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— Venga al consultorio y hablaremos.

Gregory meneó enérgicamente la cabeza.

— Allí no podremos charlar. Pongámonos de acuerdo aquí.

— ¿Por qué no podremos?

El guardia esbozó una sonrisa enigmática.

— Usted mismo lo comprenderá. Decídase, doc.

— Le he dicho que hablaremos más tarde. Gregory miró a Polynov como a un tonto. Terminado el esclusaje, siguieron el descenso por una escalera entallada en la roca. Se veía a las claras que se economizaba en la instalación del subterráneo. Dondequiera que se ofrecía la posibilidad la piedra permanecía vista, lo que proporcionaba al local cierto parecido con un castillo feudal. Si no fuera por la sorprendente ligereza del cuerpo, la brillante luz de las lámparas y la insólita geometría de los peldaños, se podría pensar que el tiempo se volvió hacia atrás y que se está interpretando una escena de la época medieval.

Polynov pensaba ver mucho por el camino, pero todas las puertas estaban cerradas, no tropezó con nadie y la base parecía inhabitada. Se pararon varias veces ante unos tabiques herméticos que cortaban el paso y cada vez las losas se corrían hacia un lado o se alzaban apenas Gregory, arrimándose a la pared, susurraba unas palabras. La inquietud de Polynov incrementaba. Esto no era una base de piratas. Ni siquiera una decena de saqueos podrían cubrir los gastos de edificación de semejante base. ¿Y para qué necesitan los piratas una planta, cualquiera que sea su producción? Aquí se ha invertido un dineral fabuloso. Pero, ¿para qué? ¿Con qué finalidad? ¿Qué siniestros propósitos se ocultaban tras estas cosas diabólicas? ¿Quién sería el autor de la criminal idea que engendró este cubil capaz de resistir un ataque nuclear, a estos bandidos y este espectacular disparate con el saqueo de una nave pacífica y el rapto de sus tripulantes?

En la cámara a la que les empujaron había dos sillas hechas de tubos de duraluminio, lámparas de luz diurna bajo el techo y allí mismo la rejilla del aparato de aire acondicionado; también había colchones sobre el suelo metaloplástico. No había mesa. Además, difícilmente podía caber en un cubículo tan minúsculo.

Cris miraba perpleja a todos los lados. Todo el camino se mantuvo aferrada a Polynov, patentemente abatida por la novedad del paisaje cósmico, el carácter misterioso de la base y lo lúgubre de sus muros.

— De aquí será todavía más difícil… Polynov le echó una mirada furiosa y ella se atajó. Con un movimiento de las cejas él le señaló hacia el techo. Tras la rejilla del aparato de aire acondicionado se vislumbraba un débil brillo y Polynov no dudaba que desde aquí les observaba un teleojo y los aparatos escondidos captaban cada susurro.

Cris sonrió tristemente y Polynov la comprendió: a partir de este instante tendrían que adivinar mutuamente los pensamientos, si querían hablar de algo serio.

Se sentaron uno frente al otro en un melancólico silencio. Les privaron de la última libertad. La libertad de comunicarse que poseían incluso los reclusos de los campos de concentración.

El cerrojo electromagnético lanzó un débil chirrido. Ambos se estremecieron.

— Vamos, doc.

Con un movimiento de la cabeza Polynov se despidió de Cris. Ésta estuvo a punto de prorrumpir en lágrimas.

Gregory acompañó al psicólogo al final de un largo pasillo con paredes de hormigón. Junto a un recodo se pararon frente a la puerta con el número once.

Me han encomendado darle instrucciones, doc — dijo el guardia—. Este es su local. Esta puerta se abre al pronunciar la palabra «botica», recuérdelo. Las medicinas más valiosas — Gregory miró con especial expresión— se encuentran en la caja fuerte. La cerradura está sintonizada con su voz y responde a la palabra «sésamo», ¿entendido? La puerta de su cámara se abre en respuesta a la frase «buenas noches”…

¿De modo que yo puedo salir de la cárcel?

— Sí, está permitido. La comida es de 13.00 a 13.30 en el local número siete. El desayuno, allí mismo a las…

— ¿También se abre con una seña?

— No, a la hora indicada usted entrará sin obstáculo alguno. Y ahora a su establecimiento vendrá un chiflado…

Y Gregory giró con el dedo varias veces junto a su frente.

Apenas Polynov comenzó a hacer el examen de sus pertenencias, se oyeron los pasos de alguien que arrastraba los pies por el pasillo y el umbral del consultorio lo atravesó un hombre huraño y enjuto con una bata de laboratorio arrugada; del bolsillo de pecho asomaba un destornillador-comprobador. En el vano de la puerta Polynov vio alejarse la figura de Gregory. El guardia cantaba en voz alta:

La lejana luz, la lejana luz, la lejana luz de los poblados ardientes y de las estrellas. Extínguela con vino, extínguela con vino, extínguela con vino la ardiente luz de los lejanos poblados y de las estrellas.

El hombro que acababa de entrar centró su mirada en Polynov, dijo sombríamente «eso es», pero permaneció quieto, brillando con las lentes de sus gafas. Sus ojos de hombre inteligente casi tapados por los párpados escudriñaban desempachadamente al psicólogo. El pelo negro y tieso de sus mejillas sin afeitar, su mugrienta corbata, así como la sucia camisa hacían juego con todo su aspecto.

— Eso es — repitió con el mismo aire sombrío—. Soy Eriberto, el electricista. ¡Jefe de los electricistas! Así me llamo. Aquí, no hay canalla que me entienda, ¿y usted?

— Siéntese — dijo Polynov—. ¿De qué se queja?

Eriberto sonrió enigmáticamente.

— Insomnio, mi insomnio… Una píldora, no duermo, pienso. Dos píldoras, no duermo, me martirizo. Tres píldoras… Así, poco me falta hasta la tumba, ¿no es cierto? Nadie puede comprender mi enfermedad, nadie…

— Tranquilícese, yo trataré de comprenderla. Dormirá como un bebé.

— ¿Sí? ¿Acaso aquí uno puede dormir como un bebé? —los labios del enfermo se retorcieron sarcásticamente.

Se sentó como lo suelen hacer las personas cansadas, corcovándose. Sus ojos — tras las lentes de las gafas— dejaron de parpadear, lo cual daba a su mirada una apariencia desagradable.

— Cuénteme todo por orden de sucesión — le exhortó Polynov, acercando el aparato diagnosticador.

— No tengo nada que referir, nada. Había una vez un tonto inteligente. Se reclutó. Llegó. Insomnio. Muy pronto. No hay quien lo cure. Oí hablar de usted, y vine a verle. Abrigo la esperanza sin creer en ella.

Su monótona voz, a pesar de todo, estaba llena de expresión, y Polynov, ávidamente, prestaba gran atención a las entonaciones: su experiencia de psicólogo le sugería que el enfermo que tenía frente a sí estaba muy lejos de ser un simplote, al igual que tampoco era simple su enfermedad.

— ¿Estuvo antes en el espacio cósmico?

— No.

— ¿Hace mucho que padece de insomnio?

— Pronto harán tres meses, y se mantendrá infinitamente. Si fuera posible tumbarse en la hierbecita verde…

— ¿Se dirigió antes al doctor?

— No. Tenía miedo. Quería arreglármelas yo mismo.

— Usted mismo tiene la culpa de descuidar la enfermedad.

— Por supuesto, que la tengo. Confiaba, tenía la esperanza… Un fracaso rotundo.

Polynov fijó los captadores en sus sienes y muñecas y ajustó la sintonización. El resultado le pareció muy interesante.

— ¿Está pensando en la Tierra? — preguntó afablemente.

— La Tierra…

Las comisuras de los labios de Eriberto sé extendieron hacia abajo y su rostro tomó una expresión soñadora.

— La Tierra… Y en la Tierra la hierbecita… La estropearán.

— No — objetó categóricamente Polynov.

— ¿Usted piensa? — Eriberto se animó—. ¿Usted me lo promete? Estos últimos días me encuentro muy mal, malísimo, algunos creen que estoy a punto de perder la razón… Pero no es así, yo soy normal, ¿verdad que sí? Solamente el insomnio…