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Fue una buena idea escoger Rovaniemi como centro de operaciones, ya que desde la población resultaba fácil desplazarse a las zonas más solitarias y despobladas. Por otra parte, con un escúter los puntos más accesibles de la frontera ruso-finesa quedan a dos horas escasas de camino. Así, uno podía trasladarse a Salla, escenario de cruentas batallas entre rusos y finlandeses durante 1939 y 1940. Si uno se adentraba más al norte, la zona fronteriza era más escabrosa.

Durante el verano esta región del Círculo Polar Ártico no resulta desagradable, pero al llegar el invierno las ventiscas, las bajísimas temperaturas y la densa capa de nieve convierten aquellos parajes en un lugar peligroso para los imprudentes.

Bond daba por supuesto que al término del período de entrenamiento con los comandos del arma aérea y de la marina se encontraría agotado y necesitado de reposo, sueño y distensión, cosas que sólo podía conseguir en Londres. La verdad era que en las fases más duras del entrenamiento soñaba con las comodidades de su apartamento de Chelsea. No podía imaginar que de regreso a Rovaniemi, dos semanas más tarde, estaría pletórico de energía y facultades físicas; una sensación que no experimentaba desde hacia mucho tiempo.

Llegó al balneario de invierno casi de madrugada, entró un momento en el Hotel Polar de Ounasvaara, donde la Saab tenía sus cuarteles de invierno, y dejó una nota para Erik Carlsson diciéndole que ya le mandaría instrucciones respecto a «Fiera de plata». Luego se hizo llevar al aeropuerto y tomó el primer avión que salía para Helsinki. En aquel momento su intención era hacer transbordo y dirigirse a Londres.

Pero cuando el DC9-50 se aproximaba al aeropuerto de Vantaa de Helsinki, sobre las doce y media de la mañana se le ocurrió pensar en Paula Vacker. La idea de ver a la chica fue tomando cuerpo en su mente, impulsada sin duda por la sensación de bienestar físico que le poseía.

Cuando el aparato se posó en la pista de aterrizaje, Bond había cambiado por entero sus planes. La verdad era que no se había fijado una fecha exacta de regreso y, además, el departamento le debía aún unas vacaciones atrasadas, aunque «M» le había ordenado que volviera a Londres tan pronto finalizara la misión. Nadie le echaría en falta al menos durante dos días.

Ya en la terminal, tomó un taxi que le llevó directamente al Intercontinental, donde pidió habitación. Una vez el conserje hubo dejado su maleta en la estancia que ocupaba, Bond se dejó caer en la cama y marcó el teléfono de Paula. Quedaron en verse a las seis y media. Bond sonrió, anticipándose al placer que le aguardaba.

No podía imaginar que por el mero hecho de llamar a una antigua amiga y de invitarla a cenar, su vida experimentaría un brusco cambio en las semanas que seguirían.

3. Cuchillos para la cena

Después de tomar una ducha caliente y de afeitarse, Bond se vistió con todo cuidado. Le resultaba agradable enfundarse de nuevo en uno de sus trajes de gabardina gris, de impecable corte, ponerse una camisa azul liso de la casa Coles y anudarse al cuello una de sus corbatas de malla favoritas, diseño de Jacques Fath. Aun en lo más riguroso de los fríos invernales, los hoteles y buenos restaurantes de Helsinki prefieren que los caballeros luzcan corbata.

Afianzada cómodamente bajo su axila izquierda, pendía en su pistolera de resorte la Heckler & Koch modelo P-7 -y no la VP 7O, más pesada-, y para abrigarse convenientemente, Bond salió al vestíbulo del hotel con un magnífico chaquetón Crombie British Warm, que le daba un cierto aire militar, sobre todo a causa del gorro de piel con visera, cosa que en los países escandinavos siempre tenía sus ventajas.

El taxi partió veloz en dirección sur, a lo largo de la Mannerheimintie. En las calzadas de las calles más transitadas se veían montones de nieve pulcramente apilada; los árboles se inclinaban bajo el peso de la nieve, y en algunos de ellos colgaban de las ramas largas agujas de hielo, a modo de adornos navideños. A la altura del Museo Nacional, con su torre puntiaguda señalando al cielo, avistó un árbol al que la nieve y el hielo daban la apariencia de un fraile encapuchado con hábito blanco que asía fuertemente una reluciente daga.

Por encima de los árboles, a través de la fría nitidez de la atmósfera, columbró las cúpulas doradas de la catedral basílica de Upensky, y en el acto se explicó por qué los directores de cine se trasladaban a Helsinki cuando querían situar una secuencia en Moscú.

Lo cierto es que entre las dos capitales media la misma diferencia que entre el desierto y la selva. En efecto, las construcciones modernas de Helsinki poseen un garbo y elegancia arquitectónicos que contrastan con los feos y monstruosos bloques de pisos moscovitas. Sólo los barrios antiguos de ambas ciudades poseen el mismo hálito de misterio; las mismas callejas y plazuelas donde las casas de un lado casi tocan las del otro. Las fachadas, llenas de adornos, recuerdan a la vista lo que debió de ser Moscú en los días felices o infelices de los zares, los príncipes y la desigualdad de clases. En la actualidad, se dijo Bond, los soviéticos se habían quedado tan sólo con el Politburó, los comisarios, la KGB y… las desigualdades sociales.

Paula vivía en una casa de apartamentos con vistas al Esplanade Park, en el extremo sureste de la Mannerheimintie. Bond nunca había visitado aquella parte de la ciudad, de modo que saboreó, sorprendido, la belleza del lugar.

El recinto del parque forma una granja ajardinada que serpentea entre las casas. Todo daba a entender que llegado el verano el parque se convertía sin duda en un paraje idílico, poblado de árboles, rocallas y senderos. En pleno invierno, servía de inusitado marco al genio de artistas de la de la más variada laya y se mostraba a los ojos del visitante como una gran exposición escultórica al aire libre en la que la nieve era el material de base.

La nieve blanda caída en días pasados constituía un blanco tapiz del que emergían formas y figuras creadas con singular talento a principios del crudo invierno; masas abstractas; piezas tan exquisitas que diríanse de fina labra o esculturas fundidas en el más puro metal con infinita paciencia. Perfiles atrevidos contrapuestos a curvas de sosegada paz, al tiempo que las figuras de animales -realistas o de formas angulares- se enfrentaban unas a otras sus gélidas y huecas bocas de nieve a los transeúntes que caminaban presurosos por el lugar, envueltos en pieles y tocados con gorros y capuchas para protegerse del frío.

El taxi se detuvo casi enfrente de una escultura, moldeada poco menos que a tamaño natural, que mostraba a un hombre y una mujer fundidos en un abrazo que sólo el calor de la primavera conseguiría deshacer. Las casas que contorneaban el parque eran en su mayoría construcciones antiguas, aunque de vez en cuando aparecía un edificio de arquitectura funcional, al modo de un insólito Estado-tampón destinado a llenar un vacío en la historia viva de nuestros días.

Sin saber por qué, Bond imaginaba que Paula vivía en una casa moderna y relumbrante, pero resultó que habitaba en un inmueble de cuatro pisos con ventanas de postigos y fachada de vivo color verde, ornamentada con florescencias de nieve semejantes a singulares plantas de macetero, heladas en los intersticios y en los relieves de molduras y espirales o a lo largo de los canalones, como si una partida de gamberros hubiese manchado con espray las partes más asequibles de la fachada.

La casa, dividida por dos hastiales curvos, entramados de madera, tenía una sola puerta de entrada, con sendos cristales en cada hoja, la cual permanecía abierta. Adosados a la pared del vestíbulo se hallaban en los buzones metálicos de los inquilinos, en cuya abertura central figuraba la tarjeta con las referencias personales. Ni el vestíbulo ni las escaleras estaban alfombrados. El parqué llevaba hasta el visitante el aroma de un buen encerado, que a la sazón se mezclaba con los estimulantes efluvios de las cocinas.