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Mientras avanzaban, los escalones se fueron haciendo cada vez más resbaladizos. Bond sentía las protuberancias que formaba el hielo en las paredes laterales del pasadizo. Siguieron bajando y bajando hasta que desembocaron en una gruta circular resplandeciente de luz. Los muros eran de roca natural y el suelo diríase que lo formaba una gruesa capa de hielo puro.

Grandes vigas de madera atravesaban la gruta de una parte a otra por el centro radial de la misma. Sujeto en los maderos se veía el aparejo de una polea que la pendía una sólida cadena en cuyo extremo se hallaba fijado lo que parecía un gancho de anclaje.

Uno de los soldados uniformados desenfundó la pistola y se acercó a Bond en actitud vigilante. El otro abrió una especie de arqueta de metal incrustada en el hielo, de la que sacó una pequeña sierra de cadena.

En aquella gruta natural que venía a ser una gélida mazmorra, el aliento de los hombres se condensaba y formaba pequeñas nubecillas. Al ponerse en marcha el motor de la sierra, llegó hasta Bond el olor de la gasolina.

– La tenemos bien guardada -Buchtman hablaba con el mismo acento americano de siempre, el del falso Tirpitz-. Listo -hizo una señal con la cabeza a uno de los guardianes, el de la pistola, y añadió-: Quitadle la ropa.

Mientras empezaban a desvestirle, vio que la sierra mecánica mordía el suelo de la caverna y lanzaba al aire chispas de hielo. Aun con la ropa, el frío intenso hería con dolor su carne. A la vez que le iban quitando sin miramientos la ropa empezó a sentir como si su cuerpo estuviera envuelto en un invisible abrigo de afiladas agujas.

Con una indicación de la cabeza, Buchtman hizo reparar a Bond en el hombre que manipulaba la sierra.

– Te está haciendo una bonita bañera, amigo James -se echó a reír-. Estamos muy por debajo de los cimientos del búnker. Durante el verano el agua sube muy arriba. Esto es un pequeño lago natural. Pues bien, vas a tener oportunidad de verlo muy de cerca.

Mientras decía estas palabras, la sierra mecánica hendió la capa de hielo, que debía tener por lo menos treinta centímetros de espesor. Acto seguido el soldado empezó a cortar un tosco círculo cuyo centro coincidía con el gancho de anclaje sujeto al extremo de la cadena.

15. Frío mortal

Le quitaron las esposas. A la sazón James Bond sentía demasiado frío para oponer resistencia. Cuando le desvistieron de cintura para arriba, que fueron las últimas prendas que le quitaron, no advirtió apenas la diferencia. Le costaba mucho moverse y ni siquiera podía disfrutar del alivio de tiritar de frío.

Uno de los soldados extendió los brazos de Bond frente al desnudo cuerpo y volvió a ponerle las esposas. En esta ocasión tuvo la sensación de que el metal estaba al rojo vivo.

Bond empezó a concentrarse. Trata de pensar en algo… Olvídate del frío… Cierra los ojos… Ante ti sólo una mancha en el universo, un punto que se va dilatando.

El chirrido de las cadenas. Bond oyó más que sintió como sujetaban las muñecas esposadas en el gancho de anclaje. Luego, un instante de desorientación, mientras tiraban de la polea. El rechinar del aparejo. Sus pies dejaron de tocar el suelo y mientras le izaban tirando de la cadena empezó a girar y a columpiarse en el vacío. Al cargar todo el peso en las muñecas sintió un dolor agudo. Los brazos tensos como cables, desencajados. Luego una nueva sensación de aturdimiento. Dejó de sentir dolor en el cuerpo suspendido, en los brazos, en los hombros y en las muñecas, ya que la temperatura glacial actuaba como un anestésico.

Lo extraño era que la sensación que mejor percibía eran las oscilaciones y los giros. Por lo general Bond no perdía el sentido de orientación mientras volaba, ejecutaba maniobras acrobáticas o soportaba otras pruebas de extrema tensión en el curso de los ejercicios que realizaba cada año para comprobar su forma física. Pero en aquellos momentos sintió el regusto de la bilis en la garganta, mientras el movimiento oscilante se regularizaba, al modo de un péndulo humano, y disminuían los giros; primero hacia un lado, luego hacia el otro.

Abrir los ojos le suponía un esfuerzo doloroso. Luchó contra la escarcha que se había depositado en sus párpados. Pero era preciso que lo consiguiera, pues necesitaba angustiosamente fijar la mirada en un punto.

Las paredes de la gruta, abultadas por las masas de hielo, parecían dar vueltas a su alrededor mientras el foco de intensa luz sobre su cabeza se polarizaba en haces luminosos de distintos colores: amarillo, rojo y azul. Resultaba imposible mantener la cabeza erguida con los brazos tensos, soportando el peso del cuerpo.

La cabeza de Bond cayó hacia delante. Debajo se dibujaba un orificio negro en cuyos bordes se movían unas figuras. El agujero daba lentas vueltas, semejante a un ojo. Fue preciso que transcurrieran unos segundos para vencer el aturdimiento físico y mental y constatar que el ojo no se movía, sino que era una ilusión producida por el movimiento de balanceo de su cuerpo, colgado de la cadena.

Las puntas de los alfileres seguían pinchándole por todas partes. Unas veces parecían clavársele de golpe en todo el cuerpo y otras en puntos determinados en el cuero cabelludo, luego en un muslo o raspándole los órganos genitales.

«Concéntrate». Pugnó por dar con una perspectiva idónea, pero el aturdimiento producido por el frío glacial era un valladar, un muro frígido que le impedía pensar. «Concéntrate más aun».

Por fin Bond pudo fijar la mirada en el ojo, cuando cesaron los giros y las oscilaciones. El ojo era un orificio abierto en el hielo y el fondo oscuro era el agua helada del interior. Sus verdugos empezaron a soltar despacio la cadena, y sus pies apuntaban directamente sobre el agua.

Sonó una voz. Era la de Tirpitz-Buchtman.

– James, muchacho, lo vas a pasar muy mal. Dinos lo que sabes antes de seguir adelante. Ya sabes lo que queremos. Limítate a responder sí o no.

¿Qué era lo que querían? ¿Por qué todo aquello? Bond tuvo la sensación de que incluso su cerebro se estaba congelando. ¿Cómo?

– No -su voz se le antojó una especie de graznido.

– Los tuyo han apresado a uno de nuestros hombres. Dos preguntas. ¿En qué lugar de Londres está escondido? ¿Qué le han sacado en los interrogatorios?

¿Un hombre? ¿Cautivo en Londres? ¿Cuándo fue eso? ¿Qué había confesado? La mente de Bond se aclaró unos instantes. Ah, el militante de las Tropas de Acción detenido en Regent's Park. ¿Qué había confesado? Ni idea; pero ¿no había salido indemne? Sí, el prisionero debía de haber dicho bastantes cosas. Cuidado. Hay que mantener la boca cerrada. Luego dijo en voz alta:

– No sé de nadie que esté detenido. Nada de un interrogatorio -su voz, irreconocible, resonó en la cavidad de la gruta.

A sus oídos llegó como flotando la voz de su interlocutor. Bond tuvo que pugnar lo indecible para captar y asimilar cada una de las palabras.

– Muy bien, James, tú lo has querido. Volveré a preguntarte dentro de un momento.

Oyó en lo alto una especie de chirrido. La cadena. Vio cómo su cuerpo se desplazaba en dirección al negro orificio. Sin razón aparente Bond pensó de pronto que había perdido por completo el sentido del olfato. Qué extraño. ¿Por qué no podía oler? «Concéntrate en otra cosa». Pugnó y desvió el cauce de su pensamiento. Un día de estío. La campiña. Los árboles cubiertos de hojas. Una abeja que revolotea sobre su cabeza, y entonces pudo oler, recobrar el sentido del olfato envuelto en una gravilla de hierba y heno. A lo lejos el zumbido de algún tractor que avanzaba cansinamente entre los surcos.

«No hables. No sabes otra cosa que esto, el heno y la hierba. Nada. No sabes nada».

Bond oyó el chirrido final de la cadena en el preciso instante que tocaba el centro del orificio. Incluso logró atisbar a medias que el agua se había vuelto a recubrir de una fina capa de hielo. Luego, una brusca sacudida y la zambullida en el mismo centro. Debió de proferir algún grito, porque la boca se le llenó de agua. El resplandor del sol. El roble. Los brazos forzados a caer a impulso de la cadena. No podía respirar.