Avanzaron hacia la izquierda guiándose por las lucecitas azuladas que delimitaban el perímetro exterior del búnker. Debajo de la capa de nieve Bond notó la dura plancha de metal que formaba parte de la «calzada» eslabonada tendida alrededor del puesto de mando. Sin duda, la pista de despegue y aterrizaje que utilizaba Von Glöda debía de estar construida por las mismas bandas o planchas metálicas.
Frente a ellos se erguían las enormes puertas blancas que daban acceso al vasto blocao subterráneo. Al pasar por delante, Bond se dio cuenta de a dónde le conducía Paula. La chica se encaminaba en derechura al pequeño refugio de cemento armado en el que había visto se guardaban los escúters. A duras penas columbró el círculo de árboles que aparecía a su derecha, lo cual le llevó a recordar el infausto momento en que salieron de aquel bosque al descampado, donde Kolya le había atraído con engaño, para verse súbitamente envuelto en las luces de los focos.
Paula parecía no haber olvidado el menor detalle. Tan pronto llegaron a la casamata, arrimada a la misma roca, sacó un llavero del que colgaba una cadenilla.
Al abrir llegó hasta ellos un fuerte olor a gasolina y petróleo, a la vez que al accionar el interruptor situado al lado de la puerta se iluminaba el interior con una luz tenue. Los escúters estaban aparcados en perfecto orden, semejantes a insectos gigantes, apiñados en su período de hibernación.
Paula echó mano del primero que se avino a sus propósitos, un Yamaha negro, grande y alargado, de mucha más capacidad que las máquinas con las que él y Kolya había cruzado la frontera.
– Supongo que no te importará si conduzco yo.
Paula estaba ya comprobando el nivel del combustible, pero en la casi penumbra del blocao Bond pudo percibir, más que ver, la abierta sonrisa que iluminaba el semblante de la joven.
– ¿Dónde me llevas, Paula?
Elevó la vista y fijó la mirada en Bond.
– Los míos tienen un puesto de observación a unos diez kilómetros poco más o menos -con mano la hizo un gesto indicando el sur-. Parte del sector está cubierto de bosque, pero el puesto se encuentra emplazado en un promontorio. Desde allí se divisa el Palacio de Hielo en su conjunto y la pista que arranca de él.
Levantó el escúter y lo colocó de tal manera que pudieran salir directamente por la puerta, sin necesidad de maniobras. La mano de Bond se cerró sobre la culata de su pistola automática.
– Tendrás que disculparme, Paula. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, pero tengo la sospecha de que te entiendes con el conde Von Glöda o con Kolya. Desde un buen principio esta misión anduvo torcida y nadie ha resultado ser lo que en buena ley debía ser y parecía ser. Me gustaría saber qué lado estáis tú y los tuyos, como acabas de decir.
– Vamos, James, todo lo que nuestros archivos indican que pasas por ser uno de los agentes más capacitados de Gran Bretaña. Lo siento, oficialmente no eres el agente cero cero siete, ¿verdad?
Bond sacó despacio la pistola automática.
– Paula, mi instinto me dice que trabajas para la KGB.
La muchacha echó la cabeza atrás y se echó a reír.
– ¿De la KGB? Te equivocas, James. Vamos ya, no tenemos tiempo que perder.
– Nos iremos cuando me hayas dicho la verdad. Esperaré las pruebas más tarde; incluso si perteneces a la KGB.
– Tonto -en esta ocasión la sonrisa de Paula cobró un aire amistoso-. Soy del SUPO finlandés y pertenezco al servicio secreto desde bastante antes de que nos conociéramos. A decir verdad, mi querido James, el hecho de que nos hayamos encontrado en esta misión no ha sido casualidad. A estas alturas tu departamento ya debe estar informado.
¿Del SUPO? Cabía en lo posible. El término correspondía a las siglas de la Suojelupoliisi, las Fuerzas Policiales de Protección, o lo que era lo mismo, el Servicio de Inteligencia y Seguridad finlandés.
– Pero…
– Te lo demostraré durante las dos horas que siguen -especificó Paula-; y ahora, James, por lo que más quieras, salgamos de aquí. Queda mucho que hacer.
Bond asintió con la cabeza y montó en la trasera del escúter. La muchacha embragó y la máquina salió sin dificultad del refugio. Una vez en el exterior, frenó y se apeó para cerrar la puerta a sus espaldas. A los pocos segundos se hallaban entre los árboles del bosque.
Durante un minuto largo la chica ni siquiera se molestó en encender el potente faro del vehículo. Bond, desde aquel instante, no hizo otra cosa que encomendar su alma al cielo, pues Paula conducía el Yamaha como si formara parte de su cuerpo, zigzagueando con una precisión que cortaba el aliento. Ella llevaba puestas las gafas protectoras e iba embozada en una gruesa bufanda, pero Bond no podía hacer sino protegerse tras la espalda de la joven, mientras el viento silbaba furiosamente a su alrededor.
El superespía se aferraba con fuerza a la cintura de Paula, pero en un momento dado, soltando una risa deliciosa que el viento llevó a los oídos de Bond, la chica abandonó por unos momentos el manillar, tomó las manos de Bond y las colocó sobre sus pechos, cubiertos por la gruesa ropa y el sobretodo de oficial que llevaba.
El trayecto no era cosa fácil, ni mucho menos. Contornearon un largo peñascal a través de un bosque muy denso, luego iniciaron un prolongado viraje para tomar la cuesta, sorteando árboles a cada instante. Sin embargo, Paula no aminoró la marcha. Con el acelerador casi a tope, ladeaba el escúter para esquivar los árboles que le salían al paso, inclinándose peligrosamente en un ángulo próximo, en determinados puntos, a los cuarenta y cinco grados, pese a lo cual en ningún momento perdió el control de la máquina.
Paula redujo por fin la velocidad y en lo alto del risco torció a derecha e izquierda, siguiendo lo que parecían un sendero natural. De repente aparecieron dos figuras a uno y otro lado del camino. Bond, que se había acostumbrado a la oscuridad, atisbó el perfil de unas metralletas que se recortaban contra la nieve.
La muchacha frenó despacio hasta detener el escúter y enseguida levantó el brazo. La mano de Bond fue instintivamente en busca de la P-7 automática. Se entabló una breve charla a media voz entre Paula y el más corpulento de los dos desconocidos. Vestía al modo lapón y lucía un poblado bigote que le confería cierto aspecto de bandolero. El otro hombre era alto y delgado, con uno de los rostros más feos que Bond había visto, alargado como de comadreja, y unos ojillos penetrantes que no perdían detalle de lo que ocurría a su alrededor. Bond confiaba por su propio bien en que Paula le hubiera dicho la verdad. No le hubiere absoluto quedar a merced de ninguno de aquellos sujetos.
– Han estado de guardia lejos de las dos kotas, allí en lo alto -manifestó Paula, a la vez que volvía la cabeza hacia Bond-. En total dispongo de cuatro hombres. Los dos restantes han ido turnándose en la vigilancia del equipo de radio y cuidando de que no se apagara el fuego. Parece que todo está en orden. Ahora los otros están en el campamento. Les he dicho que iremos directos a las kotas. Imagino que querrás comer alguna cosa y, además, yo tengo que mandar un mensaje a Helsinki. Luego lo transmitirán a Londres. ¿Quieres comunicar algún detalle a tu jefe…, a M?
– Solamente ciertos pormenores de lo que ha sucedido y el lugar donde ahora estoy. ¿Se sabe a dónde piensa dirigirse Von Glöda?
– Te lo indicaré después de hablar con Helsinki -respondió ella, acelerando el motor sin embragar. Bond asintió con vigor:
– De acuerdo -avanzaron con lentitud, al ritmo de los dos lapones, que se habían situado delante y detrás de la máquina. Bond se inclinó hacia la muchacha y le gritó al oído-: Paula, si me engañas te abrasaré en el acto.