El interior del recinto mostraba una distribución ordenada y pulcra. Cerca de la puerta de entrada, a uno y otro lado, se divisaban sendos proyectores, unas torretas de madera y el cuerpo de guardia. La pista de grava discurría, recta, por el centro de la base y tenía una longitud aproximada de doscientos cincuenta metros. Los depósitos de material militar se hallaban situados a ambos lados de esta vía interior. Eran sendas estructuras semejantes a los barracones prefabricados del tipo Nissen, de techo curvo y de placa acanalada, altos planos laterales y una rampa para carga y descarga que formaba como un saliente añadido a cada una de las construcciones.
El conjunto estaba bien concebido. Los vehículos entraban y se dirigían rectamente a las rampas en cuestión, realizaban el trabajo y acto seguido enfilaban la vía interior hasta el extremo del campamento donde el pavimento describía un amplio círculo, donde el pavimento describía un amplio círculo que permitía dar la vuelta con holgura. Cualquier tipo de carga o descarga podía llevarse a cabo con rapidez. Así, los camiones o vehículos blindados penetraban en el recinto, procedían a efectuar las operaciones pertinentes, se dirigían a la gran curva para dar la vuelta y tomaban el mismo camino por el que habían llegado.
Detrás de las unidades de almacenamiento se divisaban unos barracones de troncos considerablemente largos, sin duda los dormitorios de la guarnición, comedores, sala de esparcimiento, etcétera, que formaban un todo armónico. De no ser por la alambrada y el largo perfil de las rampas, bastaría con añadir una pequeña iglesia para obtener la imagen de un poblado en los aledaños de una pequeña fábrica.
La subida hasta lo alto del promontorio había revigorizado un tanto a Bond, pero en aquellos momentos empezaba a sentir de nuevo la mordedura del frío. Tenía la sensación de que por sus venas fluía nieve en vez de sangre y que sus huesos eran como el hielo, cortante y resplandeciente, que colgaba como espadas de Damocles de las ramas de los árboles.
Dirigió una mirada a su izquierda y vio a Kolya filmando ya con el vídeo para la posteridad. La cámara dejó oír un zumbido cuando el ruso apretó el gatillo disparador; luego ajustó la lente y volvió a presionar el mecanismo de filmación y grabación de imágenes. Bond tenía ante sí la pequeña cámara de rayos infrarrojos cargada y con el objetivo puesto. Apoyándose en los codos, se levantó las gafas protectoras, se acopló el ocular de goma que hacía las veces de visor y enfocó la imagen. En pocos minutos tomó nada menos que treinta y cinco instantáneas del transbordo de armas y pertrechos en la base de Liebre Azul.
La información que poseía Kolya se ajustaba plenamente a la realidad. El depósito de armas resplandecía con todas las luces encendidas, al margen de toda precaución. Junto a las rampas de carga y descarga se hallaban cuatro grandes vehículos blindados sobre orugas destinados al transporte de tropas, aparcados en formación. Se trataba de los famosos BTR-50, tal como el ruso había anticipado. «Ni que tuviese una bola de cristal», pensó Bond. Tanta clarividencia le resultaba muy sospechosa.
Los BTR soviéticos se fabrican según diversas variantes. Así, la principal es el carro anfibio destinado al transporte de tropas, de dos a veinte hombres. Luego está el modelo artillero; o el que en aquel momento tenían ante la vista, destinado exclusivamente al transporte de carga por terreno accidentado. Los vehículos se reducían en cuanto estructura a lo más esencial, pues se les había desprovisto de buena parte del blindaje y el peso descansaba en las gruesas cadenas de las orugas. Además, todos iban provistos de una gruesa plancha delantera que barría prácticamente del camino cualquier obstáculo que se les pusiera por delante, bien fueran escombros, hielo, montones de nieve o troncos de árbol. Todos ellos estaban pintados de gris. Las plataformas, de guardas abatibles, ocultaban una serie de escotillas rectangulares, muy hondas, en las que se iban introduciendo con rapidez las cajas y embalajes de todo tipo.
La dotación de los BTR permanecía a un lado, al margen de1 esfuerzo físico que conllevaba la operación de acarrear y levantar las pesadas cajas, aunque de vez en cuando un miembro de las respectivas tripulaciones intercambiaba una palabra con el suboficial que dirigía las tareas de carga desde la rampa y que verificaba el transbordo con una tablilla sujetapapeles en las manos.
Los hombres que efectuaban el trabajo vestían monos de fino tejido de algodón gris y exhibían con claridad galones y emblemas en hombros y brazos. Ni que decir tiene que llevaban el traje de faena sobre las gruesas prendas invernales y se cubrían la cabeza con gorras de piel provistas de enormes orejeras que les llegaban casi hasta la barbilla. En la parte frontal de cada gorra lucía la clásica estrella del Ejército Rojo.
Sin embargo, los dos hombres que componían la dotación de cada unidad vestían un uniforme que hizo enarcar las cejas a Bond y le produjo un súbito vuelco en el estómago. Debajo de los chaquetones de piel se distinguían unos gruesos pantalones azul marino, en tanto que calzaban los pies con gruesas y resistentes botas muy adecuadas para el servicio cotidiano del soldado. Aunque llevaban orejeras protectoras, se tocaban con una simple gorra marinera adornada con relucientes insignias. El atuendo, por desgracia, le recordaba con persistencia a Bond tiempos pasados, un mundo diferente.
Kolya le tiró del brazo y le pasó los prismáticos de noche al tiempo que señalaba hacia la parte delantera de la primera rampa.
– Ahí tienes al comandante en jefe -susurró.
Bond tomó los binoculares, enfocó la imagen y divisó a dos hombres que dialogaban entre ellos. Uno pertenecía a la dotación de los transportes, el otro era un sujeto achaparrado y fuerte, de tez cetrina, embutido en un abrigo con los galones de sargento en las hombreras, una ancha cinta roja que se distinguía con claridad a través de la lente.
– Son suboficiales -volvió a susurrar Kolya-. Casi todos son tipos amargados o gente de los que otras unidades quieren prescindir. De ahí que fuese tan fácil comprar su silencio.
Bond asintió con la cabeza y devolvió los prismáticos al ruso.
El depósito de armas de Liebre Azul parecía estar a dos pasos de su punto de observación, un efecto engañoso de la luz rutilante y de la helada, que se cernían sobre sus cabezas como una evanescente y tupida cobertura. Más debajo de donde se hallaban apostados, los hombres parecían exhalar aliento vaporizado de las bocas y las ventanas de la nariz como bestias de carga agobiadas por la dura labor, en tanto resonaban las órdenes terminales, amortiguadas por la densa atmósfera. Eran voces estridentes que gritaban en ruso, apremiando a los soldados en su tarea. Bond pudo oír incluso el sonido de una voz que decía:
– A ver si os dais prisa, atajo de idiotas. Pensad en la prima que os embolsaréis después de la faena y en las chicas que llegan mañana de Alakurtii. Terminad de una vez y luego podréis descansar.
Uno de los hombres se volvió hacia el que así hablaba y le gritó con voz perfectamente audible:
– Voy a necesitar un buen descanso si me traen a la gorda de Olga… -la frase se perdió en el aire, pero las risotadas que siguieron denotaban que el soldado había concluido con algún comentario subido de tono.
Bond tiró del cordoncillo de la brújula, comprobó el rumbo sin que el ruso se diera cuenta y realizó unas rápidas operaciones mentales. Entonces oyó un rugido abajo. Era uno de los BTR que había puesto el motor en marcha. Un enjambre de soldados manipularon las escotillas, sujetaron las pesadas guardas abatibles, las alzaron y finalmente las desplegaron y encajaron hasta constituir la plataforma plana características de aquel tipo de vehículos.
Los restantes carros estaban casi cargados. Los hombres se afanaban junto a los compartimentos y acababan de anudar cuerdas y afianzar correajes. El motor del segundo transporte empezó a trepidar.