Un camarero de avanzada edad se presentó con un carrito en el que iba la cena encargada por Bond, consistente en una simple crema de guisantes con trocitos de carne magra y unas deliciosas salchichas de reno.
Mientras ingería los alimentos, el superagente constató de forma paulatina que la desazón que le producía la Operación Rompehielos no se debía por entero a las justificaciones que se habían dado acerca de su forma de trabajar, sino que existía además un elemento que tenía que ver con el nombre de Aarne Tudeer y su relación con el conde Von Glöda.
Bond evocó los nombres de otros peligrosos delincuentes con los que había librado feroces batallas, las más de las veces en solitario. Casi todos eran hombres o mujeres en los que dominaba odio casi visceral hacia él. Al azar acudieron a su memoria personajes como sir Hugo Drax, un embustero y timador al que Bond desenmascaró primero como un tahúr, y con el que luego sostuvo una lucha de muy distinto signo [3]. Auric Goldfinger era un sujeto de la misma laya, un rey Midas al que el superagente retó tanto en el plano deportivo como en el más despiadado y peligroso de la escaramuza abierta [4]. Estaba también Blofeld. Había muchas cosas sobre él que aún le helaban la sangre en las venas [5]; imagen de Blofeld y de su deudo, con el que 007 había tenido que encararse hacía muy poco [6].
Pero el conde Von Glöda -o mejor, Aarne Tudeer- parecía haber tendido un manto de tinieblas, sombrío y amenazador, sobre todo aquel asunto. Un descomunal interrogante. «Glöda igual a resplandor», dijo Bond en voz alta, mientras daba buena cuenta de un exquisito bocado de salchicha.
Se preguntó si el personaje poseía un extraño sentido del humor y si el seudónimo contenía un mensaje, la clave de su personalidad. Para él Glöda era un nombre cifrado, un espectro al que atisbó una vez en el comedor del hotel Revontuli; un hombre vigoroso, entrado en años, tostado por el sol, de pelo gris oscuro y porte militar. De seguro que si se hubiera tropezado con él en un club londinense, Bond no le habría concedido mayor atención. Todo en él delataba al militar retirado. No envolvía al personaje un aura de perversidad y resultaba imposible concretar el menor detalle respecto a su proceder.
Durante un brevísimo instante Bond sintió como si una mano fría y viscosa le recorriese la espalda. El hecho de no haber hablado con él cara a cara y de no haber tenido siquiera la oportunidad de consultar un expediente completo sobre Von Glöda, antiguo oficial de las SS, le producía una desazón que muy pocas veces experimentaba. En aquel brevísimo lapso el superagente llegó al extremo de preguntarse si había encontrado la horma de su zapato.
Bond respiró hondo y se sacudió la idea de la cabeza. No, no permitiría que Von Glöda le amilanase. Más aún, en el caso de que llegara a enfrentarse cara a cara con el falso aristócrata, Bond pensaba hacer caso omiso de las órdenes de M. Si su enemigo era en verdad el responsable de las actividades terroristas de las Tropas de Acción, no podía desertar del campo y emprender la retirada. Por el contrario, si se le presentaba la oportunidad de asestar un golpe mortal a la organización, Bond no dejaría que se le escapara de las manos.
Sintió que la confianza le invadía de nuevo. Volvía a ser el solitario de siempre, el francotirador que en las gélidas tierras del Círculo Ártico no podía confiar en nadie. Rivke había desaparecido y maldijo el hecho de no haber encontrado el medio ni tenido tiempo suficiente para ir en su busca. Kolya Mosolov era tan de fiar como un tigre herido. En cuanto a Brad Tirpitz, si bien en teoría eran aliados, Bond no acababa de convencerse de la buena voluntad del americano. Era verdad que, ante la eventualidad de un posible asesinato, habían urdido un plan para evitarlo, pero eso era todo. Los eslabones de la mutua confianza aún no estaban soldados.
En aquel preciso instante, cuando la noche aún no había cerrado, James Bond formuló un juramento. Haría las cosas solo y a su modo, sin plegarse a voluntades ajenas.
Así las cosas, los tres hombres iniciaron la marcha, a una velocidad que oscilaba entre los sesenta y los setenta kilómetros por hora, virando bruscamente y avanzando a sacudidas por un mal dibujado sendero que discurría entre los árboles paralelo a la frontera rusa, situada a un kilómetro de distancia poco más o menos.
Los escúters para la nieve -que los turistas denominan skidoos- son capaces de abrirse camino a través de la nieve y el hielo a velocidades de vértigo. Son máquinas que deben manejarse con todo cuidado. De un diseño característico, con las capotas panzudas que les confieren cierto aire amenazador y unos largos esquís salientes, los escúters se desplazaron sobre su terreno natural mediante unas orugas provistas de grandes escarpias que impulsan la máquina hacia adelante, proporcionándole un impulso de arranque que enseguida se traduce en un aumento de la velocidad, a medida que los esquís se deslizan sobre la superficie.
El conductor apenas va protegido, y tampoco los posibles pasajeros. El único elemento de defensa es un corto parabrisas o guardavientos. El que sube a un escúter por primera vez tiende a conducirlo como si fuera una motocicleta, lo cual es un craso error. Una moto puede girar en bruscos ángulos, pero la motoneta describe círculos mucho más amplios. Otra particularidad es que los novatos acostumbrados a ir en moto sueltan la pierna al tomar un viraje. Probablemente no tienen ocasión de repetirlo porque van a parar directos al hospital, con el miembro fracturado, ya que lo único que se consigue es que la pierna quede enterrada en la nieve y sufra un brusco tirón a causa de la velocidad de la máquina.
Los ecólogos maldijeron la llegada de esos artefactos, ya que, según ellos, los puntiagudos refuerzos metálicos de la oruga o cadena de arrastre escarbaban el suelo y destruían la textura del terreno bajo la capa de nieve. Sin embargo, han transformado por completo la forma de vida en la zona ártica, sobre todo en el caso de la población nómada de Laponia.
Bond mantenía la cabeza agachada y sus reflejos respondían con prontitud. Tomar un viraje suponía un esfuerzo considerable, en especial cuando la capa de nieve era profunda y dura, ya que el conductor tiene que mantener la inclinación lateral de los esquís con el manillar, sujetarlo con fuerza, aguantar las trepidaciones y resistir la tendencia normal de los deslizadores a recuperar la orientación hacia delante. Pero, además, seguir a un experto como Kolya presentaba dificultades suplementarias. Uno podía quedar aprisionado en los surcos del escúter que marchaba delante, lo que planteaba problemas en el manejo de la máquina, ya que era como andar metido en los carriles de un tranvía. Luego, si el conductor que encabezaba la marcha cometía un error, lo más probable era que el inmediato seguidor acabase maldiciendo a toda su parentela y fuese a embestir contra él.
El agente británico trató de seguir a Kolya en sus continuos virajes, deslizándose en bruscos giros de un lado a otro, levantando la vista cada momento en la esperanza de poder vislumbrar el camino con la tenue luz que proyectaba el escúter de Kolya. En ocasiones se dejaba ir más de la cuenta y la máquina se empinaba como un tiovivo, bamboleándose primero a la derecha y luego a la izquierda, escurriéndose hacia arriba hasta casi perder el control y resbalando de nuevo hacia atrás para encabritarse acto seguido del otro lado y finalmente, tras forcejear con el manillar, recobrar la posición normal.
Incluso con la cara y la cabeza cubiertas por completo, el frío y el viento herían el semblante de Bond como cuchillas de afeitar, y para evitar el entumecimiento de las manos tenía que doblar los dedos a cada instante.