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Ladeó el escúter en un intento de aprovechar el poco espacio disponible para dar la vuelta y emprender la huida, al tiempo que una de sus manos se introducía veloz en la chaqueta para hacerse con la pistola. Pero los surcos de las orugas de los blindados no le permitieron llevar a cabo la brusca maniobra.

De repente empezaron a salir de los árboles por todas partes: de atrás, de los lados, de enfrente. Eran hombres vestidos con uniformes de campaña grises, cascos abombados y largos chaquetones forrados de piel, que convergieron hacia los tres expedicionarios, los rifles y metralletas fulgurantes bajo la luz de los potentes proyectores.

Bond tenía la pistola en la mano, pero finalmente bajó el cañón. No era momento propicio para un duelo. Hasta un hombre como el agente 007 sabía cuando llevaba las de perder.

Miró hacia adelante. Kolya permanecía sentado en el escúter, la espalda erguida, pero el agente que encabezaba la marcha se apeó y, prescindiendo del ruso, se encaminó hacia Bond. La forma de andar le resultaba familiar, al igual que antes sucediera con la cabeza y los hombros.

Un proyector que le daba de lleno en la cara le forzó a bajar la vista y entonces advirtió las botas de los soldados que le rodeaban. El crujido de unos pasos en la nieve se acercaba de forma gradual; era el agente comisionado por Kolya. Una mano guantada le arrebató la pistola. Bizqueando, el superespía levantó la mirada.

La figura se quitó la bufanda, levantó las gafas protectoras, se despojó del gorro de lana y dejó que los rubios cabellos cayeran en desorden sobre los hombros. Con placentera risa y fingiendo un acento alemán, al modo de una actriz, Paula Vacker clavó su mirada en los ojos de Bond.

– Herr James Bond, paga usted la guega ha tegminado -dijo.

13. El Palacio de Hielo

Los hombres de uniforme se acercaron y después de rodearle empezaron a cachearle. Primero se apoderaron de las granadas y luego del contenido de la mochila. Sin embargo no le quitaron el cuchillo de comando que ocultaba en las botas Mukluk, lo cual no dejaba de ser una pequeña ventaja.

Mientras los hombres sacaban a Bond de su escúter y le obligaban a caminar con leves empujones, Paula seguía riéndose de él.

Bond se encontraba aterido de frío y muy cansado. En tales circunstancias, ¿por qué no simular un desfallecimiento? Podría reportarle alguna utilidad. Y así lo hizo, se dejó caer con flaccidez y los dos soldados que le custodiaban tuvieron que cargar con su peso. Inclinó la cabeza con aparente desmayo y entreabrió los ojos para no perder detalle del entorno.

Salieron del bosque y desembocaron en un claro semicircular que terminaba en una amplia y desarbolada pendiente, semejante a una minipista de esquiar. Por supuesto, se trataba del búnker, o mejor, del Palacio de Hielo, ya que en las paredes laterales, a un costado de la pendiente, se abrieron dos puertas enormes, camufladas con pintura blanca. Del interior parecía llegar una corriente de aire caliente. Puertas adentro, el blocao se hallaba muy bien iluminado.

Bond se apercibió también, vagamente, de una entrada más pequeña situada a la izquierda. Lo que estaba viendo encajaba a la perfección con los primitivos planos que Kolya le había proporcionado. El búnker estaba dividido en dos partes: una destinada a depósito de pertrechos militares y servicios de mantenimiento, y la otra a vivienda.

Oyó que un motor se ponía en marcha y vio cómo uno de los blindados -el que marchaba en última posición- reptaba y se introducía en la abertura y desaparecía por la larga rampa interior que Bond sabía que se adentraba en las entrañas de la tierra.

Cerca de él, Paula se echó a reír de nuevo, al tiempo que se oyó el zumbido de un escúter, el mismo que había conducido Bond, a la sazón ocupado por uno de los hombres vestidos de uniforme.

Kolya hizo un comentario en ruso, y Paula le contestó en el mismo idioma.

– Pronto te sentirás mejor -dijo uno de los soldados que le acarreaban en un inglés con mucho acento-. Dentro podrás echar un trago y calentar tu aterido cuerpo.

Le apoyaron contra la pared, justo en el interior, al lado de las imponentes puertas de acceso, y le tendieron una botella que Bond se llevó a los labios. Tuvo la sensación de que trasegaba fuego líquido que de los labios caía hasta la boca del estómago. Jadeante, Bond farfulló:

– ¿Qué demonios…? ¿Qué me habéis dado?

– Vodka con leche de reno. Está bueno, ¿verdad?

– Sí, sí, muy bueno -escupió más que dijo Bond.

Pugnó por recobrar el aliento. Después de haber probado aquel aguardiente tan peregrino no tenía sentido que simulara desfallecimiento. Sacudió la cabeza y echó un vistazo a su alrededor. Del fondo de la caverna llegaban los olores del humo del motor diesel. La rampa de entrada, bastante inclinada y ancha, torcía casi en ángulo recto y se adentraba muy honda en el suelo.

En el exterior, los soldados procedían a alinearse en columna de a tres. El superagente reparó ahora en todos aquellos que lucían el uniforme de campaña gris: botas de invierno de caña corta y pantalones con rodilleras, chaquetones holgados con forro de piel y bolsillos oblicuos y, debajo, las guerreras reglamentarias, en cuyas solapas lucían los emblemas del cuerpo y el arma. Los oficiales calzaban botas de caña alta y, presumiblemente, vestían pantalones de montar, ocultos por los faldones de los gruesos abrigos.

Kolya se hallaba de pie junto a su escúter, charlando todavía con Paula. A los dos se les veía nerviosos y Paula se había vuelto a poner la bufanda y el gorro para protegerse del frío. En un momento dado Kolya llamó a un oficial; lo hizo en forma imperativa, como si fuera dueño y señor de todo y de todos.

El oficial al que Kolya había llamado asintió con un movimiento de cabeza y profirió una orden que sonó como un trallazo. Dos soldados se adelantaron y se hicieron cargo de los escúters. A juzgar por las trazas había una pequeña casamata contigua, a la derecha de la entrada principal, con capacidad suficiente para albergar varios vehículos.

Acto seguido, el pelotón de soldados se adentró marcando el paso en el búnker, dejando atrás a Bond y a sus dos guardianes, provistos de sendos fusiles ametralladores AKM de fabricación soviética. Bond se dijo que aquellas armas eran el único detalle no casaba con el ambiente teutónico del lugar. Los soldados se perdieron en la rampa, dejando oír el rítmico golpeteo de las botas contra el piso de cemento armado.

Kolya y Paula avanzaron sin prisas hacia la gran puerta de acceso, como si tuviesen todo el tiempo del mundo por delante. En el exterior, en la franja arbolada, Bond divisó un par de kotas laponas, parecidas a las de los pieles rojas. En el centro ardía una fogata y una figura permanecía inclinada sobre una marmita; era una mujer vestida con el típico atuendo: falda negra con profusión de ornamentos, gruesos pantalones semejantes a polainas o sobrecalzas, botas de piel de reno y un tocado y el chal tejidos con vistosos colores, las manos protegidas con mitones. Antes de que Paula y Kolya llegasen a la maciza puerta de entrada, se unió a la mujer lapona un hombre que llevaba también una vistosa indumentaria, con una chaqueta adornada con diseños ornamentales y un manto recamado, de vivos colores, que colgaba de sus hombros. En algún lugar cercano a las kotas se oyó el resoplido de un reno.

De lo alto del techo curvo, abovedado, llegó un chasquido metálico seguido de una serie de penetrantes silbos de aviso. Paula y Kolya apresuraron el paso y enseguida se oyó el clásico ruido de un sistema de cierre hidráulico. Las grandes puertas de metal empezaron a desenrollarse, formando una especie de telón de seguridad que aislaba el recinto subterráneo del mundo exterior.

– Bueno, James, ¡sorpresa! -exclamó Paula, a la vez que se quitaba de nuevo el gorro de lana.