La pelea terminó súbita y rápidamente.
El narizotas se acercó unos centímetros más a Bond, sin dejar de pasar la navaja de una mano a otra. De repente Bond enfiló hacia su adversario y proyectó la pierna derecha hacia delante, como si lanzara una estocada, el pie entre las piernas del grandullón. Al mismo tiempo el superagente se pasó el cuchillo de monte de la mano derecha a la izquierda, luego hizo una finta y simuló el movimiento verso, como sin duda esperaba el contrincante.
Aquélla era la ocasión. Bond vio que los ojos del matón se desviaban levemente hacia donde se suponía que iría a parar el cuchillo de su oponente y por unas décimas de segundo el narizotas vaciló. La mano izquierda de Bond se elevó cinco centímetros y con la velocidad del rayo adelantó el arma y la abatió hacia abajo. Se oyó el chasquido metálico de dos aceros que se entrecruzan.
El hombre del forúnculo nasal intentó pasarse la navaja a la otra mano, pero la hoja del cuchillo que blandía Bond se interpuso y la navaja salió proyectada contra el suelo. Con gesto instintivo, el matón se inclinó para recoger el arma y Bond aprovechó para asestar con la suya un golpe hacia arriba.
El hombretón se enderezó súbitamente, lanzó un gruñido y se llevó la mano a la mejilla, en la que el cuchillo de su adversario había dejado un gran surco sanguinolento que iba desde la oreja hasta el borde del mentón. Otro veloz movimiento de Bond y el cuchillo rajó la mano con que el adversario se protegía el rostro. En esta ocasión el narizotas lanzó un rugido mezcla de dolor y rabia.
Bond no quería acabar con él, hallándose en un país extranjero y en las presentes circunstancias; pero tampoco quería dejar las cosas así. El hombretón abrió los desmesuradamente los ojos, desconcertado y temeroso, cuando su enemigo volvió a echársele encima. El cuchillo de monte hendió hacia arriba dos veces, dejando en la otra mejilla un corte quebrado y llevándose el lóbulo de la oreja.
Era obvio que el narizotas tenía más que suficiente. Se hizo a un lado, tambaleante, y se dirigió puerta con el aliento entrecortado. Bond se dijo a sí mismo que el sujeto aquel tenía más cabeza de lo que había estimado al principio.
Volvió a sentir la punzada de dolor en el hombro, acompañada de una sensación de vértigo. No tenía la menor intención de ir tras los pasos del frustrado asaltante, al que desde allí oía descender las escaleras de madera con pasos inseguros y tambaleantes.
– ¿James? -Paula se encontraba de nuevo en la habitación-. ¿Qué debo hacer? ¿Llamar a la policía o…?
Estaba asustada y tenía el semblante muy pálido. Bond no creyó que tampoco él presentara mejor aspecto.
– No, no, nada de policía, Paula -se dejó caer en el sillón más próximo-. Cierra la puerta, echa la cadenilla y echa un vistazo por la ventana.
Parecía que se le nublaba la visión; todo a su alrededor era una mancha borrosa. En medio de su confusión le extrañó que la chica obedeciera sin rechistar. Por lo general prefería discutir. Paula no era de esas chicas a las que uno puede manejar como se le antoje.
– ¿Se ve algo? -Bond oyó resonar su voz, como un eco lejano.
– Un coche que acaba de arrancar y cuantos más aparcados. No se observa movimiento de personas…
La estancia se desdibujó ante sus ojos y luego volvió a recomponerse la imagen.
– James, tienes una herida en el hombro.
Podía aspirar, junto a él, el fragante olor del cuerpo de la muchacha.
– Por favor, Paula, cuéntame lo sucedido, es importante. ¿Cómo entraron en la casa? ¿Qué hacían en ella?
– Tu hombro, James.
Bond volvió la cabeza para mirarlo. La gruesa tela de la chaqueta British Warm había impedido que el daño fuera mayor, pero, aun así, el filo del cuchillo le había rasgado la hombrera y filtraba y la sangre se filtraba por la guata formando una mancha negruzca y húmeda.
– Cuéntame lo sucedido -repitió Bond.
– Estás herido. Tengo que verte la espalda.
Llegaron a un acuerdo y Bond se desvistió de cintura para arriba. Un aparatoso corte le cruzaba el hombro en diagonal. El cuchillo de monte había penetrado algo más de un centímetro en las partes carnosas. Paula, provista de un desinfectante, agua caliente, esparadrapo y gasa, le limpió y vendó la herida, y mientras lo hacía le contó lo ocurrido. En apariencia la chica estaba tranquila, pero Bond advirtió que le temblaban un poco las manos al recordar los hechos.
Los asaltantes se habían presentado en la casa dos minutos antes de que él llamase a la puerta.
– Me había entretenido un poco -con un vago ademán señaló el vestido de seda-. ¡Tonta de mí! No tenía puesta la cadena de la puerta y ni siquiera se me ocurrió atisbar por la mirilla al oír el timbre.
Los intrusos no tuvieron más que empujar y la obligaron a volver a la habitación. Le dijeron lo que tenía que hacer y, también, lo que le pasaría si no obedecía sus instrucciones.
Teniendo en cuenta las circunstancias, Bond estimó que Paula no tenía elección. Con todo, en lo tocante a su persona había una serie de incógnitas que sólo podía despejar por conducto del departamento, lo cual significaba que, sintiéndolo mucho, se veía en la precisión de regresar a Londres. Una cosa estaba clara, y era que el hecho de que los dos hombres se hubiesen introducido en el domicilio de su amiga unos minutos antes de que él llegara permitía concluir que probablemente esperaban que el taxi en el que viajaba se detuviese en Esplanade Park.
– Bueno, gracias por haberme alertado en la puerta -dijo Bond distendiendo los músculos del hombro ya vendado.
Paula puso cara compungida.
– No te alerté en absoluto. Estaba muerta de miedo.
– De modo que actuaste sólo impulsada por el temor -Bond sonrió a la joven-. Te aseguro que sé distinguir cuando una persona está realmente muerta de miedo, créeme.
Ella se inclinó, le dio un beso y frunció un poco el ceño.
– De veras, James, aún no se me ha pasado el susto. Tenía un miedo atroz. ¿Por qué esa pistola y tu forma de proceder? Creía que eras un alto funcionario del gobierno y nada más.
– Y así es, Paula, todo un funcionario.
Guardó silencio unos instantes, dispuesto a formular más preguntas vitales, pero Paula se volvió y fue a recoger del suelo la pistola automática. Luego se la entregó a su amigo.
– ¿Crees que volverán? -preguntó la chica-. ¿Estoy expuesta a una segunda agresión?
Bond tendió los brazos hacia ella y manifestó:
– Mira, Paula, por motivos que ignoro un par de matones vinieron por mí. Te aseguro que desconozco la causa. Sí a veces me encomiendan tareas un poco peligrosas, por eso tengo que ir armado, pero eso no explica que dos individuos de esa calaña tuviesen que agredirme aquí, en Helsinki.
Añadió que probablemente hallaría la respuesta en Londres y que creía con seguridad que, una vez se hubiera ido él, Paula podría estar tranquila. Ya era demasiado tarde para tomar el avión de la British Airways que salía por la noche con destino a Londres, lo cual le forzaba a esperar el vuelo de las líneas aéreas finlandesas, que salía a las nueve de la mañana.
– Me parece que nuestra cena se ha ido al traste -su sonrisa le daba un matiz compungido, como excusándose por el hecho.
Paula contestó que tenía comida en la nevera y que podían cenar en el apartamento. La voz de la muchacha tenía un tono trémulo. Bond tomó rápidamente una decisión y se dijo que era mejor posponer el interrogatorio para dar otro enfoque más «positivo» a la situación. Luego afrontaría la cuestión realmente enigmática: ¿Cómo sabía aquel par de asesinos que él se encontraba en Helsinki y, más en concreto, que acudiría a visitar a Paula?
– ¿Tienes coche, Paula? -empezó a decir.
Ella respondió en sentido afirmativo. Lo tenía en un aparcamiento exterior.