– Tal vez un par de paracaídas -manifestó Bond.
Por primera vez la chica dejó de sonreír.
– Antes de salir les traeré la comida. Hasta entonces tengo cosas que hacer -la puerta se cerró y oyeron el chasquido de la llave al otro lado de la puerta en el pasillo.
– Se acabó -dijo Rivke-. James, querido, si alguna vez pensaste en una casita en el campo con rosas en la puerta para los dos, olvídalo.
– Sí lo había pensado, Rivke. Jamás pierdo la esperanza.
– Conociendo a mi padre no me extrañaría que nos dejase caer del avión a cinco mil metros de altura.
– Eso explica la poca gracia que le hizo a la enfermera mi comentario sobre los paracaídas -gruñó Bond.
– ¡Chsss! Hay alguien en el pasillo, junto a la puerta.
Bond se volvió hacia Rivke. No había oído nada, pero de repente la muchacha había adoptado un aire de vigilancia, casi de nerviosismo. Bond movió el cuerpo, un tanto sorprendido al ver con qué facilidad y presteza respondían sus miembros. Este movimiento sirvió para inyectarle una súbita y renovada agilidad mental, que hizo que se desvaneciese la sensación de aturdimiento que le dominaba. Parecía haber recobrado toda su lucidez. Bond se maldijo a sí mismo por infringir una vez más las reglas elementales de la profesión: vaciar su mente a Rivke sin llevar a cabo ni la menor comprobación, olvidando todas las medidas de seguridad.
Haciendo caso omiso de su desnudez, Bond corrió hacia la mesa del rincón donde se hallaban los accesorios médicos, tomó un vaso y volvió precipitadamente a la cama. Con voz susurrante le dijo a Rivke:
– Siempre queda el recurso de romperlo. Te sorprendería comprobar los efectos de un trozo de cristal en la carne.
Ella asintió, con la cabeza ladeada, atenta al menor ruido. Bond seguía sin oír nada. De repente se abrió la puerta de la habitación con tanta brusquedad y rapidez que pilló al mismo Bond desprevenido. Era Paula Vacker.
Con paso silencioso se adelantó con la celeridad de «un rayo engrasado», como hubiera dicho la patrona de Bond, y antes de que los dos postrados pudieran reaccionar se deslizó entre una y otra cama. Bond vio entonces que Paula, esgrimiendo su P-7 automática, propinaba sendos culatazos a las dos luces que estaban en la cabecera de ambos lechos. Oyó el ruido de los cristales rotos, hechos añicos por la rapidísima acción de la muchacha.
– ¿Qué…? -balbuceó el superespía, aunque se dio cuenta de que la merma de luz poco importaba, ya que la que realmente iluminaba la habitación era la del fluorescente del techo.
– Ni un solo movimiento -advirtió Paula, paseando la automática en semicírculo, de una cama a la otra, a la vez que retrocedía semiagachada hasta la puerta, lanzaba un fardo al interior y volvía a cerrar, esta vez con llave.
– James, los aparatos de escucha estaban en las bombillas de estas dos lámparas. Cada palabra que has dicho, toda tu conversación con esta monada que tienes al lado ha sido grabada y la cinta entregada al conde Von Glöda.
– Pero…
– Basta de palabras -la pistola apuntaba ahora a Rivke, no al agente 007. Con la puntera de la bota, Paula envió el envoltorio hacia la cama de Bond. Ponte esas ropas. Vas a ser durante un rato un oficial del ejército del Führer.
Bond se levantó de la cama y desató el fardo. Halló ropa interior con revestimiento térmico, calcetines, un grueso jersey de cuello alto y un uniforme de campaña gris, integrado por pantalones y guerrera de invierno, así como botas, guantes y un gorro militar de piel. Se vistió con apresuramiento.
– ¿Qué es todo esto, Paula?
– Te lo explicaré cuando tenga tiempo -contestó tajante-. Tú limítate a seguir con eso. En todo caso saldremos por los pelos. Kolya se ha largado ya de forma que sólo quedamos nosotros dos. Cómplices del delito, James. Al menos intentaremos escapar.
Bond casi había terminado de vestirse. Se colocó al lado de la cama que daba a la puerta y preguntó:
– ¿Y qué pasa con Rivke?
– ¿Qué pasa, dices? -la voz de Paula era cortante como una estalactita.
– No podemos sacarla de aquí. Pero, vamos a ver, ¿de qué lado estás tú?
– Por extraño que te parezca, del tuyo, James. Más de lo que puede decirse de la hija del Führer.
Mientras decía estas palabras, Rivke se agitó en el lecho. Como si fuera una especie de visión borrosa, el superagente vio que Rivke, con sospechosa facilidad, sacaba las piernas de la escayola, se dejaba caer de lado y asomaba empuñando una pequeña pistola. En su cuerpo no había la menor señal de contusiones y movía las piernas, supuestamente fracturadas, con la facilidad de un atleta.
Paula lanzó una imprecación y conminó a Rivke a que soltara el arma. Bond, que estaba poniéndose la última prenda de su atuendo, asistió a la escena como si se tratara de una secuencia en cámara lenta. De un lado Rivke, sólo con las bragas puestas y levantando el arma tan pronto sus pies tocaron el suelo; de otro Paula, que extendió los brazos en posición de tiro. Rivke hizo ademán de avanzar y en el acto sonó el fuerte estampido de la automática de Bond en manos de Paula. Una nubecilla de humo que se arremolinaba en la punta del cañón de la pistola, el rostro de Rivke roto en una masa de sangre y hueso, y su cuerpo, impulsado hacia atrás por la fuerza del impacto, doblándose hasta caer por encima de la cama.
Luego el olor de pólvora quemada.
Paula volvió a lanzar un juramento.
– Lo último que deseaba. El ruido.
Fue aquél uno de los pocos momentos de su vida en que Bond perdió el dominio sobre sí mismo. Había empezado a reconocer los síntomas inequívocos de una pasión amorosa hacia Rivke y, por lo demás sabía de la perfidia de Paula. Ahora, asentado sobre las gruesas suelas de las botas, se dispuso a efectuar un postrer y desesperado intento: saltar sobre Paula y arrebatarle el arma. Pero la chica se limitó a arrojar la automática sobre la cama y a recoger con rápido ademán la pistolita de Rivke.
– Mejor que tomes eso, James. Quizá la necesites. Hemos tenido suerte. Le birlé la llave a la enfermera y la mandé a un recado imaginario. No hay nadie en esta sección del búnker y es posible que el ruido del arma no haya sido escuchado por los centinelas. Pero vamos a necesitar alas en los pies.
– ¿De qué estás hablando? -inquirió Bond, sospechando ya la torturante verdad.
– Luego te lo contaré todo. Pero ¿es que no te das cuenta? No te arrancaron ninguna confesión durante la tortura y entonces te pusieron al lado de Rivke. Se lo revelaste todo porque confiabas en ella, pero por desgracia era la hijita del alma de papá. Siempre lo fue. Por lo que sé, esperaba convertirse a su tiempo en la primera Führer del renacido Reich. Y ahora salgamos, por favor. Debo intentar sacarte de este lugar. Como te dije, los dos somos cómplices del mismo delito.
17. Un trato es un trato
Paula llevaba un sobretodo de oficial de impecable corte sobre el uniforme con que Bond la había visto la última vez. Por debajo de los faldones asomaban las botas, y para realzar el efecto de conjunto, se había calado un gorro de piel militar.
Bond lanzó una última mirada al lecho en el que poco antes se hallaba Rivke. Era indudable que las escayolas eran un subterfugio que apoyaba las palabras de Paula. La bilis se le subió a la garganta al contemplar la pared del fondo, salpicada de sangre y carne sanguinolenta, al modo de una pintura surrealista. Todavía podía aspirar el olor del cuerpo de la joven, que llenaba la habitación.
Se dio la vuelta y tomó el gorro de piel que Paula había llevado para él. Dadas las incidencias surgidas en el curso de la Operación Rompehielos, donde la lealtad de todos los implicados se bamboleaba ora a un lado ora al otro, todavía no estaba convencido de las verdaderas intenciones de Paula, pero por lo menos parecía hablar en serio al decirle que debían huir de aquel lugar, cosa que a su vez suponía la venturosa oportunidad de poner millas de por medio entre él y Von Glöda.