– Limítese a enderezarse y estése quieto, señor Bond.
El superespía volvió la cabeza y vio a Kolya Mosolov que retrocedía unos pasos. En su mano, apuntando al cuello de Bond, esgrimía una aparatosa Stetchkin que aún parecía mayor debido a que llevaba un silenciador acoplado al cañón.
– ¿Cómo…? -farfulló Bond. Luego pensó en Paula y vio que estaba profundamente dormida a su lado.
Mosolov soltó una risita, un detalle inusitado en él, pero nada extraño tratándose de un hombre de múltiples registros.
– No te preocupes por Paula -dijo con voz sosegada, seguro de sí mismo-. Debíais de estar muy cansados, supongo, porque pude forzar la cerradura, ponerle una pequeña inyección y echar un vistazo por la habitación sin despertaros.
Bond juró por lo bajo. Aquello era impropio de un agente de su experiencia. ¿Cómo pudo haber sido tan necio para descuidar la guardia y dejar que el sueño le venciera por completo? Por lo demás, había tomado todas las precauciones que era menester. Incluso recordaba haber inspeccionado la estancia en busca de artefactos de escucha como primera medida.
– ¿Qué clase de inyección? -trató de no aparentar inquietud.
– Dormirá como una bendita por espacio de seis o siete horas. Suficiente para que nosotros hagamos lo que cumple hacer.
– ¿De qué se trata?
Mosolov hizo un ademán con la mano que sostenía la Stetchkin.
– Vístete. Queda un trabajito que quiero terminar. Luego emprenderemos un viaje de placer. Incluso te he conseguido un pasaporte nuevo; sólo para estar seguro. Saldremos de Helsinki en coche, después subiremos a un helicóptero y, por último, transbordaremos a un avión que nos estará esperando. Para cuando Paula esté en condiciones de dar la alarma, nosotros ya estaremos muy lejos.
Bond se encogió de hombros. No tenía muchas alternativas, si bien deslizó la mano hasta la almohada, debajo de la cual había colocado su automática. Kolya Mosolov rebuscó en su anorak, que llevaba desabrochado, y finalmente dejó ver la P-7 de Bond metida en su cinturón.
– Me pareció más seguro. Para mí, claro está.
Bond puso los pies en el suelo y alzó la vista hasta el ruso.
– ¿No abandonas fácilmente, verdad Mosolov?
– Mi carrera depende de que te lleve conmigo a Moscú.
– Al parecer da lo mismo vivo que muerto -Bond se puso en pie.
– A ser posible con vida. Lo que sucedió en la frontera resultó de lo más preocupante, pero al fin tengo ocasión de terminar lo que había empezado -exclamó Kolya con satisfacción.
– No lo entiendo -Bond empezó a caminar hacia el sillón donde estaba su ropa doblada-. Tu gente hubiese podido acabar conmigo los últimos años si les hubiera venido en gana. ¿Por qué precisamente ahora?
– Limítate a ponerte esa ropa.
Bond obedeció, pero sin dejar de conversar.
– Dímelo, Kolya; dime por qué ahora.
– Porque el momento es oportuno. Moscú lleva años persiguiéndote. Hubo una época en que se contentaban con verte muerto. Pero las cosas han cambiado, y me alegro de que hayas salvado el pellejo. Confieso que me equivoqué dejando que nuestros soldados dispararan contra ti… El agobio del momento, ya sabes.
Bond lanzó un gruñido.
– Bien, como te decía, las cosas no son lo que eran -prosiguió el soviético-. Tan sólo queremos comprobar determinada información que obra en nuestro poder. Primero procederemos a un interrogatorio con productos químicos y te sacaremos todo lo que sabes. Luego dispondremos de un precioso lote para efectuar un canje. Tenéis detenidos a un par de nuestros hombres que han hecho un buen trabajo en la Central de Comunicaciones de Cheltenham. No me cabe duda de que a su debido tiempo podremos concertar un intercambio.
– ¿Es ésa la razón principal de que Moscú decidiera iniciar todo el fregado? Me refiero a las maniobras de Von Glöda y sus muchachos.
– En parte, sí -Kolya Mosolov blandió la pistola-. Bueno, termina de una vez. Antes abandonar Helsinki queda otra cosa que hacer.
Bond se enfundó los pantalones de esquí.
– ¿En parte, Kolya? ¿En parte, dices? Una maniobra un poco cara, ¿no crees? Pensabas apresarme y luego por poco me matas.
– Hacerle el juego a Von Glöda contribuyó a solucionar otros asuntillos pendientes.
– ¿Cómo Liebre Azul?
– Liebre Azul y otras cosas. La muerte de Von Glöda era una conclusión inevitable.
– Dices que era… -Bond miró con fijamente a su interlocutor.
Kolya Mosolov asintió con la cabeza.
– Realmente asombroso, ya lo sé, sobre todo después de la hermosa exhibición aérea de los nuestros. Diríase que era imposible que escapara alguien con vida. Pero el amigo Von Glöda lo consiguió.
A Bond le costaba creer lo que decía Kolya. Ni que decir tiene que M no estaba al corriente. Preguntó a Kolya dónde se escondía a la sazón aquel Führer de opereta.
– Está aquí -Mosolov habló con la naturalidad de quien menciona la evidencia-, en Helsinki. Reagrupando sus fuerzas, como diría él. Preparado para empezar de nuevo, salvo que se le paren los pies, y debo ser yo quien lo haga. Sería molesto, por decirlo con un eufemismo, que Von Glöda contase con otra oportunidad de poner en marcha sus planes.
Bond casi había terminado de vestirse.
– Pretendes sacarme de esta ciudad y llevarme a Rusia, y también quieres acabar con Von Glöda ¿Las dos cosas a la vez? -se ajustó el cuello alto del grueso jersey de lana.
– Oh, sí. Tú formas parte de mi proyecto, señor Bond. Tengo que librarme del amigo Glöda, o Aarne Tudeer o como quiera que desee que figure en su lápida. Es el momento propicio…
– ¿Qué hora es? -preguntó Bond.
Como buen profesional, el soviético no se tomó siquiera la molestia de consultar el reloj.
– Las ocho menos cuarto de la mañana poco más o menos. Como decía, la ocasión es idónea. Mira, Von Glöda está en Helsinki con algunos de sus hombres. Esta mañana sale hacia Londres vía París. Imagino que el muy loco pretende organizar alguna asamblea política en tu ciudad. También está el asunto del prisionero de las Tropas de Acción que guardáis en vuestro poder, según creo. Como es lógico, el conde está deseoso de vengarse de ti, Bond, de forma que he pensado en ofrecerte como blanco. No resistirá la tentación.
– Lo imagino -respondió Bond con voz crispada.
El solo pensamiento de que Von Glöda siguiera con vida le sumió en un mar de depresiones. Una vez más desde el inicio de aquella maldita operación, pretendían usarlo como cebo. El superagente se revolvió contra la expectativa. Tenía que haber una salida. Si alguien iba a acabar con Von Glöda, ese alguien sería Bond.
Mosolov siguió con su perorata.
– El avión del conde sale a las nueve. Sería buena cosa que James Bond estuviera sentado en su propio coche en el aparcamiento del aeropuerto Vantaa. Sería una circunstancia más que suficiente para que el camarada Von Glöda abandonara el edificio de salidas internacionales. Por supuesto, nada sabrá de que yo dispongo de recursos particulares para asegurarme de que tú te estés quietecito en el coche: un par de esposas, otra inyección algo distinta de la de Paula -señaló hacia la cama, donde la chica seguía durmiendo a pierna suelta.
– Estás loco -a pesar de sus palabras, Bond sabía muy bien que él era la única carnaza que el conde estaría dispuesto a morder-. ¿Cómo piensas hacerlo?
Mosolov esbozó una sonrisa furtiva.
– Señor Bond, tengo entendido que tu coche va equipado con un teléfono algo peculiar, ¿me equivoco?
– Pocos son los que conocen ese dato -Bond se sentía realmente preocupado. Mosolov sabía lo del artilugio telefónico. Se preguntó si habría algo que el soviético ignorara.