El gran reloj de pared de la sala de espera destinada a los vuelos internacionales marcaba las ocho y media menos dos minutos.
Con paso vivo, abriéndose paso entre la multitud, Bond llegó al mostrador de información y se enteró de la hora a que tenía prevista su salida el avión de las nueve con destino a París. La azafata ni siquiera levantó la vista. El número del vuelo era AY 873 vía Bruselas. No avisarían a los pasajeros hasta un cuarto de hora más tarde, pues había un poco de demora por razones de avituallamiento.
Por el momento no era preciso, pues, requerir a Von Glöda a través de los altavoces. Si los acompañantes que integraban su escolta andaban esparcidos por ahí, quizá pudiera arrinconarle en aquel sector de la terminal. Si no resultaba posible, no le quedaría más remedio que salirle al paso en la zona contigua a las pistas.
Cuidando de protegerse las espaldas en la medida de lo posible, Bond traspuso con dificultad la zona de las tiendas, con la idea de apostarse cerca del pasillo que discurría por el extremo izquierdo del edificio, por el que se iba a las cabinas de control de pasaportes y a las salas de espera vecinas al área de estacionamiento de los aviones.
Al fondo de esta sección de la zona de salidas, frente a unos grandes ventanales, había una cafetería separada de la sala principal por un seto de flores artificiales de muy poca consistencia. A la izquierda de esta valla, muy cerca del punto donde se encontraba Bond, estaba la sección de control de pasaportes, con sus estrechas cabinas ocupadas por funcionarios de la policía.
El superespía empezó a escrutar los rostros con la esperanza de descubrir el de Von Glöda. En la sección mencionada había un incesante flujo de pasajeros, en tanto que la cafetería también rebosaba de público, la mayoría sentado en torno a unas mesillas redondas y de baja altura.
De repente, casi sin quererlo, Bond vio por el rabillo del ojo la faz de su presa: el mismísimo Von Glöda que se levantaba de una de las mesas de la cafetería.
El pretendiente al arruinado trono de Hitler daba la impresión de estar tan bien organizado en Helsinki como lo estaba en el Palacio de Hielo. Vestía prendas inmaculadas, e incluso bien arropado con un abrigo gris, como un civil más, emanaba de él un aire militar. El cuerpo erguido y su prestancia física denotaban a un hombre que se salía de lo corriente. Por unos instantes Bond pensó que no era de extrañar que Tudeer se creyera predestinado a dominar el orbe.
Le rodeaban seis guardaespaldas, todos vestidos con elegancia y con aire militar. «Quizá mercenarios», se dijo Bond. Von Glöda se dirigió a ellos en voz baja, recalcando sus palabras con rápidos movimientos de las manos. El superagente tardó un poco en darse cuenta de que los ademanes parecían calcados de los del propio Hitler.
Se oyó el chasquido del sistema de los altavoces y el persistente zumbido del amplificador. Bond creyó que se iba a dar el aviso para la salida del vuelo con destino a París. Von Glöda ladeó la cabeza para escuchar mejor el anuncio, pero al parecer también dedujo que se trataba de su avión y enderezó de nuevo la testa. Con estudiada solemnidad estrechó la mano de todos los hombres que le rodeaban y echó un vistazo en busca del maletín de mano.
Bond se acercó al seto artificial y se dio cuenta de que había demasiada gente en la cafetería para correr el riesgo de apresar a Von Glöda. Sin duda el lugar más propicio para aprehenderle sería el trecho que mediaba entre la cafetería y las cabinas de inspección de pasaportes.
Semioculto todavía por la constante riada de viajeros, Bond se apartó hacia la izquierda. Von Glöda parecía inquieto y miraba a su alrededor, como si presintiera algún peligro.
El zumbido se apagó y se oyó la voz de la locutora a través de los múltiples altavoces, más alta de lo normal, casi insoportable a los oídos, rotunda y clara. Bond sintió que el estómago le daba un vuelco y se detuvo en seco, los ojos clavados en la figura de Von Glöda, cuyo cuerpo adquirió aún mayor rigidez al escuchar estas palabras: «Por favor, el señor James Bond que se presente en el mostrador de información de la segunda planta».
Se encontraba en esa planta. Bond miró rápidamente a su alrededor en busca del citado mostrador, sabedor de que también el conde hacía lo propio. La voz repitió en inglés: «Señor Bond, diríjase por favor al mostrador de información».
Von Glöda giró sobre sus talones. Tanto él como Bond debieron de atisbar al mismo tiempo al hombre que se hallaba de pie junto a la sección de información. Era Hans Buchtman, al que Bond había conocido como Brad Tirpitz. En el momento en que sus miradas se encontraban, Buchtman hizo ademán de dirigirse hacia el superagente, mientras sus labios pronunciaban palabras inaudibles, que se quedaron flotando en el aire, perdidas entre el ruido y la algarabía del entorno. Von Glöda miró perplejo a Buchtman y frunció el ceño, hasta que al fin descubrió a Bond.
Por unos instantes pareció como si la escena quedara inmovilizada en la retina de los adversarios, Pero enseguida Von Glöda dio órdenes a sus acompañantes, que empezaron a desplegarse, al tiempo que el conde agarraba el maletín de viaje y emprendía presurosa marcha.
El superespía salió a descubierto con la idea de cortarle el paso consciente a la vez de que Buchtman se abría paso a codazos. En el preciso instante en que sus manos tocaban la culata de la Redhawk, oyó finalmente a Buchtman que gritaba:
– ¡No! ¡No, Bond! ¡Le queremos con vida!
«Claro que le queréis con vida», pensó Bond para sus adentros. Con la mano aferrada a la culata del arma, se lanzó contra Von Glöda.
– ¡Quieto ahí, Tudeer! -gritó-. ¡Jamás tomará ese avión! ¡No se mueva!
La gente empezó a gritar y Bond, que se encontraba tan sólo a unos pasos de Von Glöda, se dio cuenta de que el jefe de las Tropas de Acción Nacionalsocialista tenía una pistola en la mano derecha, semioculta por el maletín que llevaba en la otra mano.
Bond seguía pugnando por sacar la aparatosa Redhawk, que se resistía a salir del cinto. Volvió a conminar al conde y echó una rápida ojeada a su espalda. Buchtman se le estaba echando casi encima, apartando con violencia a los que se interponían a su paso.
En medio del pánico que cundía a su alrededor, Bond oyó a Von Glöda gritar histéricamente a la vez que se encaraba con éclass="underline"
– ¡Ayer no pudieron acabar conmigo! ¡Eso es una prueba de mi destino y de la misión que me ha correspondido!
Como respuesta a sus palabras, Bond consiguió liberar el cañón de la Redhawk. Von Glöda levantó el brazo armado y apuntó a Bond con una Luger. El superagente dobló una rodilla a la vez que estiraba también el brazo con la pistola. Mientras toda su atención se concentraba en el rostro de Von Glöda y en la Luger que esgrimía, volvió a gritar:
– ¡Se acabó, Von Glöda! ¡No sea estúpido!
A continuación brotó una llamarada de la Luger y, en el mismo momento, los dedos de Bond apretaron dos veces el gatillo de la Redhawk.
Sonaron dos estampidos simultáneos y Bond tuvo la sensación de que una mano gigante le sacudía por el costado. Las cabinas del control de pasaportes bailaron ante sus ojos y cayó al suelo, mientras Von Glöda, con la cabeza caída a un lado, retrocedía vacilante, como un venado herido, repitiendo con voz entrecortada: