Выбрать главу

– Eliminado y cabeza abajo -añadió Kolya-. Por un feo agujero en el hielo.

Hubo un movimiento en la sala de despacho; el hombre sentado detrás de ella dio una palmada llamando al orden, como si pensara que no se le hacía suficiente caso.

– Lo siento, mi Führer -Tirpitz se dirigió a él con genuina deferencia-, pero me pareció más sencillo contárselo directamente a Bond.

– Yo cuidaré de las explicaciones; en el supuesto de que haya que dar alguna, claro está.

Fue Paula la que terció entonces, con un matiz en la voz que el superagente no alcanzaba a reconocer.

– Führer, ha llegado el último envío de armas. El cargamento podrá expedirse en un plazo de cuarenta y ocho horas.

El conde ladeó la cabeza, fijó unos instantes los ojos en Bond y luego los posó rápidamente en Kolya Mosolov.

– En fin, por mi parte creo estar en condiciones de cumplir lo estipulado en el acuerdo, camarada Mosolov, puesto que el precio lo tiene ahí delante a la vista: el señor James Bond. Ni más ni menos que como le prometí.

– Sí.

Kolya no dio muestras de satisfacción ni de descontento. La escueta afirmación daba a entender, sencillamente, que se había cumplido con un tipo de acuerdo no especificado.

– Führer, quizás… -empezó a decir Paula, pero Bond la atajó en seco.

– ¿Führer? -exclamó con vehemencia-. ¿Llamas Führer a este hombre…? ¿Jefe él? Todos aquí estáis locos de remate, y tú la primera -con ademán enérgico apuntó con el dedo al hombre sentado detrás del escritorio-. Aarne Tudeer, buscado por genocidio durante la segunda guerra mundial; un insignificante oficial de las SS al que los nazis concedieron ese dudoso honor por lanzar a las tropas finlandesas contra los rusos… contra los paisanos de Kolya. Y ahora ha conseguido reunir en torno a sí a un reducido grupo de fanáticos, los ha vestido como extras de una película de Hollywood, despliega todos los arreos aderezos y quiere que se le llame Führer. ¡Vamos! ¿Qué juego se lleva entre manos, Aarne, y adónde espera que le conduzca? Unas cuantas acciones terroristas aisladas, un número relativamente corto de comunistas asesinados en las calles… Total, una victoria pírrica. Aarne Tudeer, en el reino de los ciegos el tuerto es el rey. No hay más que un tuerto y un loco excéntrico…

Aquel rapto de cólera, calculado para causar el máximo impacto, fue cortado con brusquedad por Brad Tirpitz o como quiera que se llamase aquel imbécil, que saltó del butacón y propinó con el revés de la mano un golpe en la boca de Bond.

– ¡Silencio! -la orden provino de Von Glöda-. ¡Silencio todos! Siéntate, Hans.

Luego volvió su atención hacia el agente 007, que sentía el gusto salobre de la sangre que fluía de un corte en la lengua. Bond se dijo que si surgía la ocasión, el tipo llamado Hans, Tirpitz o quienquiera que fuese, recibiría por triplicado el golpe que le había propinado.

– James Bond -los ojos de Von Glöda aparecían más vidriosos que nunca-. Su presencia en este lugar responde a un solo propósito que le explicaré en su momento. Sin embargo… -se detuvo un instante demorándose en esta última expresión, y luego la repitió- sin embargo, hay cosas que desearía participarle, y también otras que quisiera me confiase a mí.

– ¿Quién es el cretino que se hace pasar por Brad Tirpitz?

Bond trataba de salirse por la tangente cuanto le era posible, pero Von Glöda demostró ser un hombre poco inclinado a dejarse llevar por otras sendas que no fueran las suyas, acostumbrado a que sus órdenes se cumplieran sin rechistar y con una mentalidad que se recreaba en todo lo que afectara a la panoplia militar.

– Hans Buchtman es mi Reichsführer de las SS.

– En fin, su Himmler particular -comentó Bond con sorna.

– Oh, señor Bond, le aseguro que no es para tomarlo a broma -movió la cabeza ligeramente-. Sal, Hans, pero no te vayas lejos.

El llamado Buchtman, o Tirpitz, se cuadró, saludó a la manera nazi y abandonó la estancia. Von Glöda se dirigió entonces a Kolya.

– Mi querido Kolya, lo siento, pero este asuntito nuestro tendrá que retrasarse unas horas… un día a lo sumo. ¿Le molestaría avenirse a ello y complacer mi petición?

Kolya afirmó con la cabeza.

– Supongo que no hay inconveniente. Hicimos un trato y yo dejé por entero en sus manos el cumplimiento de la parte que le correspondía. Nada tengo que perder.

– Por supuesto que no, Kolya. ¿Qué podría perder con ello? Paula, atiéndele y no te apartes de Hans.

La chica se dio por aludida con un «si, Führer», tomó a Kolya por el brazo y salió con el ruso de la habitación.

Bond estudió con detenimiento al hombre que tenía ante sus ojos. Si en verdad era Aarne Tudeer, había que reconocer que se conservaba magníficamente y que su aspecto físico era el de un individuo vigoroso y sano. ¿No podía ser que…? No, Bond sabía que no debía seguir con las conjeturas…

– Está bien, ahora puedo hablarle con libertad.

Von Glöda se puso en pie, las manos detrás de la espalda. Su figura, alta y erguida, denotaba al militar de carrera por los cuatro costados. Bond se dijo que por lo menos aquel sujeto no era un mequetrefe aficionado a jugar a soldados como Hitler demostró ser, sino un hombre vigoroso, de buen porte y aire marcial que parecía tan sagaz como el más veterano jefe de estado mayor.

Bond se dejó caer en un mullido sillón. No tenía la intención de esperar a que le preguntaran.

– Para dejar las cosas en claro y con objeto de que no se haga ilusiones -empezó diciendo el peregrino Führer-, su enlace en Helsinki, a través del cual debe en principio operar usted…

– ¿Sí? -Bond sonrió.

Un número de teléfono, ése era todo el contacto con el enlace de su departamento en la capital finesa. Aunque en el curso de la sesión de trabajo que sostuvo en Londres antes de partir se habló en concreto de utilizar los servicios del agente en cuestión, Bond jamás pensó seriamente en recurrir a sus servicios. La experiencia le había enseñado que, hallándose comprometido en servicios peligrosos, lo más prudente es huir del agente local como alma que lleva el diablo.

– Decía que su enlace fue, para decirlo con la jerga en boga, «fumigado» tan pronto partió usted hacia la zona ártica.

– Ah -Bond profirió la exclamación en un tono enigmático.

– Simple medida de precaución -el conde agitó la mano como reconociendo lo inevitable-. Sí, muy lamentable, pero imprescindible. Disponíamos ya de un sustituto de Brad Tirpitz y debía tener mucho cuidado en lo tocante a mi descarriada hijita. Kolya Mosolov se atuvo al plan que yo había trazado. Todos los enlaces de los servicios secretos británicos, americanos y del Mossad fueron reemplazados y los teléfonos de contacto, o la radio en el caso de los israelíes, operados por hombres de mi absoluta confianza. Así pues, amigo Bond, no confíe en que la caballería venga en su ayuda.

– Nunca espero que acuda la caballería. La verdad es que no confío en los caballos. En el mejor de los casos son animales demasiado temperamentales, y desde los sucesos de Balaclava, allí en el Valle de la Muerte, no he tenido mucho tiempo para pensar en la caballería.

– Bond, tiene usted un peculiar sentido del humor. Sobre todo para un hombre que está en su situación.

El superespía se encogió de hombros.

– Yo soy tan sólo uno entre muchos, Aarne Tudeer. Detrás de mí aguardan centenares de personas, y detrás de ellas unos miles. Lo mismo en el caso de Rivke y de Tirpitz. En cuanto a Kolya, no puedo pronunciarme porque desconozco las motivaciones que le impulsan -se interrumpió unos segundos-. Las quimeras que persigue, Aarne Tudeer, podría explicarlas un psiquiatra bisoño. A fin de cuentas, ¿cuál es el esquema del juego? Primero un grupo neonazi, que perpetra actos terroristas y que puede disponer de armas y de hombres. Una organización a escala planetaria. Con el tiempo el terrorismo habrá de convertirse en un ideal, en un empeño por el que valga la pena luchar. Luego el movimiento se extenderá y nutrirá sus filas hasta convertirse en un grupo de presión que las organizaciones internacionales no puedan menos de tomar en consideración. Y por último, ¡bingo!, se habrá alcanzado la meta que Hitler no pudo conseguir, o sea, un Cuarto Reich de ámbito global. Así de fácil -soltó una seca carcajada-. Fácil, pero imposible. Por lo menos de aquí en adelante. ¿Cómo pretende conseguir que un tipo de la especie de Mosolov, entregado en cuerpo y alma al Partido, alto funcionario de la KGB, le secunde en sus planes, siquiera sea en los prolegómenos de la empresa?