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La sensación que experimentaba no era la de un frío atroz, sino la de un cambio de medio radical. Podía tratarse de agua hirviendo o helada, le parecía lo mismo. Después de la primera conmoción, Bond sólo tuvo conciencia de un dolor lacerante en todo el cuerpo, como si un foco de luz incolora y traslúcida le hubiera abrasado 1os ojos.

Seguía con vida, aunque sólo lo supiera a causa del dolor que sentía. Los latidos del corazón resonaban en su pecho y en sus sienes como timbales.

Era del todo imposible saber cuanto tiempo le habían mantenido en el orificio, bajo el hielo. Jadeante, con el resuello entrecortado, aspiró afanosamente en busca de aire, el cuerpo contraído por los espasmos, como un títere manejado por un desenfrenado titiritero.

Al abrir los ojos Bond vio que estaba suspendido de nuevo sobre el agujero cortado en el hielo. Fue entonces cuando le envolvió una brusca sacudida de frío, frío de verdad; el mecerse del cuerpo, los giros de acá para allá, los alfileres convertidos en púas que le desollaban vivo.

Su cerebro traspasó el frío y el muro de dolor. No, aquello era mentira. La hierba; los efluvios del campo en el estío; sonidos de la campiña y del verano, el tractor trazando los surcos muy cerca de él y el susurro del viento entre las ramas del roble.

– Está bien, Bond. Eso no ha sido más que el aperitivo. ¿Me escuchas?

Bond respiraba con normalidad, pero, en cambio, sus cuerdas vocales no parecían responder del todo bien. Por fin acertó a balbucear:

– Sí, te estoy oyendo.

– Sabemos muy bien hasta dónde podemos llegar, pero no te engañes, seguiremos adelante, hasta el límite. ¿En qué lugar de Inglaterra tenéis oculto a nuestro soldado?

Bond, una vez más, oyó el eco de una voz que no le parecía la suya propia sino la de otro ser.

– No sé de ningún hombre que esté detenido.

– ¿Qué secretos ha revelado a tu gente?

– No sé de ningún hombre que esté detenido.

– Como quieras.

Otra vez el chirrido mortal de la cadena.

Le zambulleron, dejando caer sobre su cuerpo el peso de la cadena. En esta ocasión por más tiempo. Bond pugnó por respirar, el velo rojizo que empañaba sus ojos mezclándose con una luz traslúcida que parecía derretir cada músculo, cada vena, cada víscera. Luego el alivio supremo de la oscuridad roto de pronto por el dolor del cuerpo desnudo columpiándose suavemente, extraído por segunda vez del charco helado.

El frío glacial que hacía en el interior de la caverna aumentó el sufrimiento que experimentara después de la primera inmersión. Ya no eran alfileres ni púas lo que desgarraba su cuerpo, sino pequeños roedores que le mordisqueaban la carne entumecida. Un dolor indescriptible en las partes más sensibles que hizo que Bond se retorciera y tratara de librarse de las esposas y el gancho de sujeción, anhelante por tener las manos libres y cubrirse con ellas los riñones.

– En Inglaterra hay un soldado de las Tropas de Acción Nacionalsocialista detenido en algún lugar. ¿Dónde está?

El verano. Prueba… Trata de recordar el verano. Pero aquello no era el verano. Sólo unos dientes atroces, pequeños y afilados que rasgaban la piel y mordían en el músculo y la carne. El soldado de las Tropas de Acción se hallaba en el cuartel general de su departamento en Regent's Park. ¿Qué mal había en decírselo? El verano… Las hojas verdes del verano.

– ¿Me escuchas, Bond? Habla y todo irá mejor para ti.

Llega el verano…

Canta, ¡cucú…!

– No sé. No sé nada de un prisionero… Nadie…

Sin darle tiempo a terminar la frase, se oyó el matraqueo de la cadena y Bond fue sumergido de nuevo en el charco helado. En esta ocasión, el grito pareció salido del interior mismo de su cabeza.

Se debatió en vano sin pensar siquiera lo que haría o podría hacer si le quitaban las esposas. Era un simple juego de reflejos fisiológicos: un cuerpo que lucha instintivamente para no dejarse morir, atrapado en un elemento que sin duda le daría un corto margen de supervivencia. Tuvo una conciencia vaga de que los músculos no respondían, de que el cerebro había dejado de operar racionalmente. Un dolor indescriptible, atroz. Oscuridad.

De nuevo vuelto a la vida, columpiándose en el aire. Bond se preguntó cuán cerca fluctuaba entre el vivir y lo desconocido, pues a la sazón el dolor se había concentrado en su cabeza. Era como un estallido llameante, cegador, que le abrasaba por dentro.

Oyó una voz que gritaba, como si tratara de comunicar con él desde la lejanía.

– El prisionero, Bond. ¿Dónde lo esconden? No seas estúpido; sabemos que está en algún lugar de Inglaterra. Basta con que nos digas el lugar. El nombre. ¿Dónde está?

«En el cuartel general de mi departamento. Un edificio junto a Rengent's Park. Transworld Export.» ¿Lo había dicho? No, aunque las palabras llegaron a formarse con claridad en su mente, en espera de ser vomitadas fuera.

Las hojas verdes del verano; el verano se acerca; vida es bonita; la última rosa del estío; el veranillo…

Las víboras se agitaban en su cabeza. Luego unas palabras; su voz que decía bien alto: «Ningún prisionero. No sé nada de una prisión».

El crujido del hielo a su alrededor; el rojo incandescente, el líquido cegador y la agonía del cuerpo que recobra la sensibilidad. Suspendido en el aire, chorreante, boqueando para recuperar el aliento, todo él, hasta el punto más recóndito del cuerpo desgarrado, hecho trizas. Por fin la mente había descubierto la verdadera fuente del sufrimiento. El frío. Un frío letal. Una muerte lenta por congelación.

El sol resplandecía. Hacía tanto calor que la frente de Bond se hallaba perlada de sudor, que caía sobre sus ojos. Ni siquiera podía abrir los párpados y sabía que había bebido demasiado. Bebido como un rey. ¿Por qué como un rey? Se había emborrachado por un penique; no, por dos peniques.

Había perdido la noción del equilibrio. Una risa: la de Bond. Por regla general no se embriagaba, pero aquello era algo más que una curda. Estaba ebrio como un… Atiborrado de alcohol como algo… ¿Cuándo fue? ¿El Cuatro de Julio? Por lo menos aquello hacía que uno se sintiese bien. Deja que la vida siga. Atolondrado… despreocupado… oscuridad. Oh, Dios, iba a perder el conocimiento, a desmayarse. No, se sentía demasiado feliz para que ocurriera. Contento… muy dichoso… La oscuridad que se acerca y se cierne sobre él. Una insinuación fugaz de lo que realmente ocurría, mientras la negrura de la noche le envolvía por entero. Un frío mortal.

– James… James -la voz le resultaba familiar. Parecía venir de lejos, de muy lejos, de otro planeta-. James… -una mujer, la voz de una mujer. Por último supo de quién se trataba.

Calor. Estaba tendido y experimentaba una sensación de calor. ¿Estaría en una cama? ¿De verdad sería aquello un lecho?

Bond intentó moverse y la voz repitió su nombre. Sí, estaba arropado entre sábanas y el ambiente era cálido.

– James.

Con sumo cuidado Bond abrió los ojos. Sintió un pinchazo en los párpados. Después movió el cuerpo, despacio porque cada movimiento le causaba dolor. Por fin volvió la cabeza hacia la voz. Tardó unos segundos en centrar la imagen en su retina, disipando el velo que enturbiaba la visión.

– Oh, James. Te han hecho la respiración artificial. Estás bien. He pulsado el timbre y me han dicho que mandarían a un especialista en cuanto te trajeran aquí.

La habitación no se diferenciaba de las normales de una clínica, con la excepción de que no había ventanas. En la cama de al lado estaba Rivke Ingber, las piernas escayoladas y levantadas, suspendidas de una polea. Tenía buen aspecto y se la veía feliz.