presuponían un interesante final de partida. En el caso de que se viera implicado un complot o añagaza tendida por la KGB o el Ejército Rojo, el método de «terminar la tarea nosotros mismos» le parecía excelente para encubrir y enterrar el asunto para siempre, y con más motivo todavía – calculó Bond- si Kolya Mosolov pretendía impedir el retorno de él y de Tirpitz. Por lo demás, si la hipótesis del complot tenía algún fundamento, el Alto Mando de las Tropas de Acción Nacionalsocialista quizá hubiera iniciado ya un cambio de sede y decidido buscar refugio en otro búnker.
Siguieron hablando y se ocuparon de los detalles: el lugar donde estaban escondidos los escúters, tipo de cámaras que iban a utilizarse, el punto exacto donde Tirpitz debía apostarse y la posición del agente reclutado por Kolya, aludido sólo con el seudónimo de «mujik», como uno de los paupérrimos campesinos esclavizados por las leyes de la Rusia zarista.
Tras una hora poco más o menos de apretada conversación, Kolya entregó sendos mapas a Tirpitz ya al superagente británico. Abarcaban la zona de referencia, poseían las excelencias cartográficas que cabe esperar en este tipo de mapas y tenían, marcadas con lápiz fino, las rutas fronterizas, así como la ubicación de la base Liebre Azul y la misma serie de figuras oblongas que señalizaban el conglomerado subterráneo de lo que habían coincidido en denominar el «Palacio de Hielo».
Sincronizaron sus relojes. Tenían que encontrarse a medianoche en el punto de la cita, lo que significaba que deberían salir del hotel por separado entre las 11.30 y las 11.40.
Bond regresó a su habitación y abrió la puerta sin hacer ruido. Sacó el detector y rastreó de nuevo la estancia. Quedaban muy lejos los días en que uno podía vigilar su habitáculo dejando diminutos fragmentos de fósforos de madera en la puerta o entremetidos en los marcos de los cajones. En los buenos tiempos, pensó el superagente, una pequeña torunda de algodón hacía auténticos milagros, pero a la sazón, con tanto miniaparato de escucha electrónica, la vida se había vuelto más complicada y mucho más difícil de sobrellevar.
Otra vez los espías habían aprovechado su ausencia con motivo de la reunión para instalar artilugios. En esta ocasión no se contentaron con acoplar una bobina automática en el teléfono, sino todo un soporte de adminículos de escucha. Uno detrás del espejo del baño, otro diestramente colocado y recosido en los cortinajes, un tercero, en fin, camuflado en forma de botón que los intrusos habían metido en la pequeña madeja con hilos y agujas de coser que contenía una de las fundas de la carpeta con papel y sobre de cartas del hotel. Por último, Bond halló un adminículo dispuesto ingeniosamente dentro de una bombilla nueva, junto a la cama.
Bond realizó por tres veces consecutivas la operación de rastreo. Los que habían colocado aquellos aparatos no eran unos aficionados. Mientras destruía los diversos artilugios se preguntó si el que habían acoplado al teléfono tenía por objeto despistarle, con la esperanza de que, una vez localizado, cesara en la búsqueda.
Cuando se hubo asegurado de que podía proceder sin temor, Bond desplegó el mapa. Antes sacó de la cartera una brújula de las usadas en el ejército y que tenía intención de llevar consigo durante la operación nocturna. Valiéndose de las finas hojas de un pequeño cuaderno de notas y de una tarjeta de crédito a modo de tiralíneas, Bond empezó a hacer cálculos y a transportar las rutas mezcladas en el mapa, efectuando anotaciones de los rumbos exactos que debían seguir para cruzar la frontera y localizar Liebre Azul; luego hizo lo propio, determinando las marcaciones, con respecto a la ruta de acceso al recinto y la que partía en dirección opuesta.
También tuvo la precaución de comprobar los ángulos y marcaciones que conducían al Palacio de Hielo. Durante todo ese tiempo que estuvo trabajando sobre el mapa, James Bond se sentía intranquilo. Era una sensación que había experimentado más de una vez desde la reunión del grupo de Madeira. Por otra parte, sabía cuál era la causa esencial de esa desazón. De vez en cuando James Bond había trabajado en colaboración con otro compañero del servicio o con un departamento conexo. Pero a la sazón se veía obligado a desenvolverse en el seno de un equipo, y el superagente no era hombre de grupo, sobre todo si dentro del mismo se daban una serie de elementos que inspiraban muy poca confianza.