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Lo cierto era que el agente O07 había hecho cuanto estaba en su mano para prevenir las contingencias del viaje. La automática estaba en la funda afianzada en el pecho, protegida por la chaqueta acolchada. No le era posible echar mano del arma con rapidez, pero por lo menos la llevaba encima, con abundante munición de reserva. La brújula colgaba de un cordel o bramante sujeto al cuello e iba resguardada en el anorak; bastaría un leve tirón del cordel para hacerse con el instrumento. Algunos de los artilugios electrónicos más pequeños los llevaba distribuidos en los bolsillos de las diversas prendas de abrigo, en tanto que los mapas estaban guardados en un bolsillo de los pantalones de esquí, también acolchados, a la altura del muslo. Uno de los largos cuchillos de comando Sykes-Fairburn lo había fijado en el interior de la bota izquierda, y sujeto en el cinto colgaba un cuchillo más corto del tipo que utilizaban los lapones.

Bond llevaba a la espalda una mochila pequeña que contenía diversos objetos, entre ellos un mono blanco con su capuchón por si había necesidad de camuflarse en la nieve, tres granadas detonadoras y dos bombas de fragmentación L2-A2.

El bosque parecía espesarse cada vez más, pero Kolya giraba a derecha e izquierda sin titubeos, lo que denotaba claramente que conocía el camino como la palma de su mano. Eso al menos era lo que pensaba Bond, que seguía el ritmo del soviético, quien marchaba unos dos metros por delante, consciente de que Brad Tirpitz también iba a la zaga.

En aquel momento Kolya había empezado a torcer el rumbo. Bond se daba cuenta de ello a pesar de que el giro era muy lento. El soviético les guió por entre las aberturas de los árboles, efectuando virajes a uno y otro lado, pero Bond advirtió que se iban decantando hacia la derecha, en dirección este. No tardarían en salir del bosque. Seguirían luego un kilómetro de terreno descubierto y a continuación otra zona boscosa hasta llegar al largo declive que conducía al fondo del valle, donde una franja de árboles talados indicaba los límites fronterizos y pretendía disuadir a todo aquel que intentara pasar al lado soviético.

Súbitamente salieron veloces como flechas de la masa arbórea y a pesar de la oscuridad reinante el cambió resultó intimidante. Durante el trayecto por el bosque uno se sentía en cierto modo protegido, pero a medida que entraban en terreno abierto, la negrura era cada vez menos densa, hasta que el entorno cobró una tonalidad grisácea.

Aumentaron la velocidad, puesto que se trataba de un tramo recto libre de obstáculos en el que no era preciso efectuar virajes ni bruscos cambios de dirección. Kolya parecía haber fijado el rumbo y forzando el motor del escúter dio rienda suelta a la máquina. Bond siguió tras él, inclinándose un poco a la derecha y dejándose caer ligeramente de espaldas, aprovechando la marcha a través del descampado.

El frío se hizo más intenso, bien fuera por la falta de abrigo o por el mero hecho de haber aumentado la velocidad. Quizá, también, porque llevaban casi una hora de marcha y el frío había empezado a penetrar en sus huesos pese a las gruesas prendas de abrigo que llevaban encima.

Bond avizoró ante él la siguiente masa de arbolado. Si Kolya no aminoraba la velocidad para cruzar la escasa superficie de la franja boscosa, llegarían al largo declive en terreno descampado en cuestión de diez minutos.

«El valle de la muerte», pensó Bond, ya que el lugar previsto para tender la trampa mortal a Tirpitz era precisamente el fondo del valle, también exento de árboles. Ambos habían estudiado la contingencia en la habitación de Bond y a la sazón, con los escúters lanzados a gran velocidad, se estaban acercando a la zona de peligro. Cuando se produjera la explosión, Bond no tendría oportunidad de frenar la marcha o de retroceder hasta el lugar del suceso para comprobar si el plan urdido con Tirpitz había resultado. Lo único que podía hacer era confiar en el sentido de la oportunidad de Tirpitz y en su capacidad para superar los inconvenientes de aquel medio hostil.

Se adentraron de nuevo en el bosque, una sensación parecida al tránsito de la luz diurna al oscuro interior de una catedral arbórea. Las ramas de los abetos flagelaban el cuerpo de Bond y las agujas pinchaban su rostro, mientras tiraba con fuerza del manillar para girar a la izquierda, luego a la derecha, luego derecho y nuevamente a la izquierda. Hubo un momento incluso en que calculó mal la toma de un amplio viraje y notó que la parte delantera de un esquí daba contra la base de un árbol oculto por la nieve; otro momento difícil, en que le pareció iba a salir despedido de la pista, fue cuando el escúter topó con un nudo de gruesas raíces cubiertas de hielo y volteó a la máquina hasta casi hacerla derrapar. Pero Bond aguantó la embestida, sujetó con gran esfuerzo el manillar y consiguió enderezar el artefacto.

En esta ocasión, al salir a campo abierto, parecía que el paisaje que tenía ante los ojos se vislumbraba con mayor claridad, pese a la escarcha que empañaba las gafas protectoras. Divisó el valle con sendos declives a uno y otro lado que formaban una suave pendiente hasta allanarse en el fondo. Desde allí el terreno se empinaba para desembocar, en la otra ladera, en una masa de árboles que parecía dispuesta en formación militar.

Al entrar de nuevo en el descampado el grupo aumentó la velocidad. Bond notó que la panza del escúter restregaba contra el suelo conforme la máquina salía proyectada al acelerar el motor. Ello le obligó a sujetar con más fuerza el manillar para evitar un derrapaje.

A medida que avanzaban pendiente abajo crecía la sensación de vulnerabilidad. Kolya les había dicho que este sector era utilizado constantemente por los que cruzaban la frontera de forma clandestina, dado que el puesto más cercano de la policía de fronteras se hallaba, por ambos lados, a unos quince kilómetros de distancia, y muy pocas veces emprendían patrullas nocturnas. Bond confiaba en que no se equivocara. Dentro de poco entrarían en la base del valle, una superficie lisa y helada de medio kilómetro, y enseguida treparían por la cuesta que les llevaría a la franja de árboles y a la madre Rusia.

Pero antes Tirpitz estaría muerto, por lo menos en teoría.

Sin pretenderlo, le vino a la memoria un viaje que realizó en invierno, hacía ya bastante tiempo, al Berlín oriental. La nieve y el hielo no alcanzaba las proporciones de inclemencia, dureza y destemplanza del sector donde ahora se encontraban, pero recordaba haber pasado por el puesto fronterizo del sector oeste en Helmstedt, donde le advirtieron que siguiera la amplia carretera que cruzaba la zona oriental sin desviarse del camino. Durante los primeros kilómetros la ruta estaba flanqueada por bosques, entre los cuales atisbó con claridad las altas torres de madera provistas de proyectores y los soldados rusos con uniformes de invierno, agazapados entre los arbustos al borde mismo de la carretera. ¿Era acaso la misma perspectiva la que les aguardaba en los árboles que se divisaban en lo alto de la colina?

Llegaron al fondo llano del valle y enfilaron en línea recta. Si Brad Tirpitz estaba en lo cierto, el atentado contra su vida tenía que producirse en cuestión de dos o tres minutos.

Kolya aumentó la velocidad como si se dispusiera a tomar impulso para afrontar la cuesta. Bond partió tras el ruso y se reclinó un poco hacia atrás, rogando por que Tirpitz reaccionara a tiempo. Volviéndose en el duro asiento, giró la cabeza y comprobó con satisfacción que, de acuerdo con el plan establecido, el americano se había quedado bastante rezagado. Vio el bulto difuso y negro del escúter, pero no pudo distinguir si Tirpitz montaba todavía en él.

En el mismo instante en que Bond volvía la cabeza hacia atrás se produjo el suceso fatal. Era como si hubiera estado contando los segundos que faltaban para llegar al punto fatídico. ¿Se trataba acaso de una intuición?

Enseguida vino la explosión. Todo cuanto pudo ver fue el fogonazo que surgió en el lugar donde la masa negra y difusa del escúter saltó por los aires; una llamarada, rojiza en el centro, y un contorno gigantesco de luz fosforescente iluminaron la columna de nieve, que se elevó a sus espaldas, en la oscuridad de la noche.