Posó los ojos en el mapa como en busca de un indicio y, de repente, sin pretenderlo, la respuesta le vino a la mente.
Arrancó una de las hojas del cuadernillo y la colocó con sumo cuidado sobre las señales del Palacio de Hielo. Con idéntica minuciosidad, trasladó al fino papel los trazos a lápiz del mapa que indicaban la superficie interior del búnker subterráneo, y a continuación añadió los detalles topográficos del área. Una vez completado el calco, Bond deslizó el papelillo hacia el nordeste, sobre el mapa, cubriendo aproximadamente un espacio equivalente a quince kilómetros.
El movimiento transversal desplazó el Palacio de Hielo al otro lado de la frontera, en territorio soviético. Pero la cosa no paraba ahí, sino que los accidentes topográficos coincidían exactamente con las curvas de nivel circundantes, las zonas boscosas y las líneas sinuosas que significaban el curso de los ríos en verano. En general, la topografía era muy similar, pero aquello resultaba de lo más extraño. O bien los mapas habían sido impresos expresamente para la ocasión o bien había dos emplazamientos -uno a cada lado de la frontera- que coincidían con gran exactitud en cuanto a las características del terreno.
Con el mismo cuidado, Bond dibujó sobre su mapa la posible ubicación alternativa del Palacio de Hielo. Luego efectuó una o dos marcaciones más. Era muy posible que el cuartel general de Von Glöda y el primer punto de estacionamiento del convoy que transportaba las armas no radicara en Finlandia, sino todavía en territorio fronterizo soviético. Aun teniendo en cuenta la similitud del paisaje en toda la región comprendida en el mapa, resultaba una coincidencia muy extraña que hubiera dos emplazamientos situados a quince kilómetros uno del otro prácticamente idénticos.
También le llamó la atención como se orientaban las dos entradas principales al búnker del Palacio de Hielo. Ambas estaban encaradas hacia territorio ruso. Si realmente la fortificación estaba en el lado soviético de la frontera, debía tener en cuenta que esta zona había pertenecido antaño a Finlandia, antes de la gran conflagración que fue la Guerra de Invierno de 1939-1940. En cualquier caso, era muy extraño que los accesos a las defensas originales se orientaran hacia la parte rusa, particularmente si los búnkers fueron construidos antes de la guerra de 1939; pero no era tan extraño, si se construyeron una vez firmada la paz, cuando extensos territorios (incluida buena parte de esa zona) pasaron a manos de la Unión Soviética tras la rendición de Finlandia el 13 de marzo de 1940.
A los ojos de Bond resultaba perfectamente posible que el Palacio de Hielo fuera excavado en su día por los soviéticos. Si realmente albergaba a la plana mayor del grupo neonazi que trataban de desarticular, ello suponía dos cosas. En primer lugar que el líder de las Tropas de Acción era un terrorista más inteligente y osado de lo que Bond había supuesto, y, en segundo lugar, que la coerción y conspiración en el seno del servicio de operaciones especiales del Ejército Rojo y de la KGB tenía más alcance e implicaciones de las supuestas en principio.
Lo que Bond tenía que hacer ahora era encontrar la forma de enviar un mensaje a M. Técnicamente hablando, no tenía más que tomar el teléfono y llamar a Londres. Sin embargo, aunque no quedasen ya aparatos de escucha electrónica, ¿quién podía asegurarle que las llamadas no estuviesen intervenidas a través de la centralita?
Sin perder más tiempo del necesario, Bond memorizó los rumbos y las coordenadas del mapa, valiéndose de una técnica de retención de datos que venía practicando intensamente desde tiempo atrás. Luego rompió en pedacitos las hojas del cuadernillo en las que figuraban las anotaciones, rasgando al hacerlo algunas de las páginas posteriores, las arrojó al retrete y aguardó unos momentos hasta asegurarse de que el agua se las había tragado.
Bond se puso a toda prisa ropa de abrigo y salió de la habitación, pasó junto al mostrador de recepción y se dirigió a su automóvil. Entre los muchos artilugios secretos de que iba provisto había uno salido de la inventiva de la sección «Q» en fecha muy reciente.
Delante del cambio de marchas había lo que a primera vista parecía un radioteléfono perfectamente normal, un aparato sin ninguna utilidad a menos que hubiera una unidad base dentro de un radio aproximado de cuarenta kilómetros. Pero ni siquiera ese elemento le hubiera servido a Bond para establecer conexión, del mismo modo que tampoco le era de utilidad un teléfono corriente.
Con todo, el artefacto telefónico del Saab disponía de dos ventajas. La primera de ellas consistía en una cajita negra de la que pendían dos terminales. Las dimensiones del objeto no rebasaban el tamaño de dos casetes superpuestas. Bond sacó la cajita de su escondite, un compartimento colocado detrás de la guantera.
Reactivó los sensores de la alarma y regresó con paso torpe, a causa del hielo, al hotel y a su habitación.
Poco deseoso de correr riesgos, el superagente llevó a cabo un rápido rastreo con el detector, aliviado al comprobar que durante su corta ausencia no le habían colocado ningún micrófono oculto. Con ademanes presurosos desatornilló la placa de la parte inferior del teléfono, conectó los terminales de la cajita y descolgó el receptor del soporte, dejándolo al alcance de la mano. El modernísimo dispositivo electrónico almacenado en la cajita negra procuraba a Bond una cómoda unidad base de recepción que le permitía hacer uso del radioteléfono instalado en el coche. Por este medio se aseguraba el acceso al mundo exterior valiéndose ilegalmente de la red de telefonía finlandesa.
La segunda ventaja del aparato telefónico del Saab iba a ponerse enseguida de manifiesto. Bond volvió al automóvil, manipuló uno de los botones cuadrados de color negro instalados en el panel de mandos y, detrás de la oquedad donde aparecía encajado el teléfono, se deslizó una placa que dejó a la vista un diminuto teclado de computadora y una no menos pequeña pantalla. Se trataba de un criptógrafo o desmodulador telefónico de infinita complejidad, que podía servir para captar la voz o enviar mensajes trasladados a una pantalla receptora afín situada en una de las dependencias del edificio que daba sobre Regent's Park, donde un técnico especializado podía decodificar el mensaje y plasmarlo en un lenguaje computarizado perfectamente inteligible.
Bond pulsó las teclas pertinentes para establecer la conexión entre el sistema de telefonía del Saab y su unidad base, acoplada al aparato telefónico de su habitación del hotel. Luego tecleó el código de llamadas internacionales, seguido del correspondiente al Reino Unido y a la capital londinense. A continuación marcó el número del cuartel general del servicio secreto.
Acto seguido introdujo la fecha del día en clave y empezó a transmitir el mensaje hablando con voz clara y articulada. El chorro de palabras apareció en la pantallita -al igual que en su homóloga de Londres- formando un revoltijo de letras agrupadas.
En conjunto, la transmisión le llevó un cuarto de hora poco más o menos. Bond permanecía agachado en el interior del vehículo, sin más luz que el tenue fulgor que irradiaba de la pequeña pantalla, consciente de la costra de hielo que se había formado en las ventanas. En el exterior soplaba una ligera brisa y la temperatura seguía descendiendo.
Una vez hubo transmitido el mensaje en su integridad, Bond desconectó los mandos, reactivó los sensores y regresó al hotel, donde, una vez más, con objeto de no dejar nada al azar, rastreó la habitación en un santiamén. Finalmente, desempalmó la unidad base del aparato telefónico propiedad del hotel.