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– ¿Sin muertes? -preguntó Bond.

– Ya me entiende, Bond. Es preciso que desaparezca toda la escoria. Pero cuando hayamos acabado con ella, habrá una raza superior, no ya una raza aria, sino europea.

El caso era que el hombre había logrado convencer a algunos de los nazis de la vieja guardia refugiados en Paraguay de que el sueño era posible.

– Hace seis años -manirestó con orgullo- me asignaron una gran suma de dinero, la mayor parte de lo que había sido depositado en los bancos suizos. A finales de los años sesenta adopté, o mejor, recuperé otro nombre. Existen vínculos de sangre entre mis antepasados y la estirpe de los Glöda, hoy extinta. Visité varias veces el viejo continente y hace cuatro años empecé a trabajar en serio. Recorrí todo el orbe, Bond; organicé, conspiré, separé el trigo de la paja.

»Tenía pensado iniciar los 1lamados actos terroristas el año pasado -Von Glöda parecía a la sazón enseñar el juego-. Como de costumbre, el problema consistía en adquirir armas. Disponía de hombres; soldados hay muchos y también suficientes instructores con experiencia. Pero el armamento es ya otro cantar. No podía hacerme pasar por un miembro de la OLP, el IRA o las Brigadas Rojas.

Por estas fechas Tudeer había regresado a Finlandia. La organización empezaba a cobrar forma. El único problema que tenía era encontrar un lugar secreto para instalar el cuartel general y procurarse armas. Entonces se le ocurrió una idea…

– Visité esta zona. La conocía bien y la recordaba aún mejor.

Sobre todo se acordaba del búnker que inicialmente construyeron los rusos y que los alemanes remozaron y agrandaron. El conde residió seis meses en Salla y recorrió las rutas de «escamoteo» habituales para entrar y salir de la Unión Soviética. Constató con sorpresa que una gran parte del búnker se encontraba en perfectas condiciones y se dirigió abiertamente a las autoridades soviéticas con el aval de la Cámara de Comercio finlandesa.

– Hubo algunos forcejeos, pero finalmente me concedieron permiso para trabajar en la zona. Les dije que iba a realizar unas prospecciones mineras, pero sin entrar en muchos detalles. Era una buena inversión; a los soviéticos no les costaba ni un céntimo.

Al cabo de seis meses y con la ayuda de especialistas venidos de Sudamérica, Africa y hasta de Gran Bretaña, el búnker estaba totalmente acondicionado. En el ínterin, Von Glöda había entrado en contacto con dos depósitos de pertrechos militares ubicados en las cercanías.

– Uno de ellos fue clausurado el año pasado. De allí saqué el parque móvil, los BTR -se dio con el puño en el pecho-, y fui yo también el que mantuvo conversaciones y cerró el trato con aquellos imbéciles traidores de Liebre Azul. Se vendieron por nada…

– Por nada y un montón de armas; cohetes y demás que todavía no ha utilizado, según creo -Bond recibió una mirada torva a cambio de esta puntualización.

– Pronto -asintió Von Glöda-, dentro de un par de años, echaremos mano de ese armamento y de otro aún más disuasorio.

Se hizo una pausa.

¿Acaso Von Glöda esperaba que le felicitase? Nada tendría de extraño.

– Según los indicios parece que ha dado usted un golpe maestro -dijo Bond.

Quiso dar a sus palabras un aire socarrón, pero Von Glöda se lo tomó en serio.

– Sí, sí, eso creo yo. Ir a los rusos y recibir armas de sus propios mandos, gente sin el menor sentido de su ideología y menos aun de la ideología de nuestro partido… ¡Estúpidos! ¡Cretinos!

De nuevo una pausa.

– Y el mundo procede como ellos, ¿no es así? -insinuó Bond.

– ¿El mundo? Sí, los gobiernos actúan como lo han hecho los rusos y acuden a mí en busca de protección. No sé por qué le cuento todo esto, Bond. Seguramente porque es usted la única persona ante quien puedo presumir de verdad, sí, jactarme de los éxitos obtenidos hasta el momento. Un millar de hombres y mujeres aquí, en este búnker. Cinco mil hombres en el campo de operaciones, distribuidos por todo el orbe. Un ejército que incrementa sus filas de un día para otro; atentados contra las principales sedes oficiales de Europa y Estados Unidos, todo planeado basta los más nimios detalles y, por último, las armas y pertrechos preparados para su envío. Después del próximo acto terrorista vamos a disponer de nuestro propio cuerpo diplomático, y si eso no da resultado, más atentados y vuelta a empezar. Al final contaremos con el ejército más poderoso y el partido más nutrido del hemisferio occidental.

– El mundo idóneo para los héroes, ¿no? -carraspeó-. No, señor, carece usted del número de hombres y de armas suficientes para imponerse a tantos países.

– ¿Que no dispongo de armas suficientes? Lo dudo mucho, señor Bond. Ya en el curso del presente invierno hemos sacado de aquí gran número de armas y material militar: los BTR, los Snowcats, cantidad de ellos…, y lo hemos pasándolos por Finlandia, a través de zonas despobladas. En estos momentos están esperando su expedición a diversos destinos, camuflados como maquinaria agrícola y herramientas para el campo. Los sistemas que utilizo para abastecer de armas a mis soldados son de lo más perfecto.

– Sabíamos que pasaba usted las armas a través de territorio finlandés.

Von Glöda, cosa rara, se echó a reír de buena gana.

– En parte porque yo quería que lo supiesen. Sin embargo, hay otras cosas que no me interesa que se divulguen. Una vez hayamos sacado esta nueva remesa de armamento, me dispongo a trasladar mis cuarteles más cerca de las bases europeas. Tenemos ya dispuestos varios refugios. Este es, como supongo se dará cuenta, uno de los problemas que debo resolver y que le afecta a usted.

Bond arrugó el ceño sin comprender lo que el conde quería dar a entender, pero el autonombrado jefe del nuevo Reich se perdió en el relato de cómo había llegado a una entente con los mandos de Liebre Azul.

Por lo visto, durante algún tiempo tuvo lugar un próspero comercio con los hombres de la base, sin que surgieran impedimentos. Pero un buen día el jefe del puesto -«un hombre de escasa imaginación»- se presentó en el búnker presa del pánico. Al parecer se había llevado a cabo una inspección imprevista y dos coroneles del ejército soviético habían puesto el grito en el cielo y lanzaban acusaciones a diestro y siniestro contra todo el mundo, incluyendo por supuesto al comandante de la base. Von Glöda le aconsejó que no perdiera los nervios y que pidiese a los coroneles una investigación por cuenta de la KGB.

– Yo estaba seguro de que la cosa resultaría. Si hay algo que admire en los soviéticos es su facilidad para cargarle las responsabilidades a otro. El comandante del depósito de armas y sus hombres estaban atrapados; los coroneles se quedaron de una pieza al comprobar el material que había sido sustraído. En una palabra: todo el mundo se hallaba expuesto a un fuego cruzado que podía resultar muy peligroso, y todos deseaban cargarle el muerto a un chivo expiatorio. ¿Y quién más apropiado que la KGB, les indiqué?

El agente 007 tuvo que admitir que el conde Von Glöda había dado pruebas de una gran dosis de sentido común. Un suceso como aquél jamás sería liquidado y resuelto en el seno del Tercer Directorio de las Fuerzas Armadas. La desaparición de una ingente cantidad de material y equipo militar en los rincones de la zona ártica en modo alguno podía seducir al directorio en cuestión.

Aparte sus cualidades o defectos, aquel Führer de nuevo cuño sabía de estrategia y conocía la mentalidad de los rusos. Después de que el Servicio de Información Militar se desentendiera del caso, sería el Departamento Cinco el que se haría cargo de la situación, y no era difícil adivinar lo que se pretendía con ello. Si el Departamento Cinco tomaba cartas en el asunto, una vez resuelta la papeleta no quedaría el menor vestigio ni de las armas que faltaban ni de los personajes implicados en el asunto. Sería un barrido a conciencia. Probablemente se hablaría de una catástrofe acaecida en un arsenal militar, como, por ejemplo, una explosión que había aniquilado a todo bicho viviente, sin dejar rastro alguno.