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Medio aturdidos todavía por la escena que habían presenciado, regresaron al lugar donde antes se hallaba emplazado el campamento de Paula, y Bond se dirigió hacia el lugar donde Aslu se había llevado a Mosolov, entre los árboles.

Fue el primero en darse cuenta. Reaccionó en el acto y agitó aparatosamente los brazos para que los lapones se dispersaran y echaran cuerpo a tierra. Él hizo lo propio y obligó también a la chica a tenderse contra el suelo.

– No te muevas de aquí -ordenó con voz apagada. Bond permanecía con todos los sentidos alerta, a la par que blandía la pesada pistola automática en la mano-. Diles a tus hombres que me cubran en caso de peligro.

Paula asintió con la cabeza y descubrió su semblante pálido.

Bond emprendió veloz carrera, semiagachado entre los árboles, presto a intervenir ante la menor señal sospechosa. Aslu, el malcarado lapón, parecía aún más siniestro muerto como estaba. Fijándose en las huellas en la nieve, el superagente dedujo que había sido atacado por cuatro hombres armados con cuchillos, para evitar todo ruido de lucha. El lapón tenía un gran tajo en la garganta, pero también otras heridas, lo cual denotaba que el corte en el cuello no era sino el golpe culminante de una enconada lucha. En una palabra, Aslu se había defendido, a pesar de que le atacaron por sorpresa.

No había la menor huella de Kolya Mosolov. Incluso el más necio de los mortales habría comprendido que aquellos parajes no eran el lugar más ideal para dar un paseo. Mientras regresaba junto a Paula, Bond se preguntó si los escúters seguirían intactos en el mismo lugar y si Kolya tenía intención de lanzar un contraataque sin dilación.

Paula se sintió muy afectada cuando Bond la puso al corriente de lo sucedido. Más tarde le confesaría que Aslu había colaborado con ella en infinidad de ocasiones y que era uno de los auxiliares más valiosos de que disponían en frontera. Sin embargo, transmitió la noticia a los compañeros del muerto sin un temblor en la voz. Sólo alguien que la hubiera observado muy de cerca habría descubierto hasta qué punto se sentía afectada por la desaparición de Aslu.

Bond dio órdenes precisas y rápidas. Uno de los lapones iría a comprobar lo que había sucedido con los escúters. Bond llegó a la conclusión de que, si las máquinas seguían ocultas y en buen estado, el grupo debía emprender la huida sin tardanza. Como era lógico, lo que más le preocupaba era la posible presencia de los hombres que rescataron a Kolya en las proximidades de donde ahora se encontraban, prestos a terminar también con ellos.

– Asegúrate de que tu gente está preparada para luchar ahora mismo, y me refiero a luchar también por salir de aquí como sea en caso necesario -especificó a Paula.

Niiles se adelantó y al cabo de unos minutos regresó con la noticia de que las máquinas estaban en perfecto estado y sin rastro de huellas que indicara que las habían localizado.

En aquellos momentos Bond pudo entender por qué los lapones demostraron ser un enemigo tan formidable contra la invasión del ejército ruso en 1939. Se movían en el bosque con rapidez y sigilo sin par, progresaban por saltos y se cubrían mutuamente las espaldas en el movimiento de avance. En ocasiones se hacían invisibles, incluso a los ojos de Bond.

Paula siguió a la zaga de su amigo, pues era ella la que iba a marchar en cabeza de la expedición. Justo cuando llegaban al lugar donde estaban ocultos los escúters, los tres lapones pusieron en marcha los motores. El rugido de los cuatro motores parecía sacudir los árboles de los alrededores y Bond esperaba que de un momento a otro empezaran a llover los disparos.

En cuestión de segundos Paula ocupó el sillín delantero del gran Yamaha -con Bond detrás de ella- y emprendieron la marcha, aumentando la velocidad y sorteando los árboles siempre en dirección sur. Por el momento no surgieron obstáculos.

Tardaron casi dos horas en completar el recorrido previsto. Bond, que a pesar del frío y de lo incómodo de su postura no perdía detalle, se dio cuenta de que los tres lapones les seguían en círculo desplegándose y protegiéndoles durante todo el camino de una posible emboscada. En un momento dado, cuando tuvieron que aminorar la velocidad por lo accidentado del terreno, Bond creyó haber oído el rugido de otros motores, de unos escúters. De una cosa estaba seguro, y era que Kolya Mosolov no dejaría que salieran tan tranquilos de territorio soviético. O bien seguía tras de sus huellas o bien les estaría esperando, después de calcular en qué punto pretendía Paula emprender la última y veloz carrera hacia la libertad. Bond no descartaba la posibilidad de que Kolya les atacara desde el aire.

Por fin detuvieron la marcha, al resguardo de los árboles que se alzaban en lo alto de la ladera del valle limítrofe entre Finlandia y la Unión Soviética que discurría de norte a sur como el lecho seco de un río imaginario.

Bond creyó oportuno tomar inmediatamente posiciones defensivas. Él se quedó junto a Paula al lado del gran Yamaha, en tanto los tres lapones se adentraban aún más en el bosque formando como una cuña protectora en torno a Paula y el agente británico. Esperarían allí hasta que anocheciera lo bastante para intentar el paso al territorio finlandés.

– ¿Confías en poder lograrlo? -preguntó Bond a Paula para probar su temple y firme voluntad-. Me refiero a que no me gustaría terminar chocando contra una mina.

Paula permaneció unos instantes en silencio.

– Si quieres probar fortuna por tu cuenta… -empezó a decir, con un leve tono de irritación en la voz.

– Tengo plena confianza en ti, Paula.

Estaban detrás del escúter. Bond se inclinó hacia ella y la besó. La muchacha temblaba, y no precisamente de frío. James Bond sabía muy la zozobra que la embargaba. Si Kolya se proponía actuar mientras todavía estuvieran en territorio soviético tendría que ser muy pronto.

La luz empezó a disminuir y Bond sintió que el nerviosismo hacía presa en él. Niiles se había ocultado entre el ramaje de un pino. Bond no podía verle -por supuesto, ni siquiera se dio cuenta de que trepaba al árbol-, y si estaba al tanto del hecho era porque el lapón le había indicado a Paula cuáles eran sus intenciones. Por más intentos que hacía y por más que forzaba la vista, Bond no conseguía avistar al hombre; por otra parte, la luz, que se iba amortiguando por momentos, no contribuía a ello. De repente llegó la llamada fase o instante «azul», aquel reflejo verde azulado que proyectaba la nieve en la atmósfera y que confería una nueva perspectiva al ambiente y al paisaje.

– ¿Preparada? -Bond se volvió hacia Paula y vio que ésta asentía con un corto movimiento de cabeza.

En el momento en que sus ojos se apartaron del pino en el que sabía se ocultaba Niiles, sonó el primer disparo. El tiro provenía directamente del árbol en cuestión, de lo que cabía deducir que el lapón había avistado primero a los hombres de Kolya. Todavía no se había apagado el eco del disparo cuando sonaron nuevos estampidos de arma de fuego. Parecían venir de un semicírculo que había enfrente de donde se hallaban, en el interior del bosque: tiros sueltos y también mortíferas ráfagas de metralleta.

Resultaba imposible precisar el número de atacantes, ni siquiera asegurar que estaban avanzando. Todo lo que Bond sabía era que delante de ellos se libraba un encarnizado combate.

Aunque el período «azul» aún no había dado paso a la oscuridad, no tenía sentido permanecer a la espera. Paula ya había dicho que los lapones estaban dispuestos a frenar el paso de todo lo que Kolya mandara por delante, a la vez que trataban de escapar. Había llegado el momento de comprobar estas palabras.

– ¡Adelante! -le gritó el superagente a la chica.

Paula, como buena profesional que era, no titubeó un solo instante. Aceleró el motor, Bond saltó detrás de su asiento y la muchacha enfiló la máquina, en sentido diagonal, hacia terreno descampado, por la desnuda y helada ladera que conducía al valle desprovisto de árboles, lo que debía ser la puerta de su salvación.