– Así que yo soy sacrificable a causa de un prisionero -empezó diciendo Bond-, un hombre sobre el que no se puede afirmar que esté en poder de los míos. Resulta gracioso si uno tiene en cuenta los millones de seres que su antiguo Führer mantuvo en cautiverio, asesinó en las cámaras de gas o despachó en los campos de trabajo o en las fábricas como si de esclavos se tratara. Y ahora resulta que todo depende de un individuo.
– Bravo por la actuación, Bond -respondió el conde sarcásticamente-. ¡Ojalá las cosas se presentaran tan sencillas! Pero éste es un asunto de la mayor transcendencia y debo pedirle que no lo pierda de vista. No puedo permitirme correr riesgos inútiles.
Se interrumpió unos segundos, como si estudiara la mejor forma de exponer la situación a Bond.
– Mire, ninguno de los que están aquí, ni siquiera el personal de mi Estado Mayor, sabe con exactitud dónde se halla emplazado el que va a ser mi próximo puesto de mando. Ni siquiera Kolya, que me debe el haberle preparado el terreno para promocionarse a las altas esferas de su gobierno. Tampoco Paula ni Buchtman…, Tirpitz para usted. Ninguno de ellos, repito, conoce los detalles.
»Sin embargo, hay por desgracia un grupito de gente que, por más que no tengan una idea clara al respecto, conocen este dato. Por supuesto que los hombres y mujeres que esperan mi llegada al nuevo cuartel general están al corriente de todo, pero no son los únicos. Por ejemplo, el comando que llevó a cabo la operación en Kensington Palace Gardens, junto a la Embajada soviética. Partieron de este búnker hacia el puesto de mando a que hacía referencia con objeto de recibir instrucciones, antes de salir para Londres.
»Desde este emplazamiento secreto se dirigieron a la capital británica para cumplir con la misión asignada. Sabemos que murieron todos menos uno. Según el informe que recibí no llegó a suicidarse y los agentes del servicio secreto, al que usted pertenece, le echaron el guante. Se trata de un perfectamente adiestrado, pero incluso los agentes más destacados pueden caer en una trampa. Usted sabe muy bien sacar conclusiones lógicas, señor Bond, y por ello necesito que me diga dos cosas: primero, si este militante les facilitó la ubicación del que va a ser mi próximo cuartel general en muy breve plazo, y en segundo lugar dónde se le guarda prisionero.
– No me consta que haya ningún hombre de las Tropas de Acción que haya sido detenido.
Von Glöda miró a Bond con una expresión vaga, completamente desprovista de emociones.
– Es posible que esté diciendo la verdad. Yo lo dudo, pero entra en lo posible. Lo único que deseo es conocer la verdad. Como le he dicho, personalmente creo que sabe dónde está el prisionero y qué información ha facilitado. Sólo un necio le encomendaría una misión sin proporcionarle toda la información necesaria.
Sin duda, Von Glöda era un individuo de gran perspicacia, se dijo Bond, y tenía una mente sagaz y una capacidad inusitada para calar en el detalle, pero sus últimas palabras indicaban con meridiana claridad su completa ignorancia en materias relacionadas con los servicios de inteligencia. Por razones obvias, Bond también se sintió ofendido por la insinuación de que M fuese un necio.
– ¿De veras piensa usted que iban a darme acceso a todos los datos? -Bond se permitió una sonrisa de indulgencia.
– Estoy convencido.
– En tal caso el necio es usted, señor, no mis jefes.
El conde soltó una corta carcajada de sarcasmo.
– Piense lo que quiera, pero no puedo correr riesgos. Sabré la verdad. Disponemos de recursos para lleva a un hombre hasta el límite de su capacidad. Si realmente no tiene nada que decirnos, no lo dirá y yo me quedaré tranquilo. Pero si usted sabe aunque sólo sea dónde está detenido mi soldado, mandaremos la información a Londres. Le aseguro que, por inaccesible que le parezca el lugar, mi gente de Londres acabará con él en un periquete.
¿Era siquiera concebible que uno de los comandos de Von Glöda pudiera penetrar en el cuartel general de los servicios secretos británicos? Por más dudas que albergara, Bond hubiese preferido no hacer la prueba.
– ¿Y qué pasa si me avengo a lo que pide y le cuento una mentira? ¿Qué sucede si le digo que sí, que tenemos a ese prisionero, aunque le haya dicho que no tengo idea de que exista, y que nos ha dado la información que necesitábamos?
– En tal caso sabría también dónde está emplazado el nuevo puesto de mando, señor Bond. Como verá, no tiene por dónde escabullirse.
«Eso se lo cree usted», pensó Bond. El hombre no podía ver otra cosa que no fuera el blanco o el negro.
– Ah, se me olvidaba decirle una cosa -Von Glöda irguió el cuerpo-. En este lugar somos fervientes partidarios de los interrogatorios a la vieja escuela. Resultan dolorosos, pero muy eficaces. Por mi parte no creo en lo que Kolya denominaría interrogatorios «químicos». De forma que aténgase a las consecuencias, señor Bond. Un sufrimiento fuera de lo corriente, por decirlo con palabras suaves. Pretendo llevarle hasta el límite del dolor, y los médicos me han asegurado que no hay hombre en el mundo capaz de soportar el método que pienso aplicarle.
– Le repito que no sé nada.
– En tal caso no se derrumbará y yo sabré que no me ha mentido. Pero yo pregunto: ¿por qué no evitarse ese mal trago? Hábleme del prisionero, dígame dónde está y qué secretos ha revelado.
Transcurrían los segundos, casi audibles en la mente de Bond. Se abrió la puerta y apareció el hombre al que James Bond había conocido como Brad Tirpitz, seguido de dos guardianes uniformados que esperaban en la antesala. Levantaron el brazo a modo de saludo militar.
– Ya sabes qué información necesito de este hombre, Hans -dijo Von Glöda con voz imperiosa. Utiliza todos tus métodos de persuasión, y sin demora.
– Jawohl, mein Führer.
Los brazos se alzaron en sincronía al tiempo que sonaban sendos taconazos. Luego los dos hombres se acercaron a Bond y le cogieron los brazos. Sintió como las esposas se cerraban en sus muñecas, el apretón de unas manos fuertes y los empujones que le propinaron, sin ceremonias, hasta sacarlo de la habitación.
No salieron de la antesala. Tirpitz-Buchtman se acercó a la pared revestida de arpillera y empujó con las manos. Se oyó un chasquido metálico y se abrió una puerta secreta.
Buchtman franqueó la puerta seguido de uno de los soldados, que mantenía agarrado a Bond por la chaqueta, en tanto el segundo guardián aferraba con fuerza las muñecas esposadas del superagente. Uno delante y el otro detrás. Bond no tardó en comprender el motivo. Una vez pasada la abertura de entrada empezaba un estrecho pasadizo por el que sólo podía pasar un hombre.
Después de dar media docena de pasos se hizo evidente que estaban descendiendo. Enseguida, el grupo llegó a una escalera de piedra iluminada por la tenue luz azulada de unas bombillas empotradas en la pared, a intervalos regulares. Una cuerda que pasaba por unas anillas encajadas en el muro hacía las veces de barandilla.
El avance resultaba muy lento porque la escalera llegaba hasta muy abajo. Bond intentó calcular la profundidad, pero enseguida desistió. Los peldaños se hicieron más altos. Llegaron a una pequeña plataforma que daba a una cámara abierta. Allí, Buchtman y los dos guardianes se pusieron gruesos abrigos y guantes. A Bond no le fueron ofrecidos. El superagente, a pesar de que todavía llevaba encima el equipo de invierno, empezó a sentir el flujo de un frío gélido que provenía de las entrañas de la tierra.