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— Solamente el insomnio — como el eco respondió Polynov—. No tenga miedo, su psiquis está casi en orden. Tiene una rara enfermedad. No obstante, puede trabajar.

— Así y todo, yo trabajo. Aquí los especialistas son insustituibles. ¿Usted me ayudará?

— Claro que le ayudaré. Para esto estoy.

— Gracias. ¿Y el tratamiento, cómo me va a curar?

— Ya le he dicho: el caso no es común y corriente. No se puede hacer todo de una vez. Mientras tanto le voy a prescribir una medicina. Venga a verme mañana, necesito comprobar la reacción.

— Quiero creerle… — el enfermo, por primera vez, miró a Polynov con esperanza.

— Hay que creer — dijo Polynov con rigor—. De lo contrario, no le garantizo que vuelva a ver la hierbecita.

— Hierbecita… Hierbecita verde… Yo quiero, quiero…

La animación pasó. Eriberto proseguía melancólicamente su melopeya. Parecía que estaba delirando.

— ¡Alto ahí! —Polynov se puso de pie—. El enfermo debe ayudar al médico y no sólo el médico al enfermo. Domínese.

Eriberto también se levantó.

— No me grite. Me dominaré. Me encuentro muy mal. En usted deposito toda mi esperanza. En el caso de que exista.

— Sí, existe, no lo dude.

Pero el propio Polynov no estaba seguro de ello…

Ahora, por fin, pudo pasar revista a su «hacienda». El surtido de medicamentos era enorme, los aparatos eran excelentes. Esta circunstancia le infundió esperanza. En la gaveta de su escritorio encontró la grabación magnética hecha por su antecesor y la escuchó. Nada más que futilidades: en la base raras veces se enfermaban. Una cuchillada en una riña, una mandíbula dislocada… Y esto, ¿qué es? «Intoxicación aguda causada por el disunol…» — oyó el diagnóstico.

Disunol… Disunol… No había oído decir que en el Cosmos se aplicase una sustancia con este nombre.

Polynov se precipitó a la guía médica. Muy interesante. La guía no contenía ni una palabra sobre el particular. Pero entre sus páginas encontró una cuartilla en la que se enumeraban los síntomas de la intoxicación con disunol y las medidas de curación. Una chuleta típica. ¿No habrá aquí algún manual de química? No.

A pesar de todo, este nombre le recordaba algo. Algo conocido. Cierto término especial, bien conocido.

Por supuesto: disán.

¡Disán!

Polynov se sentó, tratando de calmar las palpitaciones del corazón. Basta, parece que está perdiendo el juicio. ¿Quién podría necesitar aquí el disán? Es un absurdo. Probablemente la equivocación se deba al parecido de las palabras, y lo que se produce aquí no es, en modo alguno, el disán. En realidad, ¿de dónde habrá sacado él que el disunol es un producto de la reacción intermedia de la obtención del disán? Él no es químico. Sin embargo, ¡algo raro sí se produce en esta maldita planta! Y si es el disán, entonces es algo terrible.

Concentrarse ahora era superior a sus fuerzas, los pensamientos se le desbandaban. Demasiadas cosas inesperadas. Los abrumadores calabozos, los espías electrónicos, la penosa conversación con Eriberto y, al fin, el disunol… Hay que ir a dar un paseo, aprovechando que los carceleros le ofrecieron tal posibilidad. Tal y como lo esperaba Polynov, el angosto pasillo por ambos extremos estaba bloqueado por unas compuertas macizas que aislaban el pasillo y, por consiguiente, también a él, a Polynov, del resto de la base. Seguía siendo, al igual que antes, un prisionero al que vigilaban cada paso (Polynov se fijó en que tanto en el consultorio, como en el pasillo había mirillas de los aparatos televisivos, con la particularidad de que ni siquiera trataron de ocultarlas).

A Polynov le pareció que su situación se asemejaba a la de una mosca bajo una campana de vidrio. Además, ignoraba tanto el esquema de la base y el número de personas que en ella trabajaban, como señas y contraseñas mágicas que permitían desplazarse por la base sin obstáculos. Indudablemente, Cris tenía razón: en esta situación era difícil emprender algo, y, en opinión de los carceleros, casi imposible. Aunque, la verdad es, que de tener éstos tal convicción, no todo estaba perdido.

De repente, vio una puerta entreabierta. Después de un momento de vacilación la empujó. Bruscamente se echó hacia atrás: de la habitación, clavando en él sus ojos horripilantes, le miraba un monstruo, el engendro aterrador de una pesadilla.

Polynov se recostó contra la pared aguardando la aparición ya sea de los centinelas, o bien, del monstruo. Pero no sucedió nada. En torno suyo reinaba el silencio, como en un sepulcro, y sólo parpadeaba, produciendo cierto chasquido, una lámpara. La curiosidad pudo más que el miedo incitando a Polynov a echar otra mirada al interior de la habitación. Y hasta se tapó la boca para contener la risa.

El cuartucho estaba lleno de figuras de cera de diferentes monstruos, nacidos de una fantasía delirante, y, también, de personas, sí, de personas reales. Indudablemente, el desconocido artista tenía talento y había logrado producir un efecto formidable. Cada figura humana simbolizaba determinada imagen como si la colección hubiera sido llamada a expresar las manifestaciones más altas y más bajas del carácter. Aquí se hallaban la Santidad y la Bajeza, el Amor y la Crueldad, la Nobleza y la Vileza… Tampoco faltaba la figura del Hombre Ordinario: lo suficientemente bondadoso, lo suficientemente agradable, con la suficiente trastienda, desmesuradamente optimista y desmesuradamente regular. Precisamente así representaban al Hombre Ordinario la televisión, los periódicos, las revistas y la radio. Las imitaciones, sin duda alguna, resultaron acertadas. Y no una, sino tres: el Hombre Blanco Ordinario, el Hombre Amarillo y el Hombre Negro. El Hombre Ordinario de cera, independientemente de su pertenencia racial, tenía una amplia y radiante sonrisa.

A Polynov le embargó un sentimiento de pavor y no pudo comprender en el acto el porqué de este sentimiento. Más tarde se percató de la razón: el panóptico — y en ello había algo diabólico — parecía animado. La expresión de los rostros cambiaba según el escorzo y la iluminación. Los ojos de las figuras le miraban fija e inexpresivamente. Polynov hasta se decidió a palpar las figuras para cerciorarse de su origen artificial.

El psicológico no sabía si debía reír, llorar o admirar esta imitación genial del ser humano. No podía concebir sólo una cosa: ¿quién y para qué fines necesitaba semejante museo? Y si era una casualidad el que la única puerta sin cerrar era la que daba acceso al cuartucho de mascarada.

— ¡Polynov, el tiempo de su comida expira! ¡Dése prisa si no quiere quedar en ayunas!

La voz retumbó desde lo alto. Polynov hizo un gesto de disgusto. Qué métodos tan estúpidos: dejar a uno aturdido, desconcertado, aterrado. Pero surten efecto, hay que reconocerlo.

5. Con las cartas al descubierto

Con la cabeza gacha Polynov, cansado y arrastrando los pies, se dirigió al comedor. El juego del gato y el ratón continuaba y él respondió con la única jugada posible. Que Huysmans se alegre al ver su perplejidad. Que todo el mundo vea cómo Polynov se arrastra hacia el tugurio que le han señalado.

En una de las mesitas tenía servida la comida. En el comedor no había nadie más. Este tenía otras dos salidas, pero ambas resultaron cerradas herméticamente. Lo principal en el comedor consistía en el ascensor para los platos. Una especie de bandeja con articulaciones se desplazaba de arriba abajo. Polynov comprobó el mecanismo, desviando hacia abajo la «bandeja» hasta el tope, pero no sucedió nada. Seguramente, la cocina se encontraba sobre el comedor y los platos bajaban por una escotilla directamente a la «bandeja», de modo que los comensales pudieran servirse ellos mismos. Una automatización rudimentaria, que testimoniaba, sin embargo, que no estaba destinada únicamente para él. Por lo visto, existían causas serias para limitar el tiempo de su comida; al parecer, los carceleros estaban muy lejos de tener el deseo vehemente de ofrecerle la oportunidad para encontrarse con alguien en horas de la comida. No obstante, los pacientes podían visitarlo sin impedimentos, y en el pasillo, tarde o temprano toparía con alguno de los vigilantes. Esto significa que aquí traían a los reclusos. Y se tomaban todas las medidas para que no se vieran unos a otros.