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– Cierra la boca y confía en mí. Aquí no tienes a nadie más en quien confiar, ¿entendido?

A corta distancia de la linde del bosque, colgaba en lo alto del risco, se hallaban las dos kotas. Las pieles de reno que cubrían la sencilla armazón de las tiendas contrastaban contra el blanco de la nieve. Del vértice de aquéllas, donde se entrecruzaran los palos ahorquillados que servían de soporte, se escapaba hacia arriba una nubecilla de humo. Bond se dijo que desde abajo sería muy difícil avistar el campamento, al abrigo de altos abetos y pinos. Paula detuvo el Yamaha y los dos se apearon.

– Voy a mandar ese mensaje radiado sin demora -Paula señaló la kota de la derecha y Bond tuvo que aguzar la vista para descubrir las antenas que asomaban entre los mástiles de arriba-. Mis otros muchachos están dentro. Le he dicho a Aslu que monte guardia fuera -indicó con la cabeza al malcarado lapón-. Niiles te acompañará a la otra tienda para que puedas comer un bocado.

El lapón que lucía el poblado bigote, Niiles, hizo una mueca y sacudió la cabeza invitándole a seguirle. La metralleta que portaba apuntaba al suelo.

– Conforme, Paula -dijo Bond.

Cuando aún no estaban a seis pasos de la kota llegó hasta él el olor de un fuego de leña. Niiles se adelantó, levantó el grueso faldón de piel que cubría la entrada y escrutó el interior. Una vez seguro de que no había peligro, el lapón hizo gesto a Bond de que se acercara. Entraron los dos a un tiempo y de inmediato Bond sintió un escozor en los ojos producido por el humo.

Tosió, se restregó los ojos y echó un vistazo alrededor. La fina humareda que escapaba de las brasas se colaba por el agujero situado en el vértice de la tienda. Junto con el humo aspiró el agradable olor de la comida puesta al fuego. Rápidamente los ojos del superagente se acostumbraron a la semipenumbra del interior y pudo distinguir un montón de sacos de dormir, mantas, platos y otros accesorios dispuestos con mucho orden.

Niiles dejó el arma e hizo ademán indicando a Bond que tomase asiento. Señaló hacia la marmita que hervía sobre las brasas, depositadas en un agujero excavado en el suelo. Niiles se llevó las manos a la boca.

– Comida -asintió con expresión placentera-. Comida. Bueno. Comer.

Bond hizo un ademán aceptando la invitación.

El lapón tomó un plato y una cuchara, se acercó al fuego e inclinándose sobre la marmita llenó el plato con lo que parecía una especie de potaje.

De pronto, sin razón aparente, cayó al suelo y profirió un aullido de dolor al sentir la quemazón de las llamas. Alguien le había hecho la zancadilla. Una de las mantas cobró forma humana de improviso, pero antes de que Bond lograra saca la pistola llegó a sus oídos, serena, desde el otro lado de la penumbra, la voz de Kolya.

– Ni lo intentes siquiera, James. Morirías antes de alcanzar la culata -a continuación dijo unas palabras en finlandés a Niiles, que había salido del fuego y se restregaba con cuidado la mano chamuscada.

– Debería haberlo supuesto -Bond habló con la misma parsimonia que el ruso-. Todo ha sido demasiado fácil. Desde luego, Paula me la ha jugado bien.

– ¿Paula? -por unos instantes el resplandor de la llama iluminó el rostro de Kolya-. Acabo de ordenarle a ese patán que me entregue la metralleta. Le mataré al primer ademán sospechoso. Personalmente preferiría estar mejor armado cuando Paula se presente aquí. Ya lo ves, James, estoy a merced de mis recursos, frente a un enemigo que me supera en número. Pero tengo amigos que aguardan por ahí y no pienso regresar a Moscú con las manos vacías.

Sin descuidar su actual situación, su mente empezó a dilucidar la cuestión de si debía o tratar de advertir a Paula. ¿Cómo despachar a Kolya en aquellas circunstancias? Mientras Niiles, con ostensible dolor, empujaba suavemente el arma automática con el pie hacia donde estaba Kolya, los ojos de Bond recorrieron con detenimiento el sombrío interior de la tienda.

– Así pues, debo deducir que piensas llevarme preso contigo.

Bond forzó la vista a través de la tenue cortina de humo.

– Este fue el trato que acordé con aquel puerco fascista, Von Glöda -Kolya rió con ganas-. Llegó a creer que podría organizar su tinglado nazi desde el territorio de la Unión Soviética.

– Bueno, pues ha estado haciéndolo. Todos los actos de terrorismo que ha lanzado alcanzaron su objetivo. Utilizó armamento ruso, y ahora se dispone a huir.

Kolya meneó lentamente la cabeza.

– El pretendido conde Von Glöda no tiene escapatoria posible.

– Pues quería llevarme con él. En un avión. Quizá ya haya despegado.

– No. Me he mantenido a la espera y a la escucha. Su queridito reactor personal no ha emprendido el vuelo, y ni siquiera lo intentará antes del alba. Aún nos quedan un par de horas.

De modo que sólo faltaban dos horas para el amanecer. Por fin tenía Bond un punto de referencia en cuanto a la hora del día en que se encontraba.

– ¿Cómo piensas pararle los pies? -preguntó sin estridencias.

– El plan ya está en marcha. Von Glöda tiene soldados extranjeros en suelo soviético. Sus hombres serán machacados al amanecer. Las fuerzas aéreas soviéticas dejarán el búnker hecho papilla -el semblante de Kolya pareció adoptar otra expresión a la trémula luz de las llamas-. Por desgracia, nuestra base de Liebre Azul también desaparecerá del mapa. Será un error lamentable, pero acabará con todos los problemas.

Bond se quedó pensativo unos instantes.

– De modo que piensas destruir a Von Glöda y a sus tropas. Es decir, haciendo que cumpla su parte pero incumpliendo tus promesas.

– Mi querido James… Un trato es un trato, pero a veces sucede que una de las partes no está conforme. ¿Cómo iba a dejarte escapar, amigo mío? Sobre todo teniendo en cuenta que mi departamento, al que antes llamabais SMERSH, lleva esperando la ocasión propicia para echarte el guante desde hace no sé cuanto tiempo. No el negocio que concerté con Von Glöda siempre ha sido un poco torcido.

18. Los Fencers

Hubo unos segundos de silencio y después Mosolov dijo una palabras ininteligibles a Niiles, que se quejaba de la quemadura.

– No hay por qué dejar que una buena comida se eche a perder -dijo Kolya Mosolov con voz calma-. Le he dicho que vuelva a poner la olla en el fuego y que avive la lumbre. No creo que se atreva a intentar ninguna tontería. Has de saber que tengo por aquí a unos cuantos hombres y que con toda seguridad habrán apresado a Paula. De forma mejor que puedes hacer… -se detuvo sin completar la frase y dio un respingo que denotaba súbito miedo.

El humo se espesó unos momentos y enseguida volvió a disiparse al hurgar Niiles en las brasas. Bond advirtió que alguien había agarrado a Kolya por los pelos y tiraba de su cabeza hacia atrás, mientras una mano blandía un cuchillo lapón y colocaba el filo en la garganta del ruso.

El fuego cobró vida y a la luz de las llamas el feo rostro de Aslu se hizo visible por detrás de Kolya.

– Perdona, James -Paula estaba en el interior de la tienda junto a la piel que tapaba la abertura de acceso. Llevaba una pistola automática en la mano-. No quise decírtelo, pero los míos vieron cómo Kolya, hace un par de horas, se colaba en la tienda. Me serviste de cebo.

– Pues podrías habérmelo advertido -la voz de Bond tenía un tono de acritud-; ya estoy acostumbrado a que me sirvan en bandeja a los leones.

– Te pido perdón otra vez -Paula avanzó unos pasos-. La verdad es que tenía algunas cosillas pendientes. Aquí el amigo Kolya se había traído un grupo de camaradas. Seis en total. Después de que Aslu y Niiles vieron que Kolya había conseguido reptar hasta el interior de la kota, dieron buena cuenta de ellos. Gracias a eso soy ahora una mujer en libertad y no una prisionera de la KGB.