Cuando ya había colocado la cajita en la cartera de mano y se disponía a volver con ella al Saab antes de que empezara la misión que realmente importaba, oyó unos golpecitos en la puerta.
Bond, ateniéndose en esta ocasión a las reglas más elementales de la ortodoxia policial, echó mano de la pistola automática y se dispuso a abrir, no sin antes echar la cadenilla de seguridad. Preguntó entonces quien llamaba.
– Soy Brad -respondió una voz entrecortada-, Brad Tirpitz.
Al entrar en la estancia, Bond observó que el americano parecía trastornado por algún incidente. Tenía el semblante pálido y un aire como de alerta se reflejaba en el contorno de los ojazos de Brad el Malo.
– Ese Kolya es un hijo de perra -farfulló.
Bond le hizo señas, indicándole el sillón.
– Siéntate y escúpelo. He peinado la habitación. Tuve que «despiojarla» otra vez después de la reunión con Kolya.
– También yo -una sonrisa desmayada abrió un surco en el rostro de Tirpitz, interrumpiéndose bruscamente, como siempre, a la altura de los ojos. Diríase que un escultor había trabajado laboriosamente a cincel aquellas pétreas facciones y de repente abandonado la tarea.
– He pescado a Kolya in fraganti. ¿A que no te imaginas lo que está tramando?
– No sabría decírtelo con exactitud.
– Al terminar la reunión dejé en su habitación un pequeño aparato de escucha. Lo coloqué sin más detrás del cojín del sillón. Luego estuve todo el tiempo a la espera.
– Y resulta que no te ha gustado lo que has oído decir de ti, ¿verdad?
Bond abrió la nevera empotrada y preguntó a Tirpitz si quería un trago.
– Sí, cualquier cosa. Tienes razón, Bond. Es verdad eso que dicen de que uno nunca oye hablar bien de sí mismo.
Bond mezcló con presteza un par de martinis y entregó uno a Tirpitz.
– En fin… -Tirpitz echó un trago y asintió con un gesto de aprobación-. Bien, muchacho. Como te decía, Kolya hizo varias llamadas telefónicas. Cambiaba de idioma a cada momento y me fue imposible adivinar de qué estaba hablando; en definitiva, lenguaje ambiguo. Pero en cambio, sí entendí lo último que dijo. Habló con alguien sin andarse con rodeos, en ruso. El viajecito de esta noche, amigo, nos lleva al final de trayecto.
– ¿Cómo?
– Pues sí. A mi piensan aplicarme el mismo tratamiento que a Rivke; justo en la frontera, para que parezca causado por una mina de Tierra. Incluso puedo precisar el lugar exacto en que va a ocurrir.
– ¿Qué lugar? -inquirió Bond.
– No en terreno sagrado, y perdona la expresión, sino sobre la marcha, al aire libre. Voy a mostrártelo.
Tirpitz alargó la mano, pidiendo con el gesto a Bond que le entregase el mapa. Pero Bond no estaba dispuesto a enseñar el mapa a nadie, fuera persona de confianza o no, sobre todo ahora que había punteado en él la posible ubicación real del Palacio de Hielo.
– Maldita sea, Bond, eres un desconfiado de mierda -el semblante de Tirpitz adquirió un aspecto granítico: rostro anguloso, facciones duras como aristas y una expresión de violencia contenida.
– Basta con que me des las coordenadas.
Tirpitz soltó la retahíla de cifras y Bond situó mentalmente el punto mencionado por el americano en el marco de la zona de operaciones. Parecía encajar con las palabras del americano. Se trataba de un punto cercano a un campo de minas marcado en el mapa, a sólo unos metros de la ruta que pensaban seguir. Una mina accionada por control remoto… y se acabó.
– En cuanto a ti, no veas -masculló Tirpitz-. Te han preparado una salida a escena de lo más espectacular.
– Me gustaría saber qué trato van a dispensarle a Kolya Mosolov – manifestó Bond, con un destello de falsa ingenuidad en los ojos.
– Eso mismo me pregunto yo. Los dos estamos de acuerdo, amigo. Aquí lo que cuenta es aquello de que los muertos no hablan.
Bond asintió con la cabeza, guardó silencio unos instantes, bebió un sorbo de martini y encendió un pitillo.
– En tal caso mejor será que me cuentes la sorpresa que me tienen reservada. Todo parece indicar que nos espera una noche larga y fría.
11. De safari por la nieve
Cada dos por tres James Bond tenía que aminorar la velocidad para quitarse el hielo que empañaba los cristales de las gafas protectoras. No habían podido escoger una noche más desapacible. Incluso una ventisca era preferible a un viaje en aquellas condiciones. Kolya había dicho: «un safari por la nieve», y luego se había echado a reír.
La oscuridad parecía envolver al grupo. De vez en cuando desaparecía de golpe, dejaba atisbar un poco el paisaje y se cernía nuevamente sobre ellos, como si unas misteriosas celosías hubieran caído ante sus ojos. Era preciso permanecer concentrado al máximo para no perder de vista al hombre que marchaba delante. Lo único tranquilizador era que Kolya, que encabezaba la caravana, alumbraba un poco el camino con el pequeño faro del escúter enfocado muy bajo. Tras él seguían las dos rugientes máquinas Yamaha de Bond y Tirpitz, que trepidaban en la noche. Bond se dijo que aquellos artefactos hacían ruido más que suficiente para atraer a todas las patrullas en un radio de quince kilómetros.
Después de mantener una larga conversación con Brad Tirpitz, Bond dispuso su impedimenta con más cuidado de lo que tenía por costumbre. Ante todo debía poner un poco de orden en sus cosas, apartar las que no necesitaba y guardarlas en el Saab, de donde a su vez tenía que retirar algún material que tal vez le fuera de utilidad. Abandonó el hotel y depositó la cartera de mano y la bolsa de viaje en el maletero, hecho lo cual se deslizó en el asiento del conductor. Una vez aposentado en él, tuvo motivos para estar agradecido al anónimo ángel custodio que velaba por los agentes secretos comprometidos en una misión.
Apenas había vuelto a colocar la unidad piloto en su escondrijo detrás de la guantera, la lucecita roja empezó a destellar con rápidas intermitencias junto al teléfono del coche.
Bond se apresuró a pulsar el grueso botón de mando, carente de toda indicación, para conectar el desmodulador de la minicomputadora y la pantalla. El rápido parpadeo de la lucecita, no mayor que la cabeza de un alfiler, señalaba que la unidad de almacenamiento contenía un mensaje de Londres.
El superagente activó con presteza los dispositivos pertinentes y pulsó las teclas que daban entrada al mensaje cifrado. A los pocos segundos, la pequeña pantalla, del tamaño de un libro de bolsillo, se llenó de grupos de letras. Bond tocó suavemente unas cuantas teclas más y las letras formaron un revoltijo aún más intrincado, hasta que desaparecieron de la imagen. Mientras el ordenador empezaba a procesar los datos, el artilugio zumbó y emitió leves chasquidos. De repente surcó la pantalla una línea móvil integrada por nítidos caracteres de imprenta. El texto del mensaje decía así:
DEL JEFE DEL SERVICIO A 007 MENSAJE RECIBIDO NECESARIO ABORDE ASUNTO VON GLÖDA CON GRAN PRECAUCION REPETIMOS CON LA MAYOR PRECAUCIÓN IDENTIFICACION POSITIVA REPITO IDENTIFICACION POSITIVA VON GLÖDA ES CRIMINAL GUERRA NAZI AARNE TUDEER MUY POSIBLE SU HIPÓTESIS SEA CORRECTA CUANDO TOME CONTACTO ADVERTIRME SIN DEMORA Y ABANDONAR CAMPO OPERACIONES ES UNA ORDEN SUERTE «M»
De modo que M estaba lo bastante preocupado como para ordenarle que cesara en su línea de actuación cuando estuviese demasiado cerca del personaje, se dijo Bond para sus adentros. Por su mente cruzaron otras expresiones más o menos sombrías relacionadas con la palabra línea, tales como «llegar al extremo de la línea», «línea de fuego», o «estar vencido en toda la línea», como sinónimo de traición, expresiones todas ellas muy adecuadas a las presentes circunstancias.
Tras haberse asegurado de que el coche quedaba bien cerrado, Bond volvió a su habitación y pidió que le sirvieran algo de comida y más vodka. Los tres expedicionarios habían convenido que permanecerían en sus respectivos cubículos hasta el momento de la cita, en el lugar donde estaban aparcados los vehículos.