Bond se dijo que, después de haber avistado el objetivo, los dos aviones de vanguardia se pondrían en contacto con el resto de la escuadrilla, o tal vez del ala y les transmitirían las coordenadas del blanco y las instrucciones a través del teclado de una computadora de pequeño tamaño.
Había que suponer que estaban ya de acuerdo en lo concerniente al orden de ataque. El rapidísimo recocimien1o daba a entender que aquél se produciría mediante sucesivos picados en ángulo -uno cuarenta y cinco grados-, quizá desde distintos puntos, y los aparatos se presentarían en formaciones de a dos, programados y sincronizados para atacar en rápida sucesión con precisión cronométrica. Bond imaginó a los pilotos soviéticos -de primera clase, para poder pilotar los Fencers- concentrándose en los instrumentos electrónicos que indicarían la velocidad, altura, momento y ángulo de picado; le parecía verlos preparando las armas, mirando constantemente el firmamento, sudorosos bajo los trajes y cascos especialmente diseñados para contrarrestar los efectos fisiológicos de la aceleración.
Primer ataque vino en forma de retumbo ensordecedor por el lado izquierdo, seguido casi inmediatamente de un segundo que parecía provenir directamente de la vertical sobre sus cabezas.
– ¡Ahí van!
Bond vio que Paula volvía la cabeza al tiempo que él miraba hacia arriba, y los dos reactores pasaron como rayos, hendiendo el aire con violencia y surcando con estruendo el límpido cielo azulado por el lado izquierdo.
No se había equivocado. Los Fencers atacaban en formaciones de a dos, con el morro hacia el suelo en un típico picado contra un blanco terrestre. Vieron con toda claridad cómo salían proyectados los primeros misiles encajados en las alas: una gran llamarada blanca que salía de sus colas y enseguida la estela anaranjada de los mortíferos dardos que desgarraban el aire. Dos misiles por avión. Los cuatro dieron de lleno en la fachada del búnker, penetrándolo y explotando como grandes inflorescencias ígneas color naranja que alcanzaron sus ojos antes de que el atronador impacto llegara a los oídos.
En el momento mismo en que los dos aparatos efectuaban un rápido viraje hacia la izquierda apareció el segundo par por el lado derecho de Bond y Paula. Nuevamente el mismo trazo flamígero y la consiguiente explosión en la zona del blanco, acompañada del gigantesco brote de llamas. Antes de explotar, los misiles perforaban una buena porción de roca, acero y cemento. Bond contemplaba la escena fascinado mientras trataba de dilucidar el tipo de armamento utilizado.
Cuando la tercera formación pasó lejos de la derecha, pudo seguir la trayectoria completa de los misiles. Eran del tipo AS-7, los llamados Kerries por la OTAN, del que existían diversas variantes, teledirigidos o no. También eran portadores de ojivas intercambiables -con blindaje o todo carga explosiva- y de bombas perforantes de acción retardada.
Echó un vistazo hacia abajo y vio que después de tres pasadas y de doce misiles Kerry, el Palacio de Hielo parecía ya partido en dos. Todavía resonaba el eco de las explosiones, pero a través de la inevitable cortina de humo pudieron atisbar el cegador brillo carmesí del fuego que empezaba a salir despedido por las dos entradas principales, procedente de los depósitos de armas y del parque de vehículos pesados.
Siguió una cuarta y una quinta oleada de Fencers que hizo temblar la atmósfera. Los cohetes parecían suspendidos en el aire unos instantes al virar los aparatos y elevarse con atronador zumbido para luego lanzarse en un picado demoledor. Dejando tras sí una estela anaranjada y rectilínea, los misiles desaparecieron entre la nube de polvo y humo y llamas para explotar a los pocos segundos con estremecedor retumbo que parecía cobrar cada vez mayor resonancia.
Desde su privilegiada atalaya, los lapones, Paula y Bond no podían apartar los ojos de aquel espectáculo de destrucción premeditada. A la sazón el cielo parecía hallarse repleto de aviones. A los dos de cabeza seguían sucesivas series, con la precisión de una escuadrilla de acrobacia aérea. Mientras los misiles acertaban en el blanco una y otra vez, las ondas de choque y los impactos cegadores martilleaban sus oídos.
El búnker se tornó casi invisible; su presencia se adivinaba por la negra columna de humo y los constantes golpes de los impactos en el seno de la sombría nube. El ataque aéreo, que duró a lo sumo siete u ocho minutos, dio la impresión de prolongarse durante horas. Finalmente surgieron del lado izquierdo dos Fencers que volaban en un ángulo de ataque poco usual. Los aparatos, habiendo disparado todos los misiles, empezaron a barrer el humo llamas y las llamas con el fuego de los cañones ametralladores.
De repente redujeron velocidad, perdieron altura y enfilaron derechos a través de la columna de humo. En el momento en que más denso de la nube se produjo un gran retumbo al que siguió un fragor parecido al de una erupción volcánica. En un principio Bond creyó que los Fencers habían colisionado sobre el blanco. Luego, la negra humareda se convirtió en una gran bola de fuego que iba extendiéndose y agrandándose, el color naranja se convirtió en blanco para teñirse finalmente de un rojo sanguinolento. La tierra tembló bajo sus pies y sintieron el movimiento de la nieve y la roca, como si de repente, desafiando todas las leyes naturales, se hubiera producido un terremoto.
Cuando la bola ígnea se elevó por encima de la plataforma donde se encontraban, les alcanzó en el rostro la onda calorífera. Lenguas de fuego parecían estar a punto de lamer sus cuerpos y otras se enroscaban en los troncos de los árboles. De pronto se vieron envueltos en el impetuoso flujo de aire ascendente, semejante a un violento tifón; al tiempo que la explosión atronaba sus oídos. La mano de Bond salió proyectada y hundió la cabeza de Paula en la nieve, a la vez que él hacía lo propio y contenía el aliento.
Por fin disminuyó el calor abrasador. No se veía rastro alguno de los aviones. Habían desaparecido. Alzaron la vista y pudieron observar que otros aparatos ganaban altura y describían amplios círculos. Poco después, cuando Bond bajó la mirada, se hizo cargo de lo que había sucedido en el claro.
El lugar que antes ocupaba el búnker no era a la sazón más que un vasto cráter rodeado de árboles chamuscados o partidos. De las entrañas del refugio salían lenguas de fuego y se divisaba con toda claridad el casi sobrenatural espectáculo que ofrecían los trozos de pared arrancados de cuajo, tramos de escaleras y vigas de hierro que colgaban suspendidas en el aire sobre un mar de cascotes y escombros constituido por los muros llenos de boquetes y los pasadizos agrietados por doquier. El conjunto daba la impresión de un edificio bombardeado al que hubiesen arrojado luego a una gran sima.
Las explosiones y los incendios provocados por la constante penetración de los misiles acabaron por alcanzar la sección de almacenamiento, y todas las municiones, bombas, depósitos de carburante y demás material bélico acabaron por estallar en una sola y formidable detonación. Como resultado de ello, el Palacio de Hielo de Von Glöda había quedado totalmente destruido.
Se levantó una gran humareda que poco a poco se fue alejando. Ocasionalmente surgía un brote de llamas que se mezclaba con los incendios que llevaban un tiempo ardiendo. Pero aparte del crepitar del fuego no se oía ningún ruido. Tan sólo el horrible olor de la desolación llegaba al grupo que observaba desde la atalaya y flotaba siniestro sobre lo que antaño pareciera una fortaleza subterránea inexpugnable.
– ¡Dios mío! -exclamó Paula con la respiración contenida. Sea cual fuere el destino de Kolya, se ha vengado cumplidamente.
A la vez que decía estas palabras se dio cuenta de que había pasado la sordera temporal que le produjo el fragor del ataque.