Polynov estaba tan ocupado con sus pensamientos que no percibía el sabor de la comida. Cada persona, en una u otra medida, se concibe como el centro del Universo. No hay que caer en el error, no. Es poco probable que todas estas artimañas estén dirigidas tan sólo contra él. Esto, simplemente, sería poco eficiente. No, aquí funciona un sistema creado de antemano y destinado a ejercer presión sobre la personalidad. De discurrir tranquilamente, se pueden destacar sus peculiaridades primordiales. La apariencia de una fuerza demoledora e irresistible, obligatoriamente; el misterio que envuelve la acción de esta fuerza, indispensablemente; y, por supuesto, la aplicación de la política del látigo y la añagaza. Hay que amedrentar a la víctima, nublarle los sesos, hacerla perder la cabeza, aplastarla, y, acto seguido, echarle un cebo. Que, de entrada, se decida a una pequeña transacción con su conciencia. A continuación se le exigirá una traición a mayor escala. Y éste será el fin: el sistema ha funcionado.
Lo primero, al parecer, se ha hecho: dio su consentimiento de prestar asistencia médica a los bandidos. Y se ha hecho de una forma muy hábil. El adversario se aprovechó del propio plan de lucha de Polynov. Como se dice: «El comer y el rascar, todo es empezar». ¡Es tan viejo como el mundo!
Y ahora procuran que él se desespere a causa de la incomprensión, que tome conciencia de su propia impotencia, que se embrolle en conjeturas. Pronto, le deberán ofrecer una nueva transacción con su conciencia, más espantosa que la primera. Y si se niega, desaparecerá la última posibilidad de continuar la lucha, los piratas se ocuparán de ello. Y por cuanto no existe un linde nítido entre un compromiso sensato, un efugio táctico y una pusilánime traición, en fin de cuentas le llevarán hasta la traición. ¡Qué endemoniada sencillez, qué sistema más armonioso que funciona sin fallos durante milenios, desde los faraones hasta Huysmans! Sólo cambia el atavío.
Pero, si el esquema no es nuevo, si sus inventores han vivido en los albores de la sociedad de clases, debe existir otro esquema, también comprobado durante miles de años, para contrarrestar la acción del primero.
Sí, por supuesto que el antiesquema existe. Y, además, no sólo uno. Existe el esquema seguido por Giordano Bruno. No traicionó, no aceptó el compromiso, no transigió, y murió en la hoguera. Pero su ejemplo a través de los siglos hizo palpitar los corazones llenos de valentía y cólera. Y la esclavitud impuesta por la iglesia, al fin y al cabo, se derrumbó. Eso es, precisamente: al fin y al cabo. Él, Polynov, no dispone de una perspectiva histórica, no tiene muchedumbre ante cuyas miradas podría subir al patíbulo. A propósito, en una ocasión ya lo hizo, allá, en la nave, cuando descargó el golpe al Cabezudo. ¿Es que encendió el corazón de alguien?
Otro camino es el de Galileo, si se quiere. ¡Una abjuración falsa, una resignación falsa, y la lucha! Pero también en este caso se requiere tiempo… ¿Es que la historia no conoce otros esquemas de lucha? Qué absurdo, claro que conoce.
A toda costa debo averiguar cuál es la finalidad del sistema que funciona aquí. Debo escudriñar la anatomía de la base. Sondear el plexo nervioso.
Algo chasqueó en uno de los rincones del comedor. Seguidamente irrumpió la voz sarcástica de Huysmans.
— Ahora, una vez saciado el hambre, es el preciso momento de platicar, ¿no es así? Yo cumplo honradamente las condiciones de nuestro convenio. He prometido darle información, y le informo. ¿No tendrá inconveniente en visitarme?
En mi situación sería ridículo rechazar la invitación.
— Muy bien que usted lo haya comprendido. A la puerta le espera Gregory. Una cosa más, tenga en cuenta que él tiene un punto flaco. La bebida. No le dé alcohol, bajo ningún pretexto.
El altoparlante se calló.
«De este modo — pensó Polynov— una de mis previsiones se ha confirmado».
Gregory se encontraba a la entrada con las manos metidas en los bolsillos y silbando melancólicamente.
— ¿Qué, le aburre esta vida? — comentó con negligencia Polynov.
Gregory se encogió de hombros.
— Claro que está aburrido — concluyó Polynov—. Habrá que hablar con Huysmans y organizarles algún entretenimiento.
El guardia miró perplejo al psicólogo, pero no objetó.
Junto a la puerta número 13 Gregory se inclinó y susurró la contraseña. Detrás de la puerta una empinada escalera conducía hacia arriba. Gregory dejó pasar primero a Polynov. Una espira tras otra: parecía como si se encaramasen a un campanario.
Por fin, la escalera terminó en un descansillo al que daba una sola puerta. Gregory llamó y la puerta se abrió de par en par, automáticamente. Gregory quedó fuera.
— Entre, entre, mi querido Polynov.
Una campana de doble cristal, que hacía las veces de una de las paredes abría una vista al caos negro y plateado de las rocas, desbrozado aquí y allá para despejar el terreno a unos cubos ciclópeos en los que Polynov ya se había fijado a su llegada. En este momento de ellos no emanaba gas, pero en algunos lugares sobre las rocas se extendía cierto velo nacarado. Y a través de éste titilaban con luz iridiscente las estrellas. Dos lunas, con dignidad, hacían su recorrido alcanzando la una a la otra.
— ¿Verdad que es hermoso?
Huysmans, arrellanándose en un sillón, se encontraba tras una mesa maciza. A su izquierda, brillando con sus pantallas y botones, se encontraba un tablero de mando. Este Huysmans no se parecía ni al melifluo padre ni al feroz caudillo de los piratas. Éste rebosaba autosuficiencia. Con un ademán solemne señaló a Polynov un sillón. El psicólogo tomó asiento.
— ¿De modo que usted, según he oído, piensa distraer a nuestros muchachos? — comenzó Huysmans con un sarcasmo mal disimulado.
— Por cuanto di mi consentimiento de trabajar para vosotros como médico, mi deber es vigilar por la salud de la gente. Y hay que señalar que existen síntomas de neurastenia, lo cual, desde luego, es muy natural en esta guarida cósmica.
— Ah, son nimiedades. Pero me alegro que usted empiece a tomar a pechos las preocupaciones de los… piratas.
Soltó una corta risita.
— El hombre sigue siendo hombre y es necesario atenderle por doquier — replicó Polynov.
— Sí, es justo, es justo… Bueno, piense cómo entretener a los muchachos. En general, usted tiene razón: éste es un lugar algo aburrido.
Huysmans, meditabundo, se rascó el entrecejo.
— Vayamos al grano — dijo tajante— inclinándose hacia Polynov. Usted, sin duda, se habrá dado cuenta de que la planta que se observa a través de la ventana, es de suponer que no les sirve para nada a los simples piratas. Y, por supuesto, usted está devanándose los sesos para descifrar este enigma. Y no intente disuadirme, diciendo que no es así: en materia de psicología le daré todavía cien puntos de ventaja, usted ya ha podido convencerse de ello.
— Ni siquiera lo intento.
— Magnífico. Sí… Entonces, escuche, pues en ninguna parte oirá nada semejante. Desde las gélidas alturas cósmicas echemos una mirada a nuestra entrañable y querida Tierra. ¿Qué vemos? Riñas, contradicciones, decaimiento de la moral y un descontento e inquietud universales. Verdad es que se ha amainado la amenaza de una guerra termonuclear…