– Existe un buen dispositivo de seguridad entre las diversas secciones del búnker. Las puertas que unen las distintas dependencias sólo se abren a impulsos de determinadas modulaciones de la voz -otra vez afloró la misma deliciosa sonrisa. Traspusieron el umbral y la puerta se cerró automáticamente tras ellos.
En el área donde a la sazón se encontraban, los pasadizos parecían tan monótonos y desprovistos de adornos como los pasillos más anchos. Las paredes eran del mismo cemento rugoso, a buen seguro hormigón armado, pensó Bond para sus adentros. En lo alto de los muros se veían diversos conductos correspondientes a la calefacción y ventilación, que discurrían a todo lo largo sin ocultación alguna.
Por lo que Bond podía observar, la parte del búnker destinada a vivienda parecía tener poco más o menos la misma superficie que la sección de almacenamiento, depósitos y pertrechos. La distribución seguía el mismo criterio geométrico, y los túneles y pasadizos se entrecruzaban de forma laberíntica.
El estrecho pasillo de acceso desembocaba en un paso central, más ancho, que cruzaba en sentido perpendicular. Bond echó un vistazo a su izquierda y divisó varias puertas a prueba de incendios, una de las cuales permanecía abierta y dejaba ver el pasadizo que habían dejado atrás. Sobre la base del esquema que tenía en la mente, Bond dedujo que del túnel central, verdadera arteria, arrancaban otros corredores. A la izquierda vio lo que parecían ser las dependencias que albergaban a los soldados. El superagente se dijo que aquél debía de ser el punto más vigilado, puesto que por el lado izquierdo se entraba -y salía- en la parte del búnker que servía de morada a la guarnición y al personal en general. En una palabra, para salir al exterior uno tenía que pasar por los cuarteles y, seguramente, ya en la puerta principal, superar un tipo u otro de control de paso.
Kolya y Paula le empujaron con suavidad hacia la derecha. Cruzaron por otro par de puertas a prueba de incendios, entre las cuales otros corredores cortaban el paso principal y mostraban numerosas puertas empotradas a uno y otro lado. Se oía rumor de voces y, de vez en cuando, el teclear de las máquinas de escribir. Bond sacó la impresión de que se mantenía una vigilancia muy estricta, pues divisó fugazmente centinelas armados: los había por doquier, algunos en los umbrales de las puertas y otros en la intersección de los diversos pasillos secundarios con la arteria principal.
Sin embargo, después del tercer par de puertas a prueba de incendios, el ambiente cambiaba por completo. Las paredes ya no estaban constituidas por la fría y rugosa superficie de cemento, sino revestidas por una especie de arpillera de color pastel. También los tubos de los diversos sistemas y los cables de la electricidad estaban guarnecidos bajo unas cornisas curvas y ornamentales. Las puertas que se divisaban a los dos lados eran puertas batientes provistas de grandes mirillas que permitían ver con toda claridad a hombres y mujeres sentados ante unas mesas de oficina y rodeados por aparatos de radiofonía y equipo electrónico.
Pero lo más sórdido de aquel espectáculo, se dijo Bond, eran las fotografías y los carteles que, de forma intermitente, rompían la uniformidad de los muros. Eran imágenes que el superespía conocía bien, al igual que cualquier estudioso o conocedor de los sucesos de la década de los treinta y de los cuarenta.
Se toparon de nuevo con otro par de puertas metálicas, como las anteriores, pero una vez franqueado el paso, los pies pisaron un suelo alfombrado con una densa moqueta. Paula alzó una mano y el grupo se detuvo.
Se hallaban en lo que parecía ser una antesala. Bond pensó una vez más que lugares como aquél solo se veían en las películas. En el extremo se alzaban dos grandes y macizas puertas de madera noble, flanqueadas por pilares dóricos, y apostados junto a ellas había dos centinelas que lucían uniforme azul oscuro, gorras de visera y el emblema de la Gestapo. Calzaban botas relucientes y exhibían un brazal de color rojo, negro y blanco con la cruz gamada. Los cinturones de cuero, sostenidos por una correa que pasaba sobre el hombro derecho, así como las pistoleras, tenían un lustre y lisura singulares, en tanto que la calavera plateada de la muerte destacaba en lo alto de las gorras.
Paula dijo apresuradamente unas palabras en alemán y uno de los guardianes, tras asentir con un breve movimiento de cabeza, dio suavemente con los nudillos en la puerta, para luego desaparecer en la habitación contigua. El segundo guardián miró a Bond con una sonrisa torcida, mientras su mano acariciaba una y otra vez la pistolera que le pendía del cinto.
Pasaron unos minutos, hasta que la puerta de doble hoja se abrió de nuevo y dio paso al primer centinela, que hizo una señal afirmativa a Paula. La muchacha tocó a Bond en el brazo. Los tres se adentraron en la estancia, dejando atrás a los guardianes que les habían acompañado hasta la antecámara.
Lo primero y lo único que Bond advirtió al entrar fue el gigantesco retrato de Adolfo Hitler obra de Fritz Erler, que dominaba por completo cuanto había en aquella estancia. Ocupaba casi toda la pared del fondo y causaba un impacto tan tremendo y vívido que Bond se quedó quieto, mirándolo, por espacio de casi un minuto. Ello no le impidió cobrar conciencia de que había otras personas presentes en la habitación, y tampoco se le escapó que Paula, en posición de firmes, levantaba el brazo y hacía el saludo fascista.
– ¿Le gusta, señor Bond?
La voz provenía del extremo de una gran mesa de despacho, muy bien ordenada, con el secafirmas, una hilera de teléfonos de distintos colores y un pequeño busto de Hitler.
Bond apartó los ojos de la pintura para fijarlos en el hombre que se hallaba sentado detrás del escritorio. Era aquel mismo rostro curtido por la intemperie, el inconfundible porte militar -apreciable incluso en esa posición- y peinado bien peinado de un gris oscuro. El semblante no era el de un anciano. Como Bond ya apreció en su momento en el comedor del hotel Revontuli, el conde Von Glöda tenía la suerte de contar con unas facciones intemporales; era, en fin, un hombre de rasgos clásicos, todavía de buen ver, pero cuyos ojos no traslucían el menor destello de cordialidad. En aquellos instantes los había vuelto hacia Bond, como un enterrador que se limita a calcular mentalmente las medidas del féretro para su cliente.
– Sólo lo había visto en fotografías -contestó Bond con voz pausada- y no me habían gustado ni pizca. De ahí que, si este es el original, tampoco me impresiona demasiado.
– Comprendo.
– Cuando hables con el conde debes darle el tratamiento de Führer.
El consejo partió de Brad Tirpitz, cómodamente arrellanado en un butacón cercano al escritorio.
La verdad era que Bond había perdido toda capacidad de asombro. El ver que también Tirpitz formaba parte de la trama sólo le indujo a sonreír y a asentir brevemente con la cabeza, como dando a entender que lo normal hubiese sido que se le pusiera en antecedentes desde un buen comienzo.
– Ya veo que esquivaste la mina… Vaya, vaya -Bond intentó, con éxito, conferir un tono despreocupado a sus palabras.
La cabeza granítica de Tirpitz se movió con lentitud de un lado a otro.
– Me temo que te equivocas de hombre, amigo James.
Von Glöda soltó una risita desmayada, y Tirpitz prosiguió diciendo:
– Dudo mucho que hayas visto nunca una foto de Brad Tirpitz. Brad el Malo le tenía mucha aprensión a eso de las fotografías, como el amigo Kolya aquí presente. Sin embargo, se me dijo que, a media luz, ofrecíamos una estampa similar. La misma figura poco más o menos. Creo que el pobre Brad fracasó de plano. Fue eliminado sin ruidos antes incluso de que se pusiera en marcha la Operación Rompehielos.