El fuego de las armas se intensificó y lo último que Bond acertó a ver por entre una fina capa una nieve en polvo fue una figura que caía desde lo alto de la copa de un pino. No era el momento indicado para comunicarle a Paula que Niiles se había reunido con su amigo Aslu.
Cuando habían recorrido medio kilómetro, la oscuridad les envolvió, mientras a sus espaldas todavía se oía el estampido de las armas. Los dos lapones que aún seguían con vida oponían una tenaz resistencia, pero Bond sabía que sólo era cuestión de tiempo y que en buena medida dependía del número de hombres con que contara Kolya Mosolov. ¿Trataría de darles alcance en escúters de gran potencia, o, como buen táctico que era, preferiría rociarles de balas en el valle?
La respuesta les llegó cuando se aproximaban -lanzados a toda velocidad- al lecho del valle, a una distancia de tres o cuatro kilómetros de la otra vertiente y, en consecuencia, de la salvación. Por encima del zumbido del motor, se oyó un ruido sordo muy alto sobre sus cabezas y enseguida el paraje quedó iluminado por una bengala sujeta a un paracaídas que esparcía una luz misteriosa y brillante por la nieve y el hielo del sector que estaban cruzando.
– ¿Te atreverías a avanzar en zigzag? -gritó Bond al oído de Paula, pensando en los campos de minas.
Ella volvió la cabeza y respondió también a voces:
– Pronto lo averiguaremos -al tiempo que decía estas palabras alzó la barra del manillar, lo que provocó un violento desplazamiento lateral de la máquina. Al mismo tiempo, a la izquierda de Bond resonó el inquietante estampido de las balas henchiendo el aire.
Paula volvió a levantar el manillar poniendo en ello la fuerza que uno saca cuando pasa por situaciones desesperadas. El escúter se desvió bruscamente y torció el rumbo, se enderezó y emprendió una marcha a veces zigzagueante y otras avanzando casi de costado, para luego, dando todo el gas, situarse de nuevo en línea recta hacia su objetivo.
Bond y Paula se agacharon instintivamente. La primera bengala empezaba a agotarse y arrojaba menos luz, pero aun así las balas silbaban cerca de ellos. Por dos veces Bond vio caer delante del escúter las estelas largas, casi indolentes, de las luces verdes y rojas, primero a su izquierda y luego a su derecha.
Las cabezas gachas, pegadas a la plancha del escúter, Bond se sintió invadido por una extraña sensación de rabia y frustración. Necesitó unos momentos para comprender la causa, pero al fin se dio cuenta de que una voz en su interior le decía que permaneciera en el lado soviético de la montaña y se enfrentara a Kolya en vez de huir. En su mente vibraba con insistencia el viejo dicho: «Quien lucha y esconce la cabeza, tendrá que volver a la cancha con certeza». No era propio del superagente rehuir el combate frontal, pero algo le decía que en aquel caso había otra alternativa. Tanto él como Paula tenían una meta que conseguir, a saber, cruzar la frontera sanos y salvos. Era el único modo de salir bien librados.
Las luces trazadoras seguían cayendo, aun cuando la luminosidad había mermado. Pero una segunda explosión lanzó al aire una segunda bengala. En esta ocasión cesó el ruido de los disparos y en su lugar llegó a sus oídos el estruendo terrorífico de un tren expreso que se acerca a toda velocidad, o ésta fue por lo menos la sensación que les producía. Había momentos, pensaba Bond mientras pegaba su cabeza al cuerpo de la muchacha, en que parecían volar sobre la superficie helada.
Luego retornó el impacto de los morteros, esta vez delante de ellos y a la derecha. Tres grandes explosiones color naranja cegaron momentáneamente sus ojos en la oscuridad; luego, una especie de luminiscencia residual inundó su retina.
Bond cayó en la cuenta de que las primeras bombas de mortero habían caído a sus espaldas y que ahora caían delante de la máquina. Eso sólo podía significar que el enemigo estaba acotando el blanco y que, muy probablemente, la próxima andanada les acertaría de lleno. Salvo el caso, claro estaba, de que Paula quedara fuera del campo de tiro. Sin duda Paula estaba haciendo lo increíble para salir del trance. Con el acelerador a todo gas, el escúter Yamaha apenas rozaba la nieve helada.
En la lejanía, a través de la tenue claridad, los bosques de la zona situada en territorio finlandés se atisbaban como una masa sombría en la penumbra ártica.
Aún pasaron por otro momento de gran peligro: el ruido sordo del disparo, el silbido de la bomba siguiendo una trayectoria cercana a la máquina que constituía el blanco, y nuevos retumbos amenazadores, pero la impresionante velocidad que Paula había imprimido al Yamaha hizo que rebasaran el campo de tiro de los morteros. Otras seis explosiones atronaron el espacio, pero en esta ocasión cayeron detrás de ellos y bastante desviadas. Salvo en el caso de que fueran a chocar contra una mina -y habían sido muchas las oportunidades de que eso ocurriera- conseguirían su objetivo.
Bastante antes, cuando Paula y Bond iniciaron su desesperado intento de pasar la frontera finlandesa, dos hombres treparon por las rocas cercanas a lo que había sido el flamante y ya devastado búnker de Von Glöda conocido como el Palacio de Hielo. Dada la oscuridad reinante era improbable que pudieran ser avistados.
Desde que se produjera el demoledor ataque de madrugada, los dos hombres habían trabajado con denuedo en el único y minúsculo fragmento del búnker que, por verdadero milagro, se mantenía en pie. Era un blocao de hormigón armado que albergaba una avioneta de tonos grisáceos, una Cessna 150 Commuter provista de unos esquís montados sobre el tren de aterrizaje. En el momento en que empezaba a menguar la pobre luz del día consiguieron al fin desatrancar las puertas del hangar, combadas por las explosiones.
No parecía que el aparato hubiera sufrido daños, si bien la pista de despegue estaba agujereada y cubierta de cascotes. El hombre más alto dio unas amigables instrucciones a su acompañante, que tanto empeño había puesto en la tarea de desbloquear la entrada del hangar. Con el mismo afán, el individuo en cuestión se abrió camino por la pista, eliminando los obstáculos más aparatosos que encontraba su paso, hasta dejar relativamente libre un tramo que se extendía delante del Cessna.
El motor dio señales de querer ponerse en marcha, petardeó unas cuantas veces y, por fin, la hélice giró con un zumbido reconfortante y regular.
El más pequeño de los dos sujetos desanduvo el camino, saltó a la cabina de mandos junto al hombre de elevada estatura y la avioneta empezó a moverse cautelosamente, como si el piloto estuviera tanteando la seguridad de la plancha bajo los esquís. A Continuación, el piloto se volvió hacia su compañero y elevó el pulgar en señal de buena suerte, como es habitual en los despegues, a la vez que abatía los alerones para facilitar al máximo el ascenso del aparato. Enseguida aumentó las revoluciones y el Cessna avanzó entre bamboleos y trepidaciones a la vez que el aparato ganaba velocidad. El piloto estiraba el cuello, esquivaba los obstáculos a derecha e izquierda para evitar las partes deterioradas de la pista; luego entró con una sacudida en un tramo de superficie helada, dio la impresión de que incrementaba la velocidad absoluta e inició una vuelo rasante sobre la accidentada pista.
Los árboles se vislumbraban amenazadores delante de la cabina, agrandándose por momentos. El piloto percibió aquel momento justo en que el aparato responde y transfiere sin peligro su peso a las alas, y entonces desplazó suavemente hacia atrás la palanca de mando. El morro se elevó, pareció titubear unos instantes y prosiguió el impulso hacia adelante, columpiándose todavía a corta distancia del suelo, pero ganando altura con cada segundo que transcurría. El piloto desplazó un poco más la palanca, a la par que con la mano izquierda habría del todo la válvula de admisión de gasolina. Luego efectuó una compensación cargando un poco más sobre la cola de la avioneta. La hélice arañó el aire y el morro se abatió ligeramente; volvió a rasgar aire y rebanó la atmósfera enviando una corriente impulsora que se deslizó por las superficies del fuselaje, hasta que la avioneta, ya estabilizado el curso, enfiló hacia las alturas.