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– Ya es hora de que bajemos -murmuró Kolya, al tiempo que el primer transporte se dirigía con lentitud hacia el punto de giro. El convoy tardaría unos quince minutos en acondicionar las plataformas, dar la vuelta y situarse en fila para emprender la marcha.

Con cautela, los dos agentes secretos iniciaron un lento retroceso. Una vez a cubierto, en un lugar desde el que no se divisaban las construcciones de la base, tuvieron que detenerse unos instantes para que los ojos se ajustaran de nuevo a la oscuridad. A continuación se deslizaron por la resbaladiza pendiente, un trayecto que cubrieron mucho más rápidamente que el ascenso al promontorio, hasta llegar a la masa de árboles, caminando a tientas en dirección al lugar donde habían ocultado los escúters.

– Primero dejaremos que pasen -Kolya hablaba como si fuese él quien llevase el mando-. Los motores de esos armatostes rugen como leones enfurecidos. La escolta ni siquiera se enterará cuando arranquemos – tendió la mano para recuperar la máquina fotográfica que había prestado a Bond y la guardó junto con el equipo de vídeo.

A lo lejos todavía resplandecía con luz tenue la base de Liebre Azul, pero en el silencio de la noche el sonido trepidante de los carros de transporte cobró un tono ronco, estridente y agresivo. Bond realizó otra rápida operación mental, en la confianza de que no incurriría en un error de cálculo. De repente el ruido se orientó hacia ellos y empezó a resonar entre los árboles.

– Ahí los tenemos -dijo el ruso, dándole con el codo. Bond se inclinó hacia delante, tratando de avizorar la marcha del convoy por el extremo del camino. El estruendo de los vehículos de transporte se intensificó aún más, y a pesar de que el hielo y los árboles distorsionaban el sonido, resultaba fácil adivinar que el convoy llegaba por la izquierda del lugar donde Bond y Kolya se hallaban apostados.

– Listo -murmuró Kolya. De repente se le veía nervioso, enderezado a medias sobre el asiento de su máquina, con la cabeza vuelta, como retorcido por una llave.

El retumbar de los motores aminoró hasta convertirse en un estertor. «Habrán llegado al cruce», pensó Bond. Luego oyó con toda claridad el motor de uno de los BTR y el chirriar de las cadenas de tracción. Era otra clase de ruido. Mientras, Kolya se irguió un poco más que antes.

Finalmente, el ruido de los motores se normalizó. Los cuatro transportes seguían en fila por la misma senda, a idéntica velocidad. Sin embargo, había algo en todo aquello que infundía recelo. Fueron precisos uno o dos segundos para comprobar que el eco de los motores se iba apagando.

Kolya lanzó un juramento en ruso:

– Se dirigen hacia el norte -dijo, escupiendo casi las palabras. Luego su voz pareció atemperarse-. Ah, bueno, eso significa que han optado por la otra ruta. Allí tengo apostado a mi segundo agente. ¿Preparado?

Bond asintió y arrancaron las máquinas. Kolya rodó sobre el manto de nieve y de inmediato aceleró a fondo.

El estruendo de los orugas de transporte llegaba hasta sus oídos sobreponiéndose incluso al ruido que producían los escúters, por lo que no tuvieron dificultad en ponerse a la zaga del último vehículo, apenas visible en la lejanía, por espacio de diez u once kilómetros. El pequeño convoy siguió el mismo rumbo hasta que Bond pensó que estaban peligrosamente cerca de Alakurtii. Vio entonces que Kolya le indicaba por señas que se disponía a virar. En efecto, el ruso torció a la izquierda en ángulo recto y se metió de nuevo en el bosque, si bien en la presente ocasión la senda tenía un ancho razonable. La capa de nieve profunda y mostraba las huellas recientes del paso de los carros blindados.

El camino parecía discurrir siempre cuesta arriba. Los dos escúters tenían que avanzar entre vueltas y revueltas para evitar las rodadas de las orugas de los transportes. La máquina de Bond rugía en son de protesta ante el esfuerzo que se le exigía, en tanto el superagente trataba de determinar el rumbo que seguía la caravana de blindados.

Si realmente los vehículos regresaban al lado fronterizo, a la sazón se hallaban empeñados en un avance campo a través que habría de conducirlos casi al mismo punto del bosque por el que habían penetrado en territorio soviético. Durante un buen rato dio la impresión de que, en efecto, se dirigían hacia el lugar de referencia, es decir, rumbo al suroeste. Pero al cabo de una hora poco más o menos, la pista se bifurcaba. Los blindados tomaron el ramal de la derecha y enfilaron hacia el noroeste.

Hubo un momento en que Kolya consideró que estaban demasiado cerca del convoy e hizo ademán de detenerse. Bond tuvo el tiempo justo para tirar de la brújula y determinar el rumbo que marcaba la aguja en la esfera luminosa. Si los BTR mantenían la misma dirección era indudable que irían a parar muy cerca de la posición marcada en el mapa como el emplazamiento del Palacio de Hielo, en el que se hallara en zona soviética, según la posición real que Bond había deducido de sus cálculos.

Al cabo de unos kilómetros Kolya volvió a detenerse e hizo señas a Bond de que se le acercara.

– Dentro de unos minutos cruzaremos la frontera -dijo en voz alta. El viento les daba de frente, penetrando en sus cuerpos a través de la ropa de abrigo y llevando de nuevo hasta ellos el ruido atronador de la caravana de blindados que marchaba siempre en cabeza-. El agente que tengo apostado debe estar por ahí, un poco más adelante, de modo que no te alarmes si ves que otro escúter se une a nosotros.

– ¿No tendremos que cruzar por un descampado si seguimos en esta dirección? -Bond formuló la pregunta con tanta ingenuidad como le permitía fingir el viento que azotaba sus rostros.

– No. ¿Recuerdas el mapa?

Bond lo tenía grabado en la mente, al igual que las señales que había trazado por su cuenta y el emplazamiento posible del Palacio de Hielo, en el sector soviético. Por breves instantes pensó en deshacerse de Kolya, esquivar luego al segundo hombre, asegurarse de que el cargamento iba a parar búnker y emprender acto seguido la huida de la Unión Soviética a la mayor velocidad posible.

La idea vibró en su cabeza unos momentos. Pero una voz interior le decía: «No te precipites, asegúrate, sigue tras ellos y quizás llegues a tu filón de oro».

Al cabo de un cuarto de hora largo divisaron otro escúter. Un hombre alto y delgado envuelto en gruesas prendas de abrigo, les aguardaba sentado en la máquina, dispuesto a emprender la marcha.

Kolya levantó el brazo y el nuevo expedicionario tomó la delantera. Delante de ellos, no muy lejanos, los blindados avanzaban con un ruido sordo y trepidante por la senda del bosque, que en aquel tramo era de una anchura limitada, suficiente apenas para permitir el paso de los vehículos oruga.

Transcurrida media hora seguían avanzando en la misma dirección. Una luz débil se esparcía por el firmamento. De repente, Bond sintió que se le ponían los pelos de punta. Hasta entonces habían podido oír de forma constante el ruido que producían los motores de los transportes, que se imponían incluso al de sus propias máquinas. Pero en aquellos instantes sólo percibía el zumbido de los escúters. Instintivamente redujo la velocidad, torció para no meterse en uno de los surcos dejados por las cadenas del convoy y al efectuar el giro divisó con claridad la silueta del agente. Pese a la abultada indumentaria de invierno, Bond creyó reconocer el perfil de la cabeza y los hombros.

Aquel pensamiento le aguijoneó unos instantes, y en tan breve lapso de tiempo los acontecimientos se precipitaron.

Delante de ellos un haz de luz penetró por el tupido ramaje de los árboles. Bond atisbó la mole del BTR que marchaba en último lugar y una especie de risco cubierto de nieve que se elevaba ante los vehículos. Súbitamente las luces se intensificaron procedentes de todos los ángulos, diríase incluso que del propio cielo. Las grandes lámparas de arco y los haces de los reflectores hicieron que Bond se sintiera como desnudo, prendido en la red en pleno descampado.