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Luego retornó la pesadilla y Bond evocó el trance por el que había pasado. Cerró los ojos, pero no vio más que el orificio negro, frígido y circular del charco helado. Movió las muñecas y sintió un fuerte dolor allí donde antes las esposas ceñían la piel.

– Rivke…

Fue la única palabra que pudo pronunciar, pues su mente se hallaba atormentada por otros pensamientos ¿Había hablado? ¿Qué les había dicho? Podía recordar las preguntas que le formularon, pero no las respuestas. Una imagen de la campiña en verano pasó como una sombra por su mente: la hierva, el heno, un roble, un zumbido mecánico a lo lejos.

– Beba esto, señor Bond -era la primera vez que veía a la mujer, pero vestía con pulcritud un traje de enfermera y sostenía un tazón de humeante líquido cerca de sus labios-. Es un consomé. Caliente. Le conviene tomar bebidas calientes. Se pondrá bien. Ahora estése quieto y no se preocupe por nada.

Con el cuerpo entre almohadas, no tenía ni la fuerza ni el deseo de resistirse. El primer sorbo hizo que los años, el pasado entero se agolpara en su mente. El sabor del líquido le trajo a la memoria días muy lejanos, de la misma forma que la música despierta recuerdos dormidos.

Evocó la infancia lejana, el olor aséptico de la enfermería del colegio, los accesos de gripe acostado en su casa.

Sorbió más liquido y sintió el calor que descendía como un leve hormigueo hasta el estómago y el vientre. Pero el ardor en las entrañas despertó el horror del tormento: la caverna de hielo y el frío gélido, el frío indescriptible que sintió cuando le zambulleron en el charco helado.

¿Había hablado? Por más que se estrujaba el cerebro, no acertaba a responder. En la bruma de las vívidas y diabólicas imágenes de la tortura, no sabía lo que había sucedido entre él y sus verdugos.

Deprimido volvió los ojos hacia Rivke. La chica le miraba con fijeza, con los ojos llenos de ternura y comprensión, como lo hizo aquella mañana temprano, antes de la explosión en la pista de esquí.

Los labios de Rivke se movieron, susurrantes, inaudibles, pero Bond pudo adivinar con facilidad lo que decían:

– James, te quiero.

Él sonrió y asintió con un corto movimiento de cabeza, mientras la enfermera inclinaba un poco la taza de consomé para que Bond pudiera beber con más facilidad.

Estaba vivo y Rivke junto a él. Mientras permaneciera con vida todavía cabía una posibilidad de acabar con las Tropas de Acción Nacionalsocialista y borrar del mapa al Führer y el «nuevo mundo» que tenía en perspectiva.

16. Cómplices del delito

Después del consomé le pusieron una inyección y la enfermera dijo no sé qué sobre la congelación y sus efectos.

– No hay nada que temer -concluyó-. Dentro de unas horas estará perfectamente.

Bond miró a Rivke, en la cama contigua, y farfulló unas palabras, pero el sueño se apoderó poco a poco de él. Más tarde no podía asegurar si había sucedido o no, pero le pareció que antes de despertar del todo pasó por una fase de aturdimiento durante el cual Von Glöda permaneció al pie de la cama. El conde, alto y distinguido, hablaba con aire untuoso e hipócrita.

– Ya lo ve, señor Bond. Le dije que le arrancaríamos lo que necesitábamos saber. Mejor que las drogas y la química. Confío en que no le hayamos estropeado su vida sexual. Yo diría que no. De todos modos, gracias por la información. Nos ha sido de gran ayuda.

Cuando al fin estuvo realmente despierto, Bond había adquirido casi el convencimiento de que aquello no había sido un sueño, hasta tal punto tenía grabada en la mente la imagen de Von Glöda. Con todo, había soñado; había visto a Von Glöda vestido con el uniforme nazi en un entorno como el congreso del Partido Nazi en Nuremberg. Luego le sacudió un estremecimiento de pánico al recordar el tormento del charco helado, pero el pensamiento se alejó de su mente con presteza. Ahora se sentía mejor, aunque un tanto aturdido todavía, y ansioso de ponerse en acción. Además, no tenía donde elegir. O encontraba el medio de salir del laberinto del búnker o acabaría emprendiendo viaje a Moscú del brazo de Kolya, para una confrontación entre él y los sucesores del antiguo SMERSH.

– ¿Estás despierto, James?

En los pocos segundos que duró la vuelta a la realidad había olvidado la presencia de la muchacha. Volvió la cabeza hacia ella, sonriente.

– Terapia por partida doble. ¿Qué tendrán ahora en perspectiva?

La joven se echó a reír y señaló con la cabeza las dos piernas enyesadas a conciencia, que pendían de unas poleas de sujeción.

– Tal como estoy no creo que pueda hacer gran cosa. Es una verdadera lástima. El asqueroso de mi padre estuvo aquí hace un rato.

Aquellas palabras zanjaban toda duda. Las palabras de Von Glöda no eran un sueño. Bond juró por lo bajo. ¿Cuánto les había dicho sometido a la tortura y el aturdimiento del baño en el charco de hielo? Imposible precisarlo. Calculó rápidamente qué posibilidad tenía un comando de infiltrarse el edificio de Regent's Park. Un ochenta por ciento de probabilidades. Pero a ellos les bastaría con deslizar a un solo hombre lo cual reducía el porcentaje. Si, en efecto, habla confesado, estaba seguro de que en aquellos momentos las Tropas de Acción habían instruido convenientemente a sus hombres. Demasiado tarde para poder alertar a M.

– Te veo muy inquieto. ¿Qué cosas horribles te han hecho, James?

– Me llevaron a nadar en un maravilloso paraje invernal, querida. Nada que justifique el miedo. Pero, ¿y tú? Vi el accidente que sufriste. Creímos que te habían trasladado en una ambulancia escoltada por la policía. Pero es evidente que estábamos en un error.

– Me disponía a enfilar el último tramo de la pista de esquí, ansiosa de verte otra vez. De repente, ¡puf!, y ya no recuerdo más. Me desperté con mucho dolor en las piernas y con mi padre al pie de la cama en compañía de esa otra mujer, aunque me parece que ella no está aquí. El caso es que disponían de instalaciones hospitalarias. Me rompí las dos piernas y un par de costillas. Me escayolaron, me dieron un largo paseo y finalmente desperté en esta habitación. El conde lo llama su «puesto de mando», pero no tengo ni idea de dónde me encuentro. Las enfermeras son amables, pero no sueltan prenda.

– Si no me equivoco en mis cálculos… -Bond se acomodó recostándose de un lado, de forma que pudiera ver y hablar con más holgura a la muchacha. Rivke tenía el rostro ojeroso y el semblante acusaba la incomodidad y malestar que le causaban las piernas enyesadas y la tirantez de la polea de sujeción-, si estoy en lo cierto, estamos en un gigantesco búnker situado a diez o doce kilómetros de la frontera finlandesa. En territorio soviético.

– ¿Soviético, dices? -Rivke abrió la boca y los ojos, aturdida por las palabras de Bond.

Este asintió.

– Tu papaíto ha sabido montárselo muy bien -hizo una mueca que denotaba admiración-. Hay que admitir que es un hombre de una inteligencia excepcional. Estábamos buscando indicios y resulta que está operando desde el último lugar que uno podría pensar: en suelo ruso.

Rivke rió sin estridencia, con un dejo de amargura.

– Siempre fue un hombre muy sagaz. ¿A quién se le habría ocurrido buscar en Rusia la sede de un grupo fascista?

– Justamente -Bond guardó silencio unos instantes-. ¿Cómo van esas piernas?

Ella levantó una mano con un gesto que quería ser de impotencia.

– Tú mismo puedes verlo.

– ¿Todavía no te han aplicado terapia de recuperación? No sé… A ver si puedes andar, aunque sea con muletas o algún otro artefacto.

– ¿Bromeas? No es que me duela mucho, pero resulta muy molesto. ¿Por qué lo dices?

– Tiene que haber un medio de salir de este lugar y no pienso huir yo solo dejándote en la estacada -hizo una pausa, como para corroborar su decisión-. No voy a quedarme sin ti ahora que te he encontrado, Rivke.