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Dimitri Bilenkin

Operación «Dios cósmico»

Traducción de Clara Shteinberg

1. Una nave en peligro

Polynov, sin vacilar hizo avanzar a la brecha la torre. Era como una puñalada certeramente al plexo solar de la defensa enemiga.

Huysmans frunció el ceño. Sus dedos, amarillos como los de una momia, tocaron con pena el rey. Después miró de soslayo el reloj.

— ¿Y si damos la vuelta al tablero? — propuso.

— ¿No le parece que hoy se entrega con demasiada premura, querido padre?

Polynov volaba hacia Marte como pasajero abrigando la esperanza de descansar durante el viaje de las agotadoras obligaciones del psicólogo cósmico, pero nunca llegó a imaginarse cuan exhaustiva resultaría para él la ociosidad en una nave como el «Antinoo». Si no hubiera sido por el ajedrez, se sentiría completamente extraño en medio del bullicio y diversiones que servían para matar el tiempo.

— Oh, esta rendición no es definitiva. No olvide: el que empuña la espada por espada perecerá. Por ahora le gusta semejante dialéctica, ¿no es cierto?

El huesudo rostro del padre se ensanchó en una sonrisa. Era una sonrisa-invitación agazapada en las comisuras de los labios. En Polynov se avivó el interés profesional.

— ¿De modo que usted me considera un hombre con espada?

— A usted también. El que construye, destruye, ¿no es así? Pero la dialéctica a la que sois adeptos, como nosotros lo somos a dios, esta dialéctica os destruirá.

— ¿Usted está tan seguro?

Polynov se puso de buen humor. «Esto en su persona también son cosas de la profesión — pensó—. Habrá predicado durante unos buenos treinta años, y claro que ahora no puede aguantar, le atrae el ambón o como se llame ese sitio…»

Acomodó mejor las piernas, dirigió una mirada a la muchacha que atravesaba el salón — vaya si es linda— y, mentalmente, le hizo un guiño al padre.

— Sin duda alguna, os destruirá —proseguía Huysmans sin apartar la vista—, ya que la ley de vuestra dialéctica reza que el que niega está condenado a la negación. Vosotros negáis lo nuestro, vendrá alguien o algo y se portará con vosotros de la misma manera.

— Sólo puedo compadecerle — asintió con la cabeza Polynov—. Los feligreses no van al templo, ¿no es así? ¿Qué le vas a hacer? La historia no es una partida de ajedrez. No puede volverse a jugar.

— Pero es una espiral, y por lo tanto el caminante puede retornar al punto de donde partió.

— Hoy, usted necesita que le consue…

Una suave sacudida hizo tambalearse la mesita. Algunas figuras cayeron, tras la puerta de vidrio del salón alguien se echó a un lado, pero el estruendo del jazz lo absorbía todo y las sombras angulosas de los danzantes volvieron a deslizarse por el cristal.

— Necesita que le consuelen — finalizó Polynov, agachándose para recoger las figuras del suelo—. Pero los sofismas nunca…

Levantó la cabeza. Su interlocutor había desaparecido. Huysmans se había esfumado sin ruido, como un murciélago.

El rey blanco que había caído sobre la mesita rodó lentamente hacia el borde, por lo visto, la nave frenaba inadvertidamente para los pasajeros. Polynov se encogió de hombros, cogió el rey, colocó las figuras en la caja y salió del saloncito.

Se paró vacilando junto a una puerta con la inscripción en cinco idiomas: «Caseta de derrota. Prohibida la entrada». La música penetraba también aquí, algo velada, pero igualmente frenética e intermitente.

— Todo les importa un bledo — dijo Polynov—. Andamos en jaranas…

Polynov estaba hasta la coronilla de los ritmos sincopados de la música y por enésima vez lamentó haberse metido en esta elegante nave de línea con su interminable fiesta artificiosa.

En la caseta de derrota reinaba la penumbra. Las piezas fluorescentes de las escalas centelleaban como luciérnagas y sobre el óvalo sin fondo de la pantalla panorámica temblaba la telaraña azul de los nemográficos diseminada por el tablero.

— ¿Quién es? — preguntó con enfado una voz, y Polynov vio a Berger. El piloto de guardia tenía desabrochada la camisa del uniforme con cohetes dorados y del cuello le colgaba un radiófono—. Ah, es usted, camarada… Sospecho cuál es la causa que le ha traído aquí. No, no es un flujo meteorítico.

— ¿Y, entonces, qué?

Berger señaló con la cabeza a la pantalla. El segundo piloto se apartó un poco. En la negra profundidad, entre las estrellas inmóviles titilaban las luces de posición de las señales de socorro.

— ¿Qué naves?

— Una tal «Van Euk». ¿Ha oído este nombre?

— No, ahora hay demasiadas naves. Pero vosotros, en todo caso, deberíais estar al corriente de las travesías…

— No es una nave de línea.

— Parece que tiene usted razón — se fijó Polynov—. Es una nave exploradora. ¿Pero qué le pasa? ¡Apaga las luces!

En la pantalla quedó sólo una estrellita roja.

— Una avería. Ahorran energía.

— ¿Y la radio?

— Es una zona de silencio. Entramos en ella hace media hora.

— Muy mal. ¿Hasta tal punto economizan la energía que ni pueden enviar señales sobre el carácter de la avería?

— Se les estropeó el retrobloque.

— Es algo serio.

— Más no puede ser. Dicen que comunicarán los pormenores al entrar en contacto directo.

— ¿Necesitarán mi asistencia? Antes he sido médico.

— No nos comunicaron si hay víctimas. Aja, otra vez envían señales. Ahora va a despegar su lancha.

— ¿No sería mejor mandar la nuestra…?

— ¡No falta más! El despegue de nuestra lancha no pasará inadvertido por nuestros pasajeros.

— Bueno, ¿y qué importa?

— ¡Hum! ¿Ha olvidado usted qué pasajeros viajan en nuestra nave? — Berger sonrió sarcásticamente—. Cuando vienes a ver, las señoras, al enterarse del accidente, empezarán a pedir gotas de valeriana.

— Eh, eh, Berger, cállate la boca — le advirtió el segundo piloto— o volarás de este trabajo.

— A mí me importa un comino. No debemos ocultar nuestras convicciones políticas. El compañero Polynov me comprenderá.

En la pantalla apareció por un instante un brillante destello.

— Han despegado — señaló el segundo piloto.

La franja de color naranja pálido expulsada de las toberas de la lancha iba creciendo lentamente, a medida que se aproximaba.

Tan sólo una persona experta podía percibir el empujón.

— Un amarre de alta clase — hizo constar Berger—. Sería interesante ver a los huéspedes.

— Una demora de treinta horas como mínimo — gruñó el segundo piloto. Su perfil ceñudo eclipsó la pantalla.

— Es una nimiedad, lo recuperaremos — contestó Berger—. ¿Quiere cerveza, camarada?

Polynov asintió con la cabeza. Berger abrió una lata.

Sin embargo, no le dio tiempo de dar un trago. La puerta, con estrépito, se abrió de par en par. En el vano aparecieron dos sombras. Por los ojos, hiriéndolos, se deslizó el rayo cegador de una linterna.

— ¡Qué diablos! — entornando fuertemente los ojos y apretando contra el pecho la lata de cerveza, gritó Berger.

— Calma — pronunció fríamente la sombra—. ¡Manos arriba!

Al nivel de su pecho Polynov vio la boca piramidal de una pistola de rayo fulminador, el llamado lighting. La lata cayó de las manos de Berger, vertiendo al suelo un surtidor espumoso. El segundo piloto saltó de su asiento. El lighting se estremeció con nerviosismo. De su cañón salió un rayo violáceo. El segundo piloto se desplomó, su crispada boca trataba de captar aire.

— ¡Las manos! — vociferó la sombra—. ¡Sin tonterías!