Выбрать главу

Niiles, con una mano vendada, había terminado de dar la comida a Kolya, al que luego colocó recostado en un rincón de la tienda. Con anterioridad, Bond previno a Paula que no comentase ningún plan en presencia del soviético. Por el contrario, hicieron cuanto pudieron por ignorar su existencia, por más que en todo momento había cerca de él un lapón encargado de vigilarle estrechamente.

El potaje de reno que había cocinado Niiles estaba delicioso, de modo que comieron con verdaderas ganas, mientras el hombre sonreía feliz al ver con qué avidez despachaban su obra. Durante el corto tiempo que Bond llevaba en la atalaya de observación de Paula, había empezado a sentir una sincera admiración hacia sus duros y resistentes ayudantes lapones.

Mientras comían Paula sacó una botella de vodka y todos juntos brindaron por el buen término de la operación, estrechando los vasitos de parafina y deseándose kippos (salud, en finlandés) a mansalva.

Terminado el refrigerio, Paula se acomodó junto con Bond en uno de los sacos de dormir más anchos. Mosolov parecía estar dormido y muy pronto la pareja, tras algunos tiernos abrazos, se sumió también en el sueño. En un momento dado fueron despertados por Aslu, que sacudió con fuerza a Bond por el hombro. Paula, que ya estaba despierta, tradujo las palabras del hombre y dijo que se observaba movimiento en el búnker.

– Todavía falta media hora larga para el alba -anunció.

– Está bien.

Bond se hizo cargo de la situación. Se procedería a desarmar la tienda sin dilación y luego uno de los lapones se ocultaría entre los árboles para vigilar a Mosolov, en tanto los demás se reunirían en el punto de observación.

Al cabo de diez minutos Paula y Bond se reunieron con Niiles, que estaba apostado entre las rocas y la nieve en lo alto del risco, escrutando la lejanía con unos prismáticos de noche. A sus espaldas los otros lapones se afanaban en silencio en levantar el campo. Bond vio a lo lejos cómo Kolya era obligado a adentrarse en el bosque, hostigado por la pistola ametralladora que esgrimía Aslu.

Bond no pudo menos de sorprenderse ante lo que veían sus ojos, pese a la media luz presagio de un amanecer que no se produciría hasta dentro de veinte minutos poco más o menos. Desde la atalaya en que se hallaba Paula se divisaba sin obstáculo alguno el pequeño claro del bosque y la gran superficie rocosa que constituía el techo del búnker. Desde aquel mirador privilegiado se observaba claramente que la entrada al Palacio de Hielo propiamente dicho se había construido aprovechando un saliente en la roca de inclinada pendiente, al modo de un gigantesco escalón de piedra, que formaba una tosca figura de media luna entre los árboles. Mediante una diestra tala se había dejado el espacio indispensable para maniobrar frente a los dos accesos principales, a la vez que se habían dejado abiertos otros pasos entre los árboles, la roca y el hielo que configuraban diversas pistas en torno al búnker por las que se accedía a terreno más alto y, también, más despejado.

Por el lado sur, por encima de la gran estribación rocosa, el denso bosque estaba cuidadosamente cortado por una franja sobre la que discurría una amplia pista de aterrizaje, semejante a un largo dedo blanco grisáceo, que iba desde la roca hasta un acceso que parecía terminar en la espesura del bosque circundante.

No se veía signo alguno de aviones. Bond suponía que el reactor Executive Mystère-Falcon, así como las dos avionetas, debían de estar ocultos en sendos blocaos, excavados en la roca que constituía a la vez parte del techo del búnker.

Dada la distancia y la escasa luz de aquella hora resultaba difícil precisar la longitud de la pista de aterrizaje. Bond se limitó a estimar que un despegue en una zona arbolada apenas dejaba margen para el error. Pero como Von Glöda ya había muestras de su capacidad, era improbable que la pista en cuestión dificultara más de la cuenta el despegue o el aterrizaje de los aparatos.

Más abajo, el ejército particular de Von Glöda se aprestaba a evacuar sus cuarteles. Se habían encendido los focos instalados bajo los árboles, mientras las enormes puertas que daban paso a la rampa para el tránsito rodado que se hundía en las entrañas del Palacio de Hielo estaban abiertas y proyectaban un potente haz oblicuo de luz sobre los árboles.

Paula murmuró unas palabras al oído de Niiles y luego se volvió hacia Bond.

– Por el momento no hay novedad. Ningún vehículo ni avión a la vista, aunque Niiles dice que se observa mucho movimiento entre los árboles.

– Confiemos en que Kolya sea formal y los rusos lleguen a tiempo para destruirlos -respondió Bond.

– Tan pronto hagan su aparición nos sepultaremos en la nieve como si fuéramos estatuas -murmuró Paula-. Supongo que las instrucciones de Kolya habrán sido muy precisas, pero no quiero que me dé en la cabeza ningún cohete perdido.

Apenas había terminado de pronunciar estas palabras cuando se oyó a lo lejos el hiriente zumbido de un avión de reacción, como un lejano plañido traído por el viento. Al mismo tiempo, en el este, el sol adquiría un tinte sanguinolento. Se miraron mútuamente y Bond levantó la enguantada mano y cruzó los dedos en señal de suerte. Desplazándose ligeramente, los tres observadores se esforzaron por hundirse un poco más en la nieve. Por espacio de unos segundos Bond tuvo conciencia plena de cuán sereno se sentía, ajeno a todo lo que no fuera el búnker en la lejanía, a poco más de un kilómetro de su atalaya.

Por el noreste, a gran distancia, destellaban una serie de manchas luminosas de color anaranjado a la vez que se elevaba un penacho de humo del tupido bosque.

– Liebre Azul -dijo Paula en voz alta, como si tuviera que hacerse oír por encima de un estruendo-. Han… -sus palabras quedaron literalmente sofocadas por las ondas de choque supersónicas que precedían al vuelo de los aviones. Un ruido sordo y prolongado, que retumbaba con creciente fuerza rodeó a Paula, Bond y Niiles, presagio ominoso de lo que iba a suceder al alba, que ya empezaba a despuntar.

El primer par de cazabombarderos pasó en vuelo rasante sobre los árboles, a la derecha de donde estaba oculto el trío, pero sin disparar ni dejar caer ninguna bomba. Surcaron el cielo como el rayo, entorno a las alas flotaban pequeños remolinos de vapor, pues a pesar de volar a escasa altura, las temperaturas glaciales generaban estelas de condensación. Parecían dardos de plata, flechas de precisión provistas de grandes tomas de aire, elevada cola y alas en delta que, junto con los timones de profundidad, contribuían a configurar una superficie larga, esbelta y móvil.

Como guiados por la misma mano, los dos aparatos levantaron el morro hacia el cielo y ascendieron con gran estruendo a increíble velocidad, hasta convertirse en unos puntillos plateados que viraron hacia el norte.

– Fencers -comentó Bond con voz apagada.

– ¿Fencers? No entiendo -dijo Paula con cara de extrañeza.

– Fencers. Es el nombre en clave que les aplica la OTAN -los ojos de Bond se movían constantemente, en espera de la siguiente pasada que estaba seguro iniciaría el ataque-. Son los Su-19. Muy peligrosos. Cazabombarderos de ataque sobre objetivos terrestres. Pueden hacer mucho daño, Paula.

Mentalmente repasó las características de aquellos aparatos. Los datos aparecieron en la pantalla de su memoria como si de una computadora se tratase. Fuerza motriz: dos reactores de doble flujo con dispositivo de inyección para obtener empuje adiciona1 y potencia útil de 9.525 kilogramos. Velocidad: 1,25 Mach a nivel del mar y 2,5 Mach en vuelo a gran altura. Techo operativo: 18.000 metros. Régimen o impulso ascensionaclass="underline" 12.000 metros por minuto. Armamento: un cañón ametrallador de doble boca GSh-23 de 23 milímetros, encajado en el eje longitudinal inferior, y un mínimo de seis estructuras rígidas para el lanzamiento de diversidad de misiles aire-aire o aire-tierra, teledirigidos o no. Radio de acción en misión de combate: 800 kilómetros con todo el armamento. El resultado de este conjunto de datos era un avión de combate mortífero de máxima prestación. Ni siquiera los más optimistas pilotos de la OTAN hubieran osado negarlo.