También se le ocurrió pensar que Cliff Dudley, el agente que le precedió en los albores de la Operación Rompehielos, no se había mostrado muy explícito acerca de la labor que el grupo llevó a efecto en la zona del Círculo Polar Artico, antes del choque con Tirpitz y la reunión del grupo en la isla de Madeira. ¿Acaso M no había insinuado o dicho abiertamente que la intención era que Bond formase parte del equipo desde el principio?
En una palabra: ¿qué habían estado haciendo durante su ausencia aquellos representantes de cuatro servicios secretos de otros tantos países? ¿Era posible que todos hubieran pisado ya territorio soviético? ¿Y si hubieran inspeccionado Liebre Azul? Sin embargo, el caso era que toda la información de peso había venido de Kolya, de la Unión Soviética: las fotos tomadas por los aviones espía y las imágenes remitidas por los satélites orbitales, eso sin contar los datos aportados por los agentes destacados sobre el terreno.
Se había hablado de la necesidad de buscar a Von Glöda, de identificarle como el jefe supremo de las Tropas de Acción, o incluso bajo el nombre de Aarne Tudeer. Pero el caso era que Von Glöda se había dejado ver en el comedor del hotel a la hora del desayuno, sin disimulo, a la vista de todo el mundo, sin que nadie diese la menor prueba de inquietud.
Si desde un buen principio James Bond recelaba de todos, después de los visos que tomaban los acontecimientos aumentaron las sospechas que en él despertaban todas las personas involucradas en la operación que se traían entre manos.
El superagente se preguntó si lo que ocurría era, simplemente, que M había aplicado al caso una táctica puesta en práctica desde hacía tiempo por soviéticos. De repente la respuesta se le apareció con toda claridad. Su jefe le había enviado a una misión imposible. La vieja argucia de los soviéticos consistente en mandar a un agente para hacerse cargo de una operación proporcionándole un mínimo de información y dejándole a su albur con objeto de que tratara de esclarecer los hechos, era perfectamente aplicable a su caso. El agente 007 llegó, una vez más, a la conclusión de que dependía por entero de sus propios recursos. En realidad, la deducción a la que había llegado anteriormente por su cuenta constituía la base del razonamiento de M. En una palabra, jamás había existido un «equipo» en el sentido estricto del término, sino tan sólo los representantes de cuatro servicios de inteligencia que en teoría colaboraban estrechamente unidos, pero que en realidad tiraban cada uno por su lado. Cuatro lobos esteparios.
La idea no dejaba de dar vueltas en su cabeza mientras alzaba y asía con fuerza el manillar del escúter, lanzado a gran velocidad a la zaga de Kolya, por la interminable superficie de nieve y hielo de afiladas aristas. Perdió la noción del tiempo. Todo parecía reducirse al frío glacial, al zumbido del motor y a la inacabable cinta de color blanco que constituía la estela de la máquina de Kolya.
De repente Bond reparó en un leve resplandor que se intensificaba de forma gradual enfrente de él, por el lado izquierdo, hacia el noroeste, hasta convertirse en un brillante fulgor que irradiaba entre los árboles. Poco después, el ruso apagó el faro, redujo la velocidad y detuvo el escúter entre el ramaje de los abetos, a la izquierda de la senda. Bond se acercó con su máquina y frenó al lado de Kolya.
– Esconderemos estos trastos en el bosque -susurró el soviético-. Nuestro objetivo está al otro lado… Liebre Azul, con todas las luces encendidas como si fuera la fiesta del Primero de Mayo.
Aparcaron los escúters y los camuflaron lo mejor que pudieron. Kolya sugirió que se colocaran el mono blanco para pasar más desapercibidos. Luego añadió:
– Caminaremos metidos en la nieve, hasta un lugar que domina el depósito de armas. Llevo prismáticos de noche, de forma que no te molestes en sacar ningún artefacto adecuado al caso.
Bond, sin embargo, había empezado ya a «molestarse». So pretexto de enfundarse el atuendo de camuflaje, se desabrochó con los dedos entumecidos los prendedores del anorak. Por lo menos estaba en condiciones de sacar la automática con rapidez. También se las arregló para sacar de la mochila una granada detonadora y una bomba de fragmentación, que introdujo en uno de los múltiples bolsillos de que iba provisto el mono, blanco y holgado, que a la sazón llevaba.
El soviético no dio la impresión de haber reparado en ello. Iba provisto de un arma, que colgaba sin disimulos sobre su cadera. Llevaba unos grandes prismáticos suspendidos del cuello, y a pesar de la oscuridad reinante, Bond creyó detectar incluso una sonrisa en la cambiante faz del soviético en el instante en que éste le tendió la cámara automática de infrarrojos. Kolya, por su parte, llevaba colgado del cinto, sujeto con unas correas, un equipo de filmación en vídeo, debajo justamente de los prismáticos.
Kolya indicó con ademanes el punto de detrás de la loma de donde parecía fluir la luz, entre los árboles. El ruso había encabezado la marcha y Bond se pegó a sus talones; las figuras de los dos hombres se asemejaban a las de unos fantasmas arropados con sábanas que se abrían camino a través del camposanto, de árbol en árbol.
Tras recorrer un corto trecho llegaron al pie del promontorio, nimbado por la luz de los proyectores, que lanzaban sus haces luminosos hacia lo alto desde el otro extremo. No había signo alguno de centinelas ni vigilancia de ningún tipo. Al principio Bond caminó con dificultad, ya que todavía tenía los miembros entumecidos por el frío y el largo viaje en el escúter.
Cuando se hallaban próximos a la cumbre, Kolya indicó con la mano que se agacharan un poco. Siempre muy juntos, los dos agentes serpentearon a través de la densa capa de nieve que sepultaba las raíces y las bases de los troncos. Al fondo, más abajo, envuelto en un halo de luz resplandeciente, divisaron el depósito de pertrechos militares conocido como Liebre Azul. Después de haberse esforzado por atisbar entre la oscuridad y la nieve durante más de tres horas, el brillo cegador de las luces de arco de los enormes reflectores obligó a Bond a cerrar los ojos. Mientras escrutaba atentamente el lugar, el superagente se dijo que no era extraño que los soldados y la oficialidad de la base se hubieran dejado sobornar hasta el punto de incurrir en un delito de traición militar como era la venta de armas, municiones y equipo militar. Vivir todo el año en un lugar como aquél, desolado y triste durante el invierno y plagado de mosquitos durante el corto verano, constituía de por sí suficiente motivo para que un hombre se dejase tentar, aunque sólo fuera por simple gusto.
Mientras la vista se iba acostumbrando a la luz, Bond pensó en la tenebrosa vida de los hombres que integraban la guarnición. ¿Qué se podía hacer en un campamento como aquél? ¿Jugar a las cartas por la noche? ¿Beber? Eso; un excelente para destacar a los alcohólicos, que irían tachando los números del calendario en espera de un breve permiso que a buen seguro conllevaba un largo desplazamiento. Quizá alguna visita ocasional a la población de Alakurtii, que según sus cálculos distaba seis o siete kilómetros. ¿Y qué se podía encontrar en un pueblo como ése? Un desvencijado cafetucho, la misma comida de todos los días sólo que cocinada por manos diferentes, la barra de un bar para embriagarse y, posiblemente, algunas mujeres. Quizá muchachas laponas nacidas en el sector ruso, fácil presa de las enfermedades y de la soldadesca brutal y libertina.
Los ojos de Bond habían terminado por habituarse al entorno. Estudió con atención desapasionamiento el exterior de la base, que ocupaba un amplio claro de forma rectangular en el bosque. Algunos de los árboles podados para construir la base habían empezado a crecer y alcanzaban ya las altas alambradas de espino y los reflectores colocados en los ángulos. Justo debajo de donde ellos se encontraban se veían dos grandes puertas de acceso, abiertas en ese momento. El camino que discurría sinuoso por entre los pinos y abetos aparecía limpio de hielo y nieve, probablemente debido a la ayuda de un quemador o, quizá, de una brigada de trabajadores.