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Al posar de nuevo la mirada en la chica, Bond creyó notar que sus grandes y hermosos ojos estaban un poco húmedos.

– Oh, James, qué bonito oírte hablar así, pero en el supuesto de que haya una forma de escapar tendrás que hacerlo tú solo.

Bond se quedó pensativo. Si lograba salir indemne de aquel escondrijo, ¿llegaría a tiempo para volver con ayuda? Luego expresó verbalmente estos pensamientos.

– No creo que el reloj esté de nuestra parte, Rivke, y menos si les he dicho lo que me estoy temiendo…

– ¿Decirles…?

– Que a uno le sumerjan en un baño de agua prácticamente helada y desnudo resulta ligeramente duro, ¿sabes? Me desvanecí un par de veces. Querían que contestase a un par de preguntas.

Siguió explicando a la chica que sabía una e las respuestas, pero la otra sólo podía presumirla.

– ¿Qué tipo de preguntas?

En pocas palabras le refirió lo del prisionero capturado en Londres antes de que pudiera suicidarse.

– Tu padre dispone de un nuevo puesto de mando. Ese fulano sabe lo suficiente para dar una pista a los nuestros. Lo peor es que ese soldado de las Tropas de Acción detenido en Londres probablemente no se da cuenta de lo que sabe. El maníaco de tu padre envió a un comando al nuevo puesto de mando para recibir instrucciones, antes de partir para Londres. Nuestros especialistas en interrogatorios, como los tuyos del Mossad, no son imbéciles. Unas cuantas preguntas atinadas y habrán obtenido la información que deseaban.

– O sea que en tu opinión el servicio secreto británico sabe dónde está ese lugar…, ese segundo cuartel general, ¿no es así?

– No pondría la mano en el fuego, pero si he dicho a los verdugos de Glöda que tenemos preso a uno de los suyos y que ha sido interrogado, pueden deducir las respuestas tan bien como nuestros especialistas. Me inclino a pensar que tu padre se dispone a evacuar el búnker como alma que lleva el diablo.

– Hablaste de que te hicieron dos preguntas.

– Querían saber dónde lo teníamos escondido. La verdad es que eso no me preocupa poco ni mucho. Cabe en lo posible que un hombre pueda introducirse allí, pero es imposible un asalto directo por un grupo armado.

– ¿Por qué, James?

– Hay un centro de interrogatorios en los sótanos del cuartel general de mi departamento en Londres. Lo tienen escondido allí.

– Rivke se mordió el labio.

– ¿De veras crees que les dijiste eso?

– Entra en lo posible. Dijiste que tu padre había estado antes aquí. Lo recuerdo de forma vaga. Daba la impresión de que estaban al cabo del asunto. Tú estabas despierta…

– Sí -por unos instantes ella apartó la mirada de los ojos de Bond.

Los agentes del Mossad, consideró Bond, preferían ingerir una cápsula de veneno a dejarse interrogar y hacer confesiones comprometedoras.

– ¿Crees que no he cumplido con mi departamento -le preguntó a Rivke-y con esta alianza infausta en la que debíamos estar metidos?

Rivke tardó unos instantes en contestar.

– No, James. No. Es obvio que no tenías alternativa. No. Pensaba en lo que dijo mi padre… Dios sabe por qué le llamo así, ya que en realidad no me siento hija de él. Cuando vino aquí dijo algo referente a que habías facilitado información. Yo estaba medio adormilada, pero su voz tenía un tonto sarcástico. Te dio las gracias por los datos facilitados.

Bond se sintió presa de una profunda angustia. M le había mandado «a ciegas», a una misión peligrosa, aunque no podía echárselo en cara. Seguro que su jefe pensaba que cuantas menos cosas supiera tanto mejor para su agente. Al igual que él, lo más probable era que M se hubiera llevado una sorpresa a la vista de lo acontecido: la muerte del verdadero Brad Tirpitz, el doble juego de Kolya Mosolov con Von Glöda, sin contar con la doblez de Paula Vacker, que tanto había afectado a Bond.

La angustia provenía de la convicción de que no había cumplido con su patria y con el servicio secreto, al que pertenecía. Según la escala de valores de Bond, éstos eran los pecados más graves que se podían reprochar a un hombre en sus circunstancias.

En aquellos momentos Von Glöda debía de estar realizando todos los preparativos para desalojar el búnker: embalar las armas y pertrechos, organizar su transporte, proceder a la carga de los blindados y destruir todo el material de archivo. Se preguntó si dispondría de alguna base eventual -aparte del nuevo puesto de mando al que había aludido- desde la que lanzar a sus hombres. Sin duda estaría deseando abandonar el búnker lo antes posible, pero la evacuación requeriría unas veinticuatro horas.

Bond echó un vistazo a su alrededor para comprobar si le habían dejado algo de su ropa en la habitación. Delante de la cama vio una especie de cómoda, pero era demasiado pequeña para contener prendas de vestir. Y no había más. Sólo los accesorios propios de una pequeña habitación en una clínica privada. Un mueble similar frente al lecho de Rivke, una mesa con vasos, una botella y algún instrumento médico en un rincón. Nada de lo que veía podía serle de utilidad. Alrededor de cada una de las camas había unos bastidores con cortinas, dos lámparas en la cabecera y una luz fluorescente en el techo, además de las habituales rejillas de ventilación.

Por su mente pasó la idea de inmovilizar a la enfermera, desnudarla y disfrazarse con sus ropas. Pero bien pensado aquello resultaba un poco absurdo, ya que la constitución física de Bond no daba margen para que pudiera pasar por una fémina. Además, sólo el esfuerzo de pensar le dejó postrado. Se preguntó qué le habrían inyectado después de la sesión de tortura.

Partiendo del supuesto de que Von Glöda cumpliera lo acordado con Kolya -cosa que parecía poco probable-, la única oportunidad del superagente sería evadir la custodia del soviético.

Se oyó un ruido procedente del pasadizo exterior, luego se abrió la puerta y entró la enfermera, sonriente, con el uniforme bien almidonado y un aire aséptico en toda su persona.

– Bueno, tengo algo que decirles -hablaba con apresuramiento-. Pronto saldrán de aquí, los dos. El Führer ha decidido que le acompañen. He venido para avisarles de que dentro de unas horas vendrán a buscarles -hablaba un inglés perfecto, con un levísimo acento, apenas perceptible.

– Vaya, ahora nos toca hacer de rehenes -dijo Bond, con un suspiro.

La enfermera sonrió con ganas y contestó que confiaba en que así fuera.

– ¿Y cómo van a llevarnos? -Bond tenía la vaga idea de que entretener a la enfermera con un poco de charla podía ser de alguna ayuda, siquiera fuera para obtener un mínimo de información-. ¿En un Snowcat, en uno de los orugas de transporte o cómo?

La muchacha contestó siempre sonriente:

– Yo viajaré en su compañía. En lo que a usted respecta, señor Bond, no hay problema. En cambio, nos preocupan las piernas de la señorita Ingber. ¿No es así cómo le gusta que la llamen? Tengo que llevarla a cuestas. Saldremos en el avión personal del Führer.

– ¿Avión? -Bond no había tenido ocasión de comprobar si el lugar disponía de todo lo necesario para el despegue y aterrizaje de aviones.

– Oh, sí. Entre los árboles hay una pista que está siempre abierta, incluso cuando las condiciones atmosféricas son más duras. Disponemos de un par de avionetas, provistas de esquíes en invierno, claro está, además del reactor del Führer, un Mystère-Falcon convenientemente adaptado. Muy rápido, y aterriza sobre cualquier cosa.

– ¿También despega de cualquier sitio? -Bond pensó en la dura capa de hielo y nieve que se amontonaba en el bosque.

– Cuando la pista está a punto -la enfermera no parecía preocupada-. No tienen que temer lo más mínimo. Tenemos una batería de quemadores a lo largo de la pista metálica, y los pondremos en funcionamiento poco antes de partir -se detuvo en el mismo umbral-. En fin, ¿necesitan alguna cosa?