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– Respecto a los centinelas y demás gente que nos salga al paso, yo actúo siguiendo órdenes del Führer -indicó Paula-. Aquí tienes dos pases convencionales, Uno para ti y otro para mí -le entregó un tarjetón de plástico semejante a una tarjeta de crédito-. Sin eso no hay quien se acerque a los servicios de talleres o a los depósitos de armas. Si nos topamos con alguien que te haya visto en otra ocasión, procura ocultar el rostro lo mejor que puedas y, sobre todo, no te alejes de mí. Deja también que sea yo la que hable, James. La salida es por el búnker pequeño y tenemos bastantes oportunidades de conseguirlo. Les ha entrado la fiebre desde que Von Glöda dio la orden de evacuación, una vez le soltaste lo que sabías a Rivke…

– Sobre eso, debo… -empezó a decir Bond.

– Sobre eso lo mejor es que cierres la boca -Paula se mostró incisiva-. Cada cosa a su tiempo. Aunque sólo sea por una vez, confía en mí. Como te pasa a ti, no estoy metida en este tinglado por diversión -por unos segundos apoyó la mano enguantada en el brazo de él-. Créeme, James, te atraparon utilizando a la chica como anzuelo y tuve oportunidad de ponerte sobre aviso. El truco más viejo de la profesión, por lo demás. Pon a un detenido en compañía de una persona que le merezca confianza y escucha luego la conversación -se echó a reír de nuevo-. Estaba con Von Glöda cuando le entregaron las cintas. El hombre dio un salto el aire. El muy imbécil… Estaba convencido de que al no haber confesado tú, no tenía por qué preocuparse. Bueno; ahora, James, no te apartes de mí.

Paula abrió la puerta cerrada con llave, salieron al corredor y se detuvieron unos segundos mientras ella volvía a echar el cerrojo. El pasadizo estaba vacío. Se hallaba recubierto con baldosines blancos, muy asépticos, y en el aire flotaba como un efluvio de sustancia desinfectante. A derecha e izquierda había otras habitaciones y dependencias médicas, y el final del corredor, que caía a su izquierda, estaba bloqueado por una puerta metálica. Por lo menos había que reconocer que Von Glöda estaba bien organizado.

Paula encabezó la marcha en dirección a la puerta de metal.

– Oculta la pistola, pero tenla preparada por si acaso hemos de hacer como el general Custer -advirtió-. En caso de que se produzca un tiroteo, no tenemos muchas posibilidades -la mano de Paula se hallaba introducida en el fondo del bolsillo derecho del gabán, donde había guardado la pistola de Rivke.

La parte del corredor que discurría por el extremo más alejado de las dependencias hospitalarias estaba bien decorado, con la tela de arpillera y la serie de pasquines y fotos enmarcadas que Bond viera en las proximidades del despacho de Von Glöda. Partiendo de esta simple observación, Bond se dijo que debían de estar todavía en las profundidades del búnker, en un sector que probablemente discurría paralelo a los pasadizos que llevaban a las oficinas y estancias del nuevo Führer.

Paula insistió en caminar delante, mientras que Bond, los dedos cerrados sobre la automática que llevaba en el bolsillo, se mantuvo a unos dos pasos de la muchacha, un poco a la izquierda de ella, rozando la pared, como hubiese hecho un buen guardaespaldas.

Al cabo de dos minutos el pasadizo se bifurcaba. Paula tomó el ramal de la derecha, que formaba una escalera de peldaños alfombrados. La inclinación era mucha y les llevó hasta un corto tramo al término del cual había un par de puertas batientes de doble hoja provistas de sendas ventanillas cubiertas por una malla metálica que les franquearon el paso a lo que en otro tiempo debió de ser uno de los túneles principales.

Ahora su entorno volvía a ser el de un pasillo abovedado de paredes rugosas, con las instalaciones de aire y calefacción expuestas a la vista. Paula volvía la cabeza cada dos por tres para comprobar que Bond iba a la zaga. Giraron luego a la izquierda y el simple contacto con el suelo indicó a Bond que ascendían por un tramo en leve pendiente.

Cuando la rampa se hacía más empinada, encontraron a la derecha un pasaje con pavimento de madera, para facilitar la subida y la adherencia del calzado, y una barandilla, todo muy similar al pasillo que habían enfilado al entrar por primera vez en el búnker. También de aquí, como en la gran puerta principal, arrancaban a ambos lados una serie de pasadizos y divisábanse multitud de puertas empotradas en ellos. Por vez primera desde que abandonó la sección destinada a hospital, llegó a sus oídos ruido de voces, taconeo de botas y algún grito esporádico o los pasos de un soldado que emprendía veloz carrera.

Al mirar hacia los distintos pasadizos secundarios, Bond captó signos inequívocos de una actividad frenética, pero siempre controlada. Los hombres portaban sus pertenencias personales, armarios metálicos, cajones y archivos; otros daban la impresión de que estaban vaciando las dependencias y los había que incluso arrastraban armas. La mayor parte parecían encaminarse hacia la izquierda, corroborando el sentido de la orientación del superagente. En ese momento podía asegurar que se encontraban en la galería principal, que debía conducirles a la entrada del búnker más pequeño.

Un pelotón de seis soldados descendía por la rampa a paso ligero, perfectamente entrenados, la vista al frente. Al pasar junto a Paula y Bond, el suboficial ordenó el saludo de rigor.

Delante de ellos divisaron a un pelotón de guardia apostado ante lo que parecía ser el último obstáculo. El túnel terminaba bruscamente en una gruesa puerta levadiza. Bond vislumbró en el techo el mecanismo hidráulico que elevaba la puerta, pero en el lado derecho vio también, un poco hundida, una portezuela muy bien atrancada.

Ahora o nunca -murmuró Paula-. Manténte en tu papel, no vaciles y, sobre todo, deja que sea yo la que hable. Una vez fuera, hay que seguir a la izquierda.

A medida que se acercaban a la entrada, vio que el destacamento de guardia estaba formado por un oficial y cuatro soldados, todos ellos armados. Cerca de la puerta había una maquinita semejante a esos artefactos que expenden billetes en el metro.

Estaban tan sólo a cuatro pasos de la salida. Paula gritó en alemán:

– Dispónganse a franquearnos el paso. Seguimos órdenes especiales del Führer en persona.

Uno de los soldados avanzó hacia la puerta y el oficial dio un paso adelante, situándose junto a la máquina.

– ¿Me hace el favor del pase, Fräulein? ¿Y usted, señor?

En aquellos momentos estaban muy cerca unos de otros.

– Por supuesto -dijo Paula, y sacó el tarjetón de plástico con la mano izquierda. Bond la imitó.

– Está bien -el oficial poseía uno de esos rostros adustos y secos característicos del veterano que obra a impulsos de la rutina-. ¿Saben algo de esa súbita orden de evacuación? Sólo nos han llegado rumores.

– Sé mucho -la voz de Paula se endureció-. En su momento serán informados.

Se encontraban ahora justo frente al oficial.

– Se dice que hemos de estar preparados en un plazo de veinticuatro horas. Menudo trabajo.

– No es la primera vez que trabajamos duro -sin demostrar la menor emoción, Paula entregó la tarjeta para que la máquina verificara los datos.

El oficial tomó las dos tarjetas de identificación, las depositó una después de otra en una pequeña ranura cerca de la parte de arriba y esperó a que se encendieran y apagaran una serie de luces que iban acompañadas de un zumbido suave en cada fase.

– Buena suerte, sea cual fuere su misión.

Devolvió las tarjetas y Bond asintió con un breve movimiento de cabeza, en tanto el soldado que se hallaba en la puerta abría con llave y corría los macizos cerrojos.

Paula dio las gracias al oficial y Bond siguió tras sus pasos al tiempo que saludaba al estilo nazi. Se oyó el brusco entrechocar de los talones y una voz tal que ordenaba a gritos dejar paso a los dos comisionados del Führer. La portezuela se abrió.

Segundos más tarde salían al exterior. El frío gélido hizo presa en sus carnes como una fina rociadura con hielo. Estaba oscuro y Bond, que no llevaba reloj, había perdido la noción del tiempo. No había forma segura de averiguar si eran las siete de la tarde o las cinco de la madrugada. La negrura del ambiente daba la impresión de que uno se hallaba sumido en la inacabable noche ártica.