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El superagente observó que la chica llevaba una chaqueta de piel sobre lo que parecía ser un uniforme. Kolya, desde atrás, cambió de posición, moviéndose como un boxeador sobre el cuadrilátero. Sin duda alguna Kolya sabía adaptarse como un camaleón, pensó Bond para sus adentros. Un semblante para cada ocasión.

– No tanta sorpresa como crees -Bond consiguió esbozar una sonrisa. Fingir despreocupación se le antojaba el único recurso de que disponía en aquellos momentos-. Los míos están al cabo de todo el asunto. Incluso conocen con exactitud de la ubicación del búnker -los ojos del superagente se clavaron en los de Kolya-. Debiste andar con más cuidado, Kolya. Los mapas no respondían a la realidad. Es improbable encontrar dos zonas idénticas, con los mismos accidentes topográficos, situadas a quince o veinte kilómetros una de otra. Estáis atrapados.

Por una fracción de segundo le pareció detectar una sombra de preocupación en el rostro del ruso.

– Tirarte faroles, James, no te llevará a ninguna parte -dijo Paula.

– ¿Piensa recibirnos ahora? -preguntó Kolya a la chica.

Paula asintió.

– En su momento. Creo que podemos permitirnos mostrarle a James la ruta panorámica para que advierta la amplitud del búnker del Führer.

– Santo Dios -Bond rió sin ganas-; ¿también a ti te han lavado el cerebro, Paula? En tal caso, ¿por qué no dejaste que aquel par de gorilas que estaban en tu apartamento acabasen conmigo de una vez?

Ella esbozó una sonrisa desmayada, agridulce.

– Porque resultaste demasiado duro de roer. En todo caso, el trato era entregarte con vida, no muerto.

– ¿El trato?

– Calla la boca -terció Kolya, tajante.

Ella hizo un gesto con elegante gracia, como quitando importancia a la objeción del ruso.

– De todos modos lo sabrá dentro de muy poco. Kolya, no andamos sobrados de tiempo. El jefe te ha dado lo que pedías, como prometió. El material almacenado tiene que salir de aquí dentro de uno o dos días a lo sumo. No pasa nada por decirle todo esto a nuestro amigo.

Kolya Mosolov hizo chasquear los dedos con impaciencia.

– Supongo que todos están aquí, ¿no?

Ella sonrió, asintió con la cabeza y recalcó el término.

– Todos.

– Conforme.

Paula centró de nuevo la atención en el agente 007.

– ¿Te gustaría echarle un vistazo al lugar? Es un buen paseo. ¿Te ves con ánimos?

Bond lanzó un suspiro.

– Creo que sí, Paula. ¡Qué lástima que una preciosidad como tú ande metida en todo este tinglado!

– Machista -lo dijo sin que pareciera ofendida-. Está bien; saldremos de paseo. Pero antes, que le registren -ordenó, mirando a los guardianes-. Y hacedlo a conciencia, porque este sujeto tiene más escondrijos que un contrabandista griego. Inspeccionadlo todo, y cuando digo todo ya sabéis a qué me refiero. Yo bajaré la rampa con nuestro camarada ruso.

Los soldados, en efecto, buscaron en todas partes, encontraron lo que tenían que encontrar y lo hicieron sin muchos miramientos.

Luego, Paula y Kolya se apostaron a uno y otro lado de Bond, seguidos por la pareja de guardianes con las metralletas a punto.

Unos metros más allá, la rampa formaba una pendiente más inclinada y describía una curva muy cerrada. El grupo se dirigió hacia el muro izquierdo, junto al cual se había construido un paso con barandilla y escalones.

Era obvio que el búnker estaba concebido con gran perfección y la obra respondía a las exigencias del plano. Una corriente de aire caliente les envolvía y, alzando la vista, Bond distinguió diversos conductos -para el agua, el combustible y el aire acondicionado- destinados a facilitar la vida en las entrañas de la tierra. De trecho en trecho se divisaban unas pequeñas cajas metálicas empotradas en los muros, sin duda elementos de un sistema interior de comunicaciones. A lo largo del túnel grandes luces de neón colocadas en las paredes y en la bóveda proporcionaban una excelente iluminación. A medida que descendían se iba ensanchando el pasadizo. Más abajo, Bond observó que desembocaba en un hangar de grandes proporciones.

El superagente no pudo menos de sorprenderse a la vista de las instalaciones. Los cuatro blindados que habían cargado armamento en Liebre Azul estaban alineados junto a otros cuatro vehículos, dando un total de ocho, y, sin embargo, dadas las gigantescas proporciones del lugar, semejaban coches de juguete.

Un nutrido contingente de soldados uniformados procedía a descargar el material que acababa de llegar. Cajas de embalaje y cajones apilados ordenadamente sobre maderos eran transportados por carretillas elevadoras y depositados en cámaras independientes provistas de unas escotillas de entrada y grandes cierres de volante, todo a prueba de incendios. No cabía duda de que Aarne Tudeer, alias conde Von Glöda, había tomado todas las precauciones. Los hombres calzaban zapatos con grandes suelas de goma para que no saltaran chispas que prendieran en la munición y provocaran una catástrofe. Bond estimó que había armas suficientes para desencadenar una guerra de consideración y, desde luego, para mantener una operación terrorista cuidadosamente planeada, e inclusive emprender una guerra de guerrillas de un año o más de duración.

– Podrás ver que somos gente eficiente. Pretendemos enseñar al mundo cómo hay que hacer las cosas -Paula sonrió mientras hablaba, con ostensible orgullo.

– ¿No hay bombitas nucleares o de neutrones? -preguntó Bond.

Paula se echó a reír de nuevo con una risita irónica, como dando por liquidado el asunto.

– Tendrán eso y lo que necesiten -terció Kolya.

Bond mantenía los ojos bien abiertos, observando los almacenes de armas y municiones y tomando buena nota de las puertas de salida. En el fondo de su mente surgió el recuerdo de Brad Tirpitz. Si había salido indemne de la explosión, todavía quedaba la posibilidad de que pudiera aproximarse esquiando y ocupar algún punto estratégico, de que no se hallara muy lejos del búnker y pudiera de algún modo dar la alarma.

– ¿Has visto lo suficiente? -fue Kolya quien formuló la pregunta, en un tono sarcástico.

– ¿Es la hora del aperitivo? -inquirió Bond con despreocupación, pues no había otra forma de enfocar aquella situación. Por lo menos quizá se enteraría muy pronto de toda la verdad sobre Tudeer -o Von Glöda, como gustaba hacerse llamar- y los tejemanejes de las Tropas de Acción Nacionalsocialista.

Por el momento sabía ya lo más esencial sobre Paula, a saber, que era parte integrante del aparato paramilitar de Von Glöda y que, por razones que ignoraba, Kolya estaba metido en el asunto. Eso sin contar la enigmática referencia verbal a un pacto o algo parecido.

Bond creyó atisbar lo que parecía la cabina central de mandos, detrás de un pasadizo estrecho que se adentraba en el vasto subterráneo destinado a depósito y almacenamiento. Sin duda las gigantescas puertas de entrada al búnker eran controladas desde aquella cabina, y tal vez, también, los sistemas de ventilación y calefacción. Con todo, convenía no olvidar que aquel sector constituía solo una parte relativamente pequeña del búnker en su conjunto. La destinada a vivienda y dependencias anexas, que sabía lindaba con la sección en que ahora se hallaba, probablemente era aún más intrincada.

– ¿La hora del aperitivo? -Kolya retomó la pregunta-. Es posible. El conde es un hombre muy espléndido con sus invitados. Imagino que habrá dispuesto se sirva un ágape.

Paula comentó que, en efecto, suponía que le darían algo de comer.

La verdad es que es un hombre muy comprensivo, sobre todo con los condenados, James. Algo así como aquellos emperadores romanos que saludaban a sus gladiadores.

– No sé por qué, pero me lo imaginaba -replicó Bond con sarcasmo.

Ella sonrió con ganas, asintió brevemente con la cabeza y echo a andar, en cabeza, por la superficie de cemento, dejando oír el taconeo metálico de sus botas. Se adelantó hasta detenerse delante de una de las puertas de metal empotradas en el muro de la izquierda, donde esperó a que Kolya, Bond y los dos guardianes se unieran a ella. Al lado de la puerta se observaba un dispositivo electrónico de cierre y apertura. Paula murmuró unas palabras introduciendo los labios en la cavidad receptora. Se oyó un chasquido y la puerta se deslizó hacia atrás. Volviéndose de nuevo hacia Bond, sonrió y dijo: