Luego el ruido, el doble retumbar que ensordeció los oídos. La onda expansiva de la explosión llegó hasta el escúter de Bond, golpeándole por detrás y lanzándolo fuera de su ruta.
12. Liebre Azul
En el momento de producirse la explosión los reflejos de Bond entraron en acción de manera automática. Sujetó con firmeza los brazos del manillar y redujo la velocidad, con lo que el escúter se deslizó lateralmente sobre la nieve en un largo derrapaje hasta que de forma gradual la máquina ralentizó el ritmo hasta su inevitable detención.
Antes de que tuviera tiempo de darse cuenta, Bond se halló a la altura de la motoneta de Kolya.
– ¡Tirpitz! -gritó con toda la fuerza de sus pulmones, sin oír siquiera el eco de su propia voz. Le zumbaban los oídos y las resonancias de la onda expansiva, sumadas a la temperatura glacial, casi le habían dejado sordo. Lo curioso era que tenía conciencia de que Kolya le estaba hablando a gritos, sin que pudiera asegurar que percibía el sonido real de sus palabras.
– ¡Por lo que más quieras! ¡No te me pongas de lado! -vociferó el ruso. Su voz se elevó como una ráfaga de aire en la ventisca-. Tirpitz está listo. Se habrá desviado del camino y golpeado una mina. No podemos detenernos. Supondría un grave peligro, Bond, pégate a mí, es el único medio de llegar a la meta.
Kolya repitió las palabras «¡pégate a mí!», y en esta ocasión Bond sí se dio cuenta de que las había oído con claridad.
Todo había concluido. Volvió la cabeza hacia atrás y vio el tenue resplandor de las llamas que salían del escúter de Tirpitz, roto en varios fragmentos sobre la nieve. Luego oyó el zumbido de la máquina de Kolya, que se deslizó por la capa de hielo como una exhalación.
Bond aceleró a fondo y partió detrás del soviético manteniéndose a corta distancia y en línea recta en relación con el artefacto que conducía Kolya. Si las cosas habían salido como esperaba, en aquellos momentos Tirpitz se habría calzado ya los esquís que ocultara en su máquina cuando todavía faltaba más de una hora para que iniciaran la marcha.
Según el plan, el americano debía tirar al suelo los esquís, los palos y el equipaje tres minutos antes de llegar al punto donde, a tenor de lo que había podido escuchar, le tenían preparada la trampa. Un minuto después, Tirpitz debía bloquear el manillar, dejarse caer sobre la nieve blanda y, al mismo tiempo, dar todo el gas al escúter. Si actuaba en el momento oportuno y contaba con un poco de suerte, podría librarse de la explosión y echar mano de los esquís con toda tranquilidad, ya que dispondría de tiempo suficiente para llegar al punto de encuentro concertado con el británico.
«Apártalo ya de la mente -dijo Bond para sus adentros-. Considera que Tirpitz ha muerto y que sólo dependes de tus propios recursos.»
La subida por la otra vertiente del valle no era cosa fácil, y Kolya mantenía un ritmo demoledor, como si anhelara llegar de una vez al relativo abrigo de los árboles. Mediado el largo tramo al descubierto empezó a envolverle una nieve que caía racheada sobre los dos hombres.
Por fin llegaron al bosque y a la oscuridad. Kolya se detuvo, se volvió e hizo señas a Bond de que se acercara. Salvo el débil palpitar de los motores, el silencio que reinaba en aquel sector de pinos y abetos enhiestos era absoluto. Kolya, sin que al parecer tuviera que elevar la voz, murmuró unas palabras que llegaron con toda nitidez al oído de Bond.
– Siento lo de Tirpitz -manifestó-. Podría habernos ocurrido a cualquiera de nosotros. Es probable que hayan vuelto a minar la zona y cambiado la colocación de los artefactos. Ahora volvemos a estar con uno de menos.
Bond asintió con la cabeza sin pronunciar palabra.
– Pégate a mí como una sanguijuela -prosiguió diciendo el ruso-. Los dos kilómetros que siguen son bastante malos, pero luego entraremos en un sendero lo suficientemente ancho. A decir verdad, mejor llamarle carretera. Si diviso el convoy yo apagaré el faro y me detendré. Así pues, si observas que apago la luz del escúter, para tú también. Cuando estemos cerca de Liebre Azul ocultaremos los escúters y recorreremos el último trecho a pie con las cámaras -palmeó las mochilas sujetas en la trasera de la máquina-. Será un corto paseo bajo los árboles, unos quinientos metros.
«Quinientos metros. La cosa puede ser movidita», pensó Bond.
Kolya continuó diciendo:
– Si aguantamos de firme nos queda una hora y media de viaje poco más o menos. ¿Estás en forma?
Bond asintió de nuevo.
Kolya, con ademanes pausados, situó la máquina en posición, mientras Bond, simulando comprobar su atuendo, tiró del bramante que sujetaba la brújula, la abrió torpemente con los dedos enguantados y colocó el instrumento en la palma de la mano. Luego se inclinó para consultar la esfera luminosa. Esperó a que la aguja se detuviera y calculó el rumbo aproximado. En efecto, se hallaban poco más o menos en el punto donde Kolya había dicho que se encontraban. En tal caso, la hora de la verdad llegaría más tarde, si conseguían seguir al convoy desde Liebre Azul hasta el Palacio de Hielo.
Bond introdujo la brújula dentro del anorak, se irguió y alzó la mano para indicar que estaba en condiciones de proseguir el viaje. Avanzaron con lentitud y recorrieron los dos kilómetros comprometidos, casi al paso de un hombre. Parecía lógico que existiera un camino más ancho que desembocara en el sendero protegido por la masa de árboles en el supuesto de que el convoy se acercara por la parte de Finlandia.
Tal y como Kolya había anticipado, después de aquel primer recorrido desembocaron en una pista ancha, cubierta por nieve dura y prieta, helada toda ella pero con huellas alternas de rodadas muy hondas que denotaban el paso de vehículos sobre orugas, si bien resultaba imposible precisar la fecha en que había pasado el convoy. El frío era tan intenso que cualquier artefacto metálico que rompiera la costra de nieve helada dejaría marcas que a los pocos minutos quedarían tan endurecidas como las anteriores.
Kolya empezó a incrementar la velocidad. Bond siguió tras él por la superficie llana sin la menor dificultad y, a la vez, pese al aturdimiento que le producían el frío y la trepidación de la marcha, surgieron en su mente algunos interrogantes. Kolya había dado pruebas de una destreza extraordinaria a lo largo del camino hasta la frontera, sobre todo al atravesar las franjas boscosas. Era imposible tanta pericia si antes no hubiera seguido aquella misma ruta infinidad de veces. Bond tuvo que concentrarse al máximo durante todo el trayecto, pero Tirpitz le siguió bastante rezagado. A la sazón el superagente tenía la sensación de que el americano no llegó a acercársele en ningún momento durante el zigzageante recorrido por los bosques.
¿Acaso los dos hombres habían cruzado antes la frontera por este mismo punto? Desde luego cabía la posibilidad de que así fuera, y cuanto más lo pensaba, más confuso se sentía Bond, ya que el ruso mantuvo un ritmo muy rápido incluso en las zonas difíciles, y ello sin recurrir a la brújula o el mapa. Era como si le hubiesen orientado por medios externos; tal vez por radio. Nadie le había visto sin las ropas de abrigo a partir del momento en que iniciaron el viaje. ¿Cabía en lo posible que Kolya se hubiera orientado mediante una señal de radio? Resultaba fácil ocultar unos auriculares bajo la capucha con revestimiento térmico. Mentalmente tomó nota de que debía inspeccionar el escúter el ruso por si llevaba oculto algún artefacto de la especie indicada.
Pero, si no era la radio, ¿cabía pensar en una senda marcada o señalizada? Era otra hipótesis que no debía descartar, puesto que Bond había tenido tanto trabajo para mantenerse a la zaga del soviético que difícilmente habría reparado en la presencia de luces o focos indicadores a lo largo del trayecto.